León, María, Don Rafael.
María. (En la portalada dándole la mano.) Un pasito más y ya estamos. ¡Ay! no sé cómo pedirle que me perdone la molestia de esta caminata. (Ve a León y con un signo le manda esperar.)
Don Rafael. Por ser usted quien es, Mariquita, y por la fe que en su soberana virtud tiene este Cura, voy con usted al fin del mundo... Ea, ¿está contenta de mí?
María. Contenta y agradecida lo que no puede imaginarse. (Le conduce al banco.)
Don Rafael. Bueno... Pues recapitulemos. Usted, al manifestarme la grave resolución de no seguir a sus padres a Madrid...
María. (Interrumpiéndole.) Resolución fundada principalmente...
Don Rafael. Déjeme concluir... Para fundamentar su propósito de resistencia... alegaba usted, entre otras razones, un sentimiento que...
María. (Vivamente.) Sentimiento que usted conocía ya...
León. (Aparte.) ¡Oh, divina mujer!
Don Rafael. Lo conocía, y aconsejé a usted... En fin, admitamos el hecho con toda su fuerza. Ayer dije a usted que para dar su verdadero valor a ese sentimiento, es menester conocerlo de un modo indudable en su re...
María. (Impaciente, con gran viveza.) Claro, en uno y otro.
Don Rafael. (La manda callar y sigue.)...ciprocidad, en su reciprocidad. Total: que tengo que oír a los dos.
María. Justo.
Don Rafael. Pues ya estamos aquí. (Contando.) Usted, uno; yo, dos. ¿Y el tercero?
María. ¡Si está aquí!
León. (Avanzando, por indicación de María. Se descubre.) Aquí, don Rafael, con toda la verdad que llevo en mi alma.
Don Rafael. Pues vea yo esas conciencias... la de usted, que la de Mariucha ya me la sé de memoria.
León. (Señalando el árbol gigante.) Y que no es éste mal confesonario, ¿verdad, don Rafael?
Don Rafael. ¡Mucho!... Árbol secular, ¡cuántas declaraciones de enamorados, cuántos lamentos de tristes, cuántos planes de ilusos y soñadores habrás oído! Oigamos ahora tú y yo, y Dios con nosotros, la historia de estos pobres corazones, que ciegos corren a una batalla imposible.
María. Por Dios, no sea tan pesimista.
Don Rafael. Ea... a nuestro asunto. Señor don León, declare usted. (María se retira a una distancia en que puede escuchar.)
León. Declaro...
Don Rafael. ¿Cómo tuvo principio ese... esa inclinación...?
León. Una noche, dos meses ha, fui llamado por María...
Don Rafael. Eso ya lo sé... cuando le pidió a usted un socorro para su familia, y usted no pudo dárselo. (Riendo.) ¡Graciosísimo! Ya me lo ha contado ella.
León. Aquella noche fue...
Don Rafael. Cuando le vendió el vestido a esa fantasiosa... ¡Buen golpe, de maestro!... Adelante.
León. Desde aquel punto y ocasión, señor Cura, se encendió en mí un fuego de amor tan vivo...
Don Rafael. ¡Mucho, mucho!
León. María emprendió para el sostenimiento de su familia una serie de trabajos que hacen de ella una grande heroína.
Don Rafael. ¡Mucho! ¡Si no ha nacido otra que se le iguale! (Risueño, con ingenua admiración.)
León. Yo la ayudaba en sus empresas mercantiles.
Don Rafael. También lo sé... Adelante.
León. Como la ayudó usted dándole el dinerito del Cielo...
Don Rafael. Le habría dado el de la tierra si lo hubiera tenido. Le di el del Cielo porque no tenía otro... Bueno: con que la amó usted...
León. La amé por su abnegación, por su piedad filial, por la valentía que desplegaba en aquella lucha... la amé también por su belleza... todo hay que decirlo...
Don Rafael. Naturalmente... Si fuera un coco de fea, todo eso de la abnegación y de la valentía habría sido música...
León. La amé por su talento incomparable, por esa dignidad, unida a la gracia...
Don Rafael. (Moderando el entusiasmo descriptivo de León.) Bueno, bueno. Bien a la vista está su mérito...
