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«¡Demonio de chico! — dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín — . Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, ¿qué tal está?... Buena moza, ¿cómo va ese valor?».
La joven no respondía. Estaba como aletargada. Pero el chico siguió chillando, y al reclamo de él, la madre abrió los ojos, y tomándole en brazos, le acercó a su seno. Ballester mandó a la criada que quitara la luz, que acaloraba mucho la alcoba, y se sentó donde antes había estado Maxi. Luego sacó una cajita de medicinas y una botellita con poción. «Aquí traigo otra antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo también el percloruro de hierro y la ergotina, por si acaso... Mucho cuidado, hija mía, mucho reposo; que las emociones y los disparates de hoy nos pueden traer un trastorno. Apuesto a que Maxi ha venido a contarle a usted alguna otra tontería. Es preciso prohibirle la entrada».
Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus lengüetazos.
«Buenas tragaderas tiene el amigo — dijo Ballester; y para sí, contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir — : ¡Qué hermosa está!... Le daría yo un par de besos... con la intención más pura del mundo... He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene sugestionada... ¡Lástima de corazón echado a los perros...!».
El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él.
«Amigo Ballester... ¿sabe usted que me parece que me quedo sin leche?... Mi hijo chupa, chupa y no saca...».
— No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: ¿Maxi le ha dicho a usted alguna tontería?
— Tontería no... verdades...
— ¡Verdades!... (rompiendo a reír). ¿Y cómo sabe usted que son verdades?
— Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.
— Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.
— Es que mi marido no está loco... Tiene ahora mucho talento. Tal creo yo.
Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.
«Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted... Está riquísima. Es preciso calmar los nervios».
La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica.
«¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace por mí!».
— Todo y mucho más se lo merece usted, carambita — replicó el farmacéutico con efusión de cariño — . Hemos de ser muy amigos.
— Amigos sí, porque lo que es querer... No vuelvo yo a querer a ningún hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.
— ¡A su marido! (tomándolo a broma). No me parece mal. Y ahora que está hecho un santo...
— Santo, no... ¡qué simplezas dice usted!
— Santo; así como suena. De modo que será usted también santa... Pues yo seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia y comer yerba.
— Cállese usted. — Usted es la que se va a callar... a ver si se duerme y se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias. ¿Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como si fuera mi cara mitad.
— No; si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular esta noche, casi bien. Anoche ¿sabe?, estaba peor.
— Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer La Correspondencia o a jugar al tute con el señor de Izquierdo. Y si la veo a usted tranquila y dormida, me retiraré. Si no, aquí me estoy de centinela.
Así lo hizo, y no habiendo observado hasta más de media noche nada de particular, salió de puntillas, dando a la placera instrucciones por si la mamá o el niño tenían alguna novedad durante la noche. El modelo se fue también, y Segunda se metió en su cuchitril; mas apenas había descabezado el primer sueño, la llamó Encarnación de parte de la señorita, que se sentía mal. El chiquillo soltaba todos los registros de su voz y no había manera de acallarle. Agotó la madre todos sus medios y Encarnación los suyos, que eran cogerle en brazos y dar un paso adelante y otro atrás, como si bailara, tratando de persuadirle con amorosas palabras de que los niños deben estarse calladitos.
«Paréceme — dijo Fortunata con terror — , que me estoy secando».
— Pues si te secas — le contestó su tía, que hasta para consolar era regañona y desapacible — , pues si te secas, ¡demonche!, mejor, ponemos un ama, y a vivir...
— Diga usted, tía, ¿ha venido mi marido?
Segunda la miró asombrada. «¡Tu marido!... ¿sabes la hora que es? ¿Y para qué quieres que venga acá ese tipo?».
— Tenía que hablarle... — ¡Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!... A buenas horas nos entra la fineza... El demonio que te entienda, chica, ¡ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no parezca por acá en mil años.
— Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.
Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería. «Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez...».
— ¡Ah!, ¿esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches... Creí que había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la idea del tiempo...
La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar. «¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me lo creería».
Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello, porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se dormía en pie.
A la mañana siguiente, subió Estupiñá a preguntar por toda la familia con un interés del cual Segunda sabía sacar partido. «¿Cómo ha pasado la noche la mamá? Y el niño, ¿qué tal? Ya me he enterado del artículo de amas, y tengo noticias de tres muy buenas, la una pasiega, otra de Santa María de Nieva y la tercera de la parte de Asturias, con cada ubre como el de una vaca suiza. ¡Género excelente!».
«Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, D. Plácido, porque estoy en que se nos seca — dijo la placera, gozosa de meter su cucharada en aquel asunto — ; y si la señora (aludiendo a Guillermina), quiere que se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad».
