Siempre que entraba D. Manuel, después de larga ausencia de medio día o día entero, en el cuarto de su noble amiga la Condesa de Halma, engontrábala sumergida en una melancolía profunda y tenebrosa, como nadadora que bucea en una cisterna. Abierto sobre la falda el libro de la Ciudad de Dios, de San Agustín, o alguna otra obra mística; apoyada la mejilla en la mano derecha, el codo del mismo lado sostenido en la mano izquierda y esta en la rodilla derecha, que se elevaba por tener el pie sobre un taburete, parecía un Dante pensativo, revolviendo en su mente los círculos negros del Infierno, o los luminosos del Paraíso. Viéndola en tales tristezas negada, silenciosa y ceñuda, procuraba D. Manuel alegrarle los ánimos con su grata conversación, y unas veces lo conseguía y otras no. Pues aquella tarde ¿cual no sería la sorpresa del simpático Flórez al encontrar a su ilustre amiga en un estado de inquietud placentera? No daba crédito a sus ojos viéndola en pie, corriendo de un lado a otro de la estancia, como si arreglara y pusiera en orden los libros y objetos de devoción que en varios estantillos tenía. Y lo más extraño era que en su rostro resplandecían la animación, la vida. Sus ojos, siempre apagados, brillaban con fulgor de fiebre; sus mejillas, siempre macilentas, habían tomado un rosado tinte, como si volviera de un paseo por el campo, harta de sol y de aire.
«¿Qué tiene usted, mi noble y santa amiga? -le preguntó el sacerdote-. ¿Qué le pasa?».
— Nada, no me pasa nada. Estoy contenta. ¿Esto es pasar algo?
— Sí... Me alegro mucho de verla tan gozosa. No conviene dejar caer el espíritu en la tristeza. La virtud es por naturaleza alegre, y la conciencia pura se regocija en sí misma...
— Siéntese usted si gusta, y déjeme a mí en pie. Siento una inexplicable necesidad de andar, de moverme. De repente, la quietud ha empezado a serme molesta.
— La he recomendado a usted un ejercicio prudencial. La virtud no requiere precisamente la postración sedentaria, que hasta puede llegar a ser un vicio y llamarse pereza.
— Y ahora me preguntará usted el motivo o razón de este contento que en mí observa.
— En efecto, señora mía, se lo pregunto a usted.
— Y yo le respondo que no lo sé; que no puedo explicar qué pasa esta tarde en mi alma. Veremos si llego a darme cuenta de ello. Y ahora, voy a interrogar yo. Dígame: ¿quién es Nazarín?
Quedose un rato suspenso el buen Flórez, y miró el rostro de la Condesa como quien quiere descifrar un obscuro acertijo.
«Pues Nazarín...» murmuró.
— ¿Qué hombre es ese? ¿Le conoce usted?
— Sí señora.
— ¿De ahora, o le conoce usted hace tiempo?
— Es un sacerdote, manchego, de mediana edad. Hace dos o tres años, no recuerdo bien la fecha, tuve ocasión de tratarle en la sacristía de San Cayetano. Pareciome un hombre excelente, de costumbres purísimas, humilde, de no común inteligencia, parco de palabras... Después me le encontré alguna que otra vez en la calle; hablamos. El infeliz parecía disgustado; revelaba una pobreza honda, sin quejarse de ella. Creí que su cortedad de genio y su extremada delicadeza le tenían en tal estado, y le aconsejé que se sacudiera, procurando adquirir un poco de don de gentes. Después le he visto incluido en un proceso escandaloso, y su nombre arrastrado por la vía pública. Francamente, me supo muy mal que un sacerdote viniese a tal situación, ya fuese por debilidad de carácter, ya por verdadera malicia. Supe que estaba en el hospital, convaleciente de un tifus agudísimo, y, ¿qué cree usted?... me fui a verle. Yo soy así: me gusta enterarme por mí mismo. Le vi, hablamos largamente, y...
— ¿Opina usted como casi todo el mundo, que es un pobre loco?
— Esa es la opinión general.
— Pero la de usted, la de usted es la que yo quiero saber.
— La mía no tiene importancia. Expertos facultativos le han examinado, profesores de enfermedades mentales y nerviosas.
— Pero usted tiene bastante entendimiento para no necesitar de los juicios ajenos para formar el suyo. Dígame lo que piensa, en conciencia, de ese hombre. ¿Es un pillo?
— Creo que no.
— ¿Firmemente que no?
— Sostengo con plena convicción que no es un malvado.
— Luego, es un loco.
— No me atrevo a decir tanto.
— Luego, es un hombre de miras elevadas, un hombre que...
— Tampoco afirmo eso.
— Luego, usted no ha podido formar una opinión concreta.
— No señora, no he podido. Y, créame usted, ha sido para mí el tal Nazarín objeto de grandes confusiones.
— ¿Cómo no me había hablado de eso, don Manuel?
— Porque no pensaba que tal asunto mereciera fijar la atención de la señora Condesa.
— ¿Sabe usted que anda por ahí un libro que trata de Nazarín, en el cual se cuenta cómo salió a sus peregrinaciones, cómo encontró prosélitos, cómo realizó actos de verdadero heroísmo y de sublime caridad?
— He leído ese libro, que me regaló su autor, con una dedicatoria muy expresiva. Pero no me fío de lo que allí se cuenta, por ser obra más bien imaginativa que histórica. Los escritores del día antes procuran deleitar con la fantasía que instruir con la verdad.
— ¿Puedo yo leer ese libro?
— Seguramente. Pero sin olvidar que es novela.
— Entonces prefiero otra cosa.
— ¿Qué?