León. Yo bien sé que no la merezco: ella es grande; yo, aunque también de padres ilustres, soy un infeliz hombre, atado a un bajo comercio. A la presente condición humilde he venido por mis errores de otros días, de días muy lejanos, don Rafael. (Con viveza y calor.) Aberraciones de las que ya estoy corregido, radicalmente corregido, bien lo sabe usted. Abierta está mi alma a los ojos de Dios. Los de usted también han entrado en ella...
María. (Sin acercarse.) Créalo, don Rafael, si cree en mí.
Don Rafael. Creo... Su enmienda y reforma no son nuevas para mí.
León. María conoce mi amor. Yo adivino el suyo. Si ella y Dios me deparan la dicha inefable de llamarla mi esposa, creeré que esto no es la Tierra, sino el Cielo.
Don Rafael. Tierra es, y bien dura y triste... valle de lágrimas. (Suspirando.) Bien. Ya puede usted acercarse, María, y decirme... (María se acerca, los ojos bajos.) aunque casi no es preciso...
María. (Con modestia.) Le quiero por su inteligencia, por sus desgracias, por el inmenso esfuerzo moral que significa su regeneración, consumada por él mismo, solo con su conciencia. Por esto, y por gratitud, le quiero, y decidida estoy... a... (Vergonzosa, enmudece.)
Don Rafael. Acabe, hija... Ya, para lo que falta...
León. ¡Oh, júbilo inmenso! (Con vivo entusiasmo, abrazando a don Rafael.) Déjeme usted que le abrace...
Don Rafael. Apriete, apriete. Ya puede estar orgulloso. (Con pesimismo.) Pero...
María. ¿Pero qué...? (Vivamente, atacándole por un lado.) Usted no nos abandona; usted hace suya nuestra causa.
León. (Atacándole por el otro lado.) Usted sabe dar a Dios lo divino, lo humano a los hombres.
Don Rafael. (Apartándoles.) Sí, sí: sé todo eso... pero sé también que contra ese afecto... todo lo santo y noble que se quiera... se alza un poder tiránico, incontrastable.
María. ¿Pero nada significa nuestra voluntad?
León. ¿Manifestada ante la religión, ante usted?
Don Rafael. ¡Dios Uno y Trino, que no pueda yo...! Si por la religión se resolviera... pronto os arreglaría yo... (Con ademán de bendecir.) Pero el mundo ha venido a parar a un enredo, a una confusión tal de todas las cosas, por el sin fin de leyes, preocupaciones, prácticas y corruptelas, que vuestra noble aspiración no podrá escapar, no, de la inmensa red... Sucumbiréis, sucumbiremos, hijos míos... Debo deciros todo lo que sé... que es muy grave. (Ambos se aproximan, ansiosos.)
María. Sé que viene mi hermano en la disposición más hostil...
León. Los Marqueses sin duda se opondrán...
Don Rafael. No creo imposible reducir a los Marqueses... ¡Pero a don Cesáreo, que viene con la cabeza llena de viento y la voluntad inflamada de insolentes resoluciones...! Oídme. Debéis saber toda la verdad, por triste que sea.
Los Dos. (Con gran ansiedad.) Sí, sí...
Don Rafael. ¿Sabéis por qué precipita su viaje don Cesáreo?...
María. Llegará hoy.
Don Rafael. Viene hoy, porque debió de recibir un largo telegrama en que pérfidamente se le llama para que impida el oprobio de la familia...
María. ¡Estúpida maldad!
Don Rafael. Se le habla de María enloquecida, fascinada por un...
León. Imagino los horrores que dirán de mí.
María. ¿Quién puso ese telegrama?
León. ¿El Marqués?
María. ¿La Alcaldesa?
Don Rafael. Es cosa del tontaina de Corral, ayudado por Bravito, el juececillo.
María. ¡Infames!
Don Rafael. Pues con esa requisitoria indecente, y algo que días atrás escribieron otras personas, don Cesáreo, el hoy omnipotente don Cesáreo, viene dispuesto a que su hermana se someta; y para esto no ha de emplear contra ella medios violentos. No la cogerán a usted ni la maniatarán para llevársela a viva fuerza. No harán nada de esto, porque no es preciso.
María. (Con gran ansiedad.) ¿Pues qué harán?