Plácido, después de cotorrear un poco con Segunda en la puerta de la casa de esta, bajó a la suya, y en la salita, tapizada de carteles de novenas y otras funciones eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el rosario y el libro de rezos en la mano. La casera y el administrador cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la puerta. «Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no mama?» — «Pues ahora están los dos callados... Paice que duermen». — «Pues silencio. Cuide usted de que no haya ruido en la casa... Yo, verá usted, como salgan los chicos del latonero a alborotar en la escalera, les deslomo».
Y vuelta a bajar y a subir nuevamente con un mensaje. «Señá Segunda, oiga. Que no deje usted de mandar recado hoy a ese señor de Quevedo, para que la vea y nos diga si traemos el ama o no traemos el ama». — «Bien está, bien». — «Yo estaré a la mira; ya las tengo apalabradas, y las reconoceremos en mi casa. Buenas mujeres, y no tienen pretensiones de cobrar un sentido. Como leche, señá Segunda, como leche, creo que la asturiana nos ha de dar mejor resultado que ninguna. Tengo yo un ojo... En fin, mucho cuidado».
Y tornó a bajar con toda su oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir cien veces si fuese menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa de su amigo, el cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda honrada con persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera, el trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo, cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la simpática figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la corte celestial penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no hizo más que sonreír de un modo que significaba: «¡Qué raro verme aquí!». Guillermina alzó la voz desde la sala diciendo: «Pasa, aquí estoy...». Estupiñá, siempre delicado, se apartó para dejarlas hablar a solas. Parecía que la santa reprendía paternalmente a la otra: «Si ya te he dicho que lo dejes de mi cuenta. Yo me entiendo. Si te empeñas en meter la cuchara, creo que lo vas a echar a perder... No, no te dejo subir... ¿te parece fácil entrar a verle sin que se entere su madre? Atrevidilla te has vuelto... ¿Que le bajen aquí? ¡Vamos; las cosas que se te ocurren...! Tiempo tienes de verle. Si empezamos a hacer disparates y a portarnos como dos intrigantas que se meten donde no las llaman, merecemos que nos tome Ido por tipos de sus novelas. Vámonos ahora a San Ginés, y luego sabremos la opinión del señor de Quevedo. Descuida, que no se nos morirá de hambre».
Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga: «¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo».
La santa no respondió, porque dentro de la iglesia no gustaba de tratar ciertos asuntos de reconocida profanidad; pero cuando salían por el patio que da a la calle del Arenal, tomó el brazo de su amiguita, diciéndole: «Bueno estuvo el lance, bueno. ¡Qué par de alhajas!».
— ¡Crea usted que a mí me daba una alegría cuando lo oí contar!... Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia...
— Quite allá... es repugnante... Dos mujeres pegándose...
— Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la moderna.
— Este mundo, hija mía, está lleno de maldades. A donde quiera que mira una, no ve más que pecados, y pecados cada vez más gordos, porque la humanidad parece que se vuelve de día en día más descarada y menos temerosa de Dios... ¡Quién había de decir que esa muchacha, esa Aurorita, que parecía tan buena, tan lista...! No, como lista, ya lo es; aunque la otra lo ha sido más... ¿Y qué dice Bárbara?, estaba encantada con ella, y todos los días iba al obrador a verla trabajar... Pero cállate, que aquí viene tu señora suegra...
Barbarita y la pareja se encontraron.
«Ya no alcanzas la del señor cura... ¡Qué horas de ir a misa!».
— Pero si no me han dejado salir en toda la mañana... Mira, Jacinta, allí tienes a tu marido llama que te llama... Entré y... «Que dónde estabas tú. Que qué tenías tú que hacer en la calle tan temprano». Conque bien puedes darte prisa.
— Que espere... Pues no faltaba más... — replicó Jacinta con tedio — . Que tenga paciencia, que también la tienen los demás.
— Y vosotras, ¿de dónde venís?
— ¿Nosotras? De ver amas de cría — dijo la santa sonriendo.
— ¡Amas de cría!... — Sí, no es broma... amas, amas, amas.
— ¡Qué graciosa estás hoy!...
— Pues qué, ¿no te ha dicho esta tonta que hemos encontrado otro Pituso?
Barbarita se echó a reír con donaire. «Pero qué, ¿os han dado otro timo?».
— Quia; ahora no. Este es auténtico... este es de ley; no tiene hoja, como el otro, por quien perdiste la chaveta.
— ¡Bah!, no quiero oírte... — repuso Barbarita con humor festivo, y se separó de ellas para ir presurosa a la iglesia.
— Oye... mira — dijo Guillermina llamándola... — Cuando salgas, date una vuelta por las tiendas. Allí tienes a tu corredor, Estupiñá el Grande. Aguarda, oye; te compras una buena cuna...
La dama se reía; todas se reían.