— Ver al propio Nazarín. El sujeto vivo dará más luz que una historia cualquiera, aun suponiendo que no fuese fantástica, y tan solo escrita para entretenimiento de los desocupados.
— ¿Ver a Nazarín? ¿Dónde?...
— En cualquier parte. En el hospital..., aquí.
— Eso me parece más grave. Con todo, no digo que no.
— Diga usted que sí, y acabaremos más pronto. Ahora, punto y aparte: hablemos de otra cosa.
— Pues a otra cosa -repitió Flórez, algo caviloso por el repentino salto de la tristeza al contento en el ánimo de la ilustre señora-. Ya sabe usted que mañana se hará la entrega de la legítima. Ya hemos salido de eso.
— ¡Gracias a Dios! Mucho tengo que agradecer también a mi hermano -dijo Catalina sentándose algo fatigada, cual si sus excitados nervios entraran en sedación-. Si he de decirle a usted la verdad, veo con absoluta indiferencia la llegada de ese dinero a mis pobres manos.
— La persona que mira al cielo -dijo el cura entornando los ojuelos para ver mejor el rostro de su amiga-, se acostumbra mejor que otras a despreciar los bienes terrenales.
— Y respecto al empleo que debemos dar a ese capitalito, ya hablaremos despacio.
— Si no recuerdo mal, ya hemos hablado bastante. Convinimos en que usted fundaría, en pleno campo y lejos del bullicio, un instituto de caridad, con rentas propias...
— Y que antes, se reservaría una suma para repartirla entre los necesitados.
— Sí; pero eso es difícil, porque no tendríamos ni para empezar. La caridad debe hacerse con método, apoyándose en el criterio de la Iglesia, y favoreciendo los planes de la misma. No vale dar limosna sin ton ni son. Falta saber a quién se da, y cómo se da.
— ¿Sabe usted, mi buen D. Manuel, que no entiendo bien eso?
— Se lo expliqué a usted con toda latitud ayer mismo.
— Pues lo he olvidado. Poro no hay que repetirlo. Ya lo comprenderé cuando tenga la cabeza más serena.
De repente, el buen clérigo se dio un golpe en la frente, como si quisiera matar un mosquito que le picaba, y exclamó: «¡Ah, ya caigo, ya, ya!».
— ¿Qué?
— Nada, que mientras hablábamos, me devanaba yo los sesos pensando quién habría estado aquí hoy de visita. Y ahora me ha venido súbitamente a la memoria.
— Mi primo Pepe Antonio de Urrea.
— Le encontró en el portal: él entraba, yo salía. Me han dicho que es hombre corregido.
— Así parece... ¡pobrecillo! Me ha conmovido contándome sus apuros para ganarse la vida con un rudo trabajo.
— Y seguramente le ha pedido a usted dinero para sus empresas.
— Sí...
— Y le ha hablado a usted de Nazarín.
— Exactamente.
— Pero no puedo encontrar la relación entre Nazarín y los conflictos pecuniarios del descendiente de los Urreas.
— Le he prometido estudiar su petición, y resolverla de acuerdo con usted.
— Lo menos le habrá pedido a usted dos o tres mil reales.
— Algo más: cinco mil duros.
— ¡Ave María purísima!... ¡San Antonio bendito!
— Crea usted que me reí, y desde que me habló de esto, empecé a sentirme alegre. Los apuros de un hombre por cosa que tan poco vale, como es el dinero, me causan alegría. Es como el rechazo de todo lo que yo he sufrido por el maldito dinero, en los días terribles en que me hacía tanta falta. Y ahora que en nada de mi propio interés puedo emplearlo, pues perdí el bien de mi vida, ahora que tengo bajo tierra los restos del que era mi único amor, y considero en el cielo su alma, me alegra el gemido de los que piden dinero con apremiante necesidad, y al ver que lo tengo, me alegro más. Experimento, créalo usted, como un secreto anhelo de venganza..., sí, quiero vengarme de mi destino, que a tantas privaciones me sujetó, y tantas amarguras me hizo pasar... Y cuando se acerca a mí un desgraciado pidiéndome aquello que yo no pude tener cuando lo necesitaba, y que poseo ahora que no lo necesito...
— Se venga usted... negándoselo.
— No señor, dándoselo... Es una venganza en la cual confundo a mi destino y al mismo dinero, materia vil y despreciable, cuyo reparto no debe someterse a ninguna regla de orden y gobierno. Las leyes económicas de mi hermano me parecen una de las más infames invenciones del egoísmo humano.
— ¿De modo que usted, señora mía, cree que para despreciar al dinero y castigarlo por su vileza, debe dárselo al primer loquinario que lo pide sin que sepamos en qué lo ha de emplear?
— Creo que el empleo final de la moneda es siempre el mismo, dese a quien se diere. Caiga donde caiga, va a satisfacer necesidades. El manirroto, el disipado, el vicioso mismo, lo hacen pasar a otras manos, que lo aprovechan en lo que debe aprovecharse. Lance usted un puñado de billetes a la calle, o entrégueselo al primer perdido que pase, al primer ladrón que lo solicite, y ese dinero, como van todas las aguas a los ríos, y los ríos al mar, irá a cumplir su objeto en el mar inmenso de la miseria humana. Cerca o lejos, aquí o allá, con ese dinero arrojado por usted a la calle se vestirá alguien, alguien matará su hambre y su sed. El resultado final de toda donación de numerario es siempre el mismo.
— Señora mía -dijo D. Manuel un poco aturdido-. No seamos paradójicos..., no seamos sofísticos. Si usted me permite que la contradiga, que le llaga una demostración clara de su error en esa materia...
El hombre no podía expresarse bien. Estaba sofocadísimo, sentía calor, y se abanicaba con su teja.