Don Rafael. El feudalismo de nuestra edad revuelta no necesita apelar a esos medios.
León. Ya sé. Cesáreo está a punto de ser feudal tirano de este país.
Don Rafael. Hoy traen los periódicos, con la noticia de la boda, otra que viene a ser la confirmación de ese feudalismo.
Los Dos. ¿Qué?
Don Rafael. El Gobierno, deseando recompensar... no sé qué es lo que recompensa, ni el mismo Gobierno lo sabe... concederá a Teodolinda y a Cesáreo el título de (Con énfasis) Duques de Agramante.
León. Muy lógico: en sus manos está toda la gran propiedad rústica y minera.
Don Rafael. Y con la propiedad, la influencia; y con la influencia, los resortes de toda autoridad.
María. De autoridades corrompidas...
Don Rafael. Putrefactas, sí; pero que echan la barredera, ¡y ay del que cogen!
María. ¿Pero todos...?
Don Rafael. Todos serán instrumentos de Cesáreo... lo son ya, porque la adulación madruga, hija mía; no espera que venga el poder: corre a su encuentro.
María. ¿Y todos esos enemigos, jueces, alcaldes, vendrán contra nosotros?
León. (Comprendiendo.) No: contra mí solo. Ya veo claro el ardid de guerra. Es en verdad diabólico y terrible...
María. Ya entiendo. León...
León. Yo seré el perseguido.
Don Rafael. El vilipendiado, el encarcelado tal vez... (Óyese repique de campanas, lejano, al cual se unen pronto otros sonidos de campanas más próximas, de timbre diferente.)
María. ¿Por qué delito?
León. Por el viejo: por mis locuras de hace años en Madrid.
Don Rafael. Ayer estuvo Bravito en el Juzgado buscando un exhorto que, según él, debió venir hace dos años, y quedó sin cumplimiento.
León. No encontrarán exhorto. ¿Mas para qué lo necesitan? Harán lo que quieran.
Don Rafael. Asegura Bravo que el Duque de Agramante traerá de Madrid todo el artificio legal bien preparado.
María. Que traiga lo que quiera. (Animosa.) Contra tales armas, levantaremos la verdad inexpugnable.
León. Y nuestras voluntades firmísimas: somos de hierro.
María. Somos de bronce. (Con grave acento uno y otro, dando a sus declaraciones gran solemnidad.) Aquí, ante nuestro pastor de almas, hacemos juramento solemne de ser el uno para el otro, por encima de toda tiranía, de todo poder, sea el que fuere. (Se dan las manos. El son de campanas aumenta en intensidad por agregarse notas más cercanas, agudas y graves, que armonizan con las primeras.)
León. Nos juramos eterno amor, fidelidad constante...
María. Mutuo auxilio en las tribulaciones. Juramos hacer de nuestras existencias una sola. (Continúa el crescendo de las campanas. Se agregan las notas graves de la iglesia de la Misericordia y de San Pedro, próximas, y la del Cristo, que está en escena.)
León. Juramos morir antes que renunciar a nuestra unión santa.
María. Juramos, y así lo declaramos ante Dios y ante su ministro. (Llega al máximum de intensidad el concierto de campanas. Pausa de recogimiento religioso y solemne. Las voces de María y León expiran entre las vibraciones del metal... El campaneo se va extinguiendo gradualmente por el silencio de las más próximas, sonando las más lejanas, hasta que sólo se oigan las lejanísimas.)
Don Rafael. (Quedándose como en éxtasis, orando.) Hijos míos, dijérase que sobre vosotros ha descendido una suprema bendición...
León. Ya estamos unidos.
Don Rafael. (Asustado.) No, no: todavía no.
León. (Con gran entusiasmo y efusión.) En el Cielo ha sonado ese himno...
María. Trae a nuestras almas toda la alegría del Universo.
Don Rafael. (Asustadizo.) No, no creáis eso: no os alucinéis. Es la procesión de la Virgen, que pasa por la calzada del Refugio... No estáis unidos, ni sé si llegaréis a estarlo en forma. (Con viva emoción.) Hijos míos, el Cielo está con vosotros, la tierra no.
(Aparecen por la derecha Corral y Bravo, observando burlones; prorrumpen en risas.)