-¡Cuando yo te digo que Donoso es un ángel bajado del cielo! ¡Qué hombre, qué santo! - prosiguió la dama, sentándose con Rafael en un madero, que en el mejor sitio del corralón había -. Verás: la opinión de nuestro fiel amigo fue que debíamos sacrificar el enlace con Torquemada por conservar la paz en la familia... Así lo acordamos. Pero ya habían tramado entre él y D. Francisco algo que este llevó prontamente de la idea a la práctica, y cuando D. José acudió a proponerle la suspensión definitiva de las negociaciones matrimoniales, ya era tarde.
— ¿Pues qué ocurría?
— Torquemada había hecho algo que nos cogía a todos como en una trampa.
Imposible escaparnos ya, imposible salir de su poder. Estamos cogidos, hermanito; nada podemos ya contra él.
— ¿Pero qué ha hecho ese infame? - gritó Rafael fuera de sí, levantándose y esgrimiendo el bastón.
— Sosiégate - replicó la dama, obligándole a sentarse -. ¡Lo que ha hecho! Pero qué, ¿crees que es malo? Al contrario, hijo mío: por bueno, por excesivamente bueno, el acto suyo es... no sé cómo decírtelo, es como una soga que nos echa al cuello, incapacitándonos ya para tener voluntad que no sea la voluntad suya.
— ¿Pero qué es? Sépalo yo - dijo el ciego con febril impaciencia -. Juzgaré por mí mismo ese acto, y si resulta como dices... No, tú estás alucinada, y quieres alucinarme a mí. No me fío de tus entusiasmos. ¿Qué ha hecho ese majagranzas que pudiera inducirme a no despreciarle como le desprecio?
— Verás... Ten calma. Tan bien sabes tú como yo que nuestras fincas del Salto y la Alberquilla, en la sierra de Córdoba, fueron embargadas judicialmente. No pudo rematarlas el sindicato de acreedores, porque estaban afectadas a una fianza que al Estado tuvo que dar papá. El dichoso Estado, mientras no se aclarase su derecho a constituirse en dueño de ellas (y ese es uno de los pleitos que sostenemos), no podía privarnos de nuestra propiedad, pero sí del usufructo... Embargadas las fincas, el juez las dio en administración a...
— A Pepe Romero - apuntó el ciego vivamente, quitándole la palabra de la boca - , el marido de nuestra prima Pilar...
— Que reside en ellas dándose vida de princesa. ¡Ah, qué mujer! Sin duda por haber recibido de papá tantos beneficios, ella y el rufián de su marido nos odian.
¿Qué les hemos hecho?
— Les hemos hecho ricos. ¿Te parece poco?
— Y no han sido para auxiliarnos en nuestra miseria. La crueldad, el cinismo, la ingratitud de esa gente son lo que más ha contribuido a quitarme la fe en todas las cosas, lo que me induce a creer que la humanidad es un inmenso rebaño de fieras. ¡Ay!, en esta vida de sufrimientos inauditos, pienso que Dios me permite odiar. El rencor, que en casos comunes es un pecado, en el caso mío no lo es, no puede serlo... La venganza, ruin sentimiento en circunstancias normales, ahora...
me resulta casi una virtud... Esa mujer que lleva nuestro nombre y nos ha ultrajado en nuestra desgracia, ese Romerillo indecente que se ha enriquecido con negocios sucios, más propios de chalanes que de caballeros, viven sobre nuestra propiedad, disfrutan de ella. Han intrigado en Madrid para que el Consejo sentenciase en contra de la testamentaría del Águila, porque su anhelo es que sean subastadas las fincas...
— Para rematarlas y quedarse con ellas.
— ¡Ah!... pero les ha salido mal la cuenta a ese par de traficantes, de raza de gitanos sin duda... Créelo porque yo te lo digo... Pilar es peor que él, es uno de esos monstruos que causan espanto, y hacen creer que la hembra de Satanás anda por estos mundos...
— Pero vamos al caso. ¿Qué...?
— Verás. Ahora puedo decir que ha llegado la hora de la justicia. No puedes figurarte la alegría que me llena el alma. Dios me permite ser rencorosa, y lo que es peor, vengativa. ¡Qué placer, qué inefable dicha, hermano mío! ¡Pisotear a esa canalla..., echarlos de nuestra casa y de nuestras tierras, sin consideración alguna, como a perros, como a villanos salteadores...! ¡Ay, Rafael, tú no entiendes estas pequeñeces; eres demasiado angelical para comprenderlas! La venganza sañuda es un sentimiento que rara vez encuentras hoy fuera de las clases bajas de la sociedad... Pues en mí rebulle, ¡y de qué modo! Verdad que también es un sentimiento feudal, y en nosotros, de sangre noble, revive ese sentimiento, que viene a ser la justicia, la justicia brutal, como en aquellos tiempos podía ser, como en los nuestros también debe serlo, por insuficiencia de las leyes.
Púsose en pie la noble dama, y en verdad que era una figura hermosa y trágica.
Hirió el suelo con su pie dos o tres veces, aplastando en figuración a sus enemigos, ¡y por Dios que si hubieran estado allí no les dejara hueso sano!
"Ya, ya entiendo - dijo Rafael asustado -. No necesito más explicaciones.
Esperas rescatar el Salto y la Alberquilla. Donoso y Torquemada han convenido hacerlo así, para que puedas confundir a los Romeros... Ya, ya lo veo todo bien claro: el D. Francisco rescatará las fincas poniendo en manos de la Hacienda una cantidad igual a la fianza... Pues, por lo que recuerdo, tiene que ir aprontando millón y medio de reales... si es que en efecto se propone...".
— No se propone hacerlo - dijo Cruz radiante -. Lo ha hecho ya.
— ¡Ya!
La estupefacción paralizó a Rafael por breve rato, privándole del uso de la palabra.
"Ahora tú me dirás si después de esto, es digno y decente en nosotros plantarnos delante de ese señor y decirle: Pues... de aquello no hay nada".
Pausa que duró... sabe Dios cuánto. "¿Pero en qué forma se ha hecho la liberación de las fincas? - preguntó al fin el ciego -. Falta ese detalle... Si quedan a su nombre, no veo...".
— No: las fincas son nuestras... El depósito está hecho a nuestro nombre. Ahora dime si es posible que...
Después de accionar un rato en silencio, Rafael se levantó súbitamente, dio algunos pasos agitando el bastón, y dijo: "Eso no es verdad".
— ¡Que yo te engaño!
— Repito que eso no puede ser como tú lo cuentas.
— ¡Que yo miento!
— No, no digo que mientas. Pero sabes, como nadie, desfigurar las cosas, dorarlas cuando son muy feas, confitarlas cuando son amargas.
— He dicho la verdad. Créela o no. Y ahora te pregunto: "¿Podemos poner en la calle a ese hombre? ¿Tu dignidad, tus ideas sobre el honor de la familia me aconsejan que le despida?...".
— No sé, no sé - murmuró el ciego, girando sobre sí, y haciendo molinete con los dos brazos por encima de la cabeza -. Yo me vuelvo loco... Vete; déjame. Haced lo que queráis...
— ¿Reconoces que no podemos retirar nuestra palabra, ni renunciar al casamiento?
— Lo reconozco, siempre que sea verdad lo que me has dicho... Pero no lo es; no puede serlo. El corazón me dice que me engañas... con buena intención sin duda. ¡Ah!, tienes tú mucho talento... más que yo, más que toda la familia... Hay que sucumbir ante ti, y dejarte hacer lo que quieras.
— ¿Vendrás a casa? - dijo Cruz balbuciente, porque el gozo triunfal que inundaba su alma le entorpecía la voz.
— Eso no... Déjame aquí. Vete tú. Estoy bien en este corral de gallinas, donde me podré pasear, sin que nadie me lleve del brazo, a todas las horas del día.
Cruz no quiso insistir por el momento. Había obtenido la victoria con su admirable táctica. No le argüía la conciencia por haber mentido, pues Rafael era una criatura, y había que adormecerle, como a los niños llorones, con historias bonitas. El cuento infantil empleado hábilmente por la dama no era verdad sino a medias, porque al pactar Donoso y Torquemada el rescate de las fincas de Córdoba, establecieron que esto debía verificarse después del casamiento. Pero Cruz, en su afán de llegar pronto al objetivo, como diría el novio, no sintió escrúpulos de conciencia por alterar la fecha del suceso feliz, tratándose de emplearlo como argumento con que vencer la tenacidad de su hermano. ¡Decir que Torquemada había hecho ya lo que, según formal convenio, haría después! ¿Qué importaba esta leve alteración del orden de los acontecimientos, si con ello conseguía eliminar el horrible estorbo que impedía la salvación de la familia?
Volvió Donoso con la noticia de haber dictado las disposiciones convenientes para el traslado de la cama y demás ajuar de la alcoba del ciego. Después que charlaron los tres un rato de cosas extrañas al grave asunto que a todos los inquietaba, Cruz espió un momento en que Rafael se enredó en discusiones con Valiente sobre la pirotecnia, y llevando a su amigo detrás del más grande montón de basura y paja que en el corralón había, le echó esta rociada:
"Deme la enhorabuena, Sr. D. José. Lo he convencido. Él no querrá volver a casa; pero su oposición no es, no puede ser ya tan furiosa como era. ¿Que qué le he dicho? ¡Ah, figúrese usted si en este atroz conflicto pondré yo en prensa mi pobre entendimiento para sacar ideas! Creo que Dios me ilumina. Ha sido una inspiración que tuve en el momento de entrar aquí. Ya le contaré a usted cuando estemos más despacio... Y ahora, lo que importa es activar... eso todo lo posible, no vaya a surgir alguna complicación".
— No lo quiera Dios. Crea usted que a impaciencia no le gana nadie. Hace un rato me lo decía: por él mañana mismo.
— Tanto como mañana no; pero nos pasamos de gazmoños alejando tanto la fecha. De aquí al 4 de Agosto pueden ocurrir muchas cosas, y...
— Pues acerquemos la fecha.
— Sí, acerquémosla. Lo que ha de ser, que sea pronto.
— La semana que entra...
— ¡Oh!, no tanto.
— Pues la otra.
— Eso me parece muy tarde... Tiene usted razón: la semana próxima. ¿Qué es hoy?
— Viernes.
— Pues el sábado de la semana entrante.
— Corriente. Dígaselo usted... propóngaselo como cosa suya.
— Pues no se pondrá poco contento. Ya le digo a usted: por él... mañana. Y volviendo a nuestro joven disidente, ¿cree usted que no nos dará ningún disgusto?
— Espero que no. Su deseo de instalarse aquí nos viene ahora que ni de molde.
Bernardina nos inspira confianza absoluta: le cuidará como nosotras mismas.
Vendremos Fidela y yo, alternando, a hacerle compañía, y además, yo me encargo de mandar acá al bueno de Melchorito algunas tardes para que le cante óperas...
— Muy bien... Pero... y aquí entra lo grave. ¿Sabe que sus hermanas se mudan a la calle de Silva?
— No lo sabe. Pero lo sabrá. ¿Qué? ¿Teme usted que no quiera entrar en aquella casa?
— ¡Me lo temo, como hay Dios!
— Entrará... Respondo de que entrará - afirmó la dama; y le temblaba horrorosamente el labio inferior, cual si quisiera desprenderse de su noble faz.