EL CONDE, NELL, DOLLY.
NELL.- Ya estamos solitos los tres.
DOLLY.- ¡Qué gusto!
EL CONDE.- Los dos, digo, los tres, porque vosotras, ¡ay!, sois dos, aunque a mí me parezcáis una.
NELL.- ¡Que parecemos una!
EL CONDE.- Lo he dicho al revés: sois una, aunque parezcáis dos... No está bien hoy mi cabeza... Quiero decir que en vosotras hay algo que sobra.
DOLLY.- ¿Algo que sobra? Ahora lo entiendo menos.
NELL.- (Con agudeza.) Quiere decir el abuelo que en nosotras, en las dos, no en una sola, hay lo malo y lo bueno.
DOLLY.- Y lo malo es lo que sobra.
EL CONDE.- Y debe quitarse, arrojarse fuera.
NELL.- O será que una de nosotras es mala, y la otra buena. (Míranle atentas al rostro.)
EL CONDE.- Quizás...
NELL.- (Generosa.) En ese caso, la mala soy yo y la buena Dolly.
DOLLY.- (Correspondiendo.) No, no: la mala soy yo, que siempre estoy haciendo diabluras.
EL CONDE.- (Atormentado de una idea.) Chiquillas, acercaos más a mí; aproximad vuestros rostros para que os vea bien. (Se ponen una a cada lado, y él las abraza. Las tres cabezas resultan casi juntas.) Así, así... (Mirándolas fijamente y con profunda atención.) No veo, no veo bien... (Con desaliento.) Esta condenada vista se me va, se me escapa cuando más la necesito... Y por más que os miro, no hallo diferencia en vuestros semblantes.
NELL.- Dicen que nos parecemos. Pero Dolly es un poquito más morena que yo, menos blanca.
EL CONDE.- (Con gran interés.) ¿Y el cabello, lo tenéis negro las dos, muy negro, muy negro?
DOLLY.- Sí, estrepitosamente negro. El pelo castaño de mamá es más bonito.
EL CONDE.- ¡Qué ha de ser!
DOLLY.- Otra diferencia tenemos. Mi nariz es un poquitín más gruesa.
NELL.- Y mi boca más chica que la tuya.
EL CONDE.- ¿Y los dientes?
NELL.- Las dos los tenemos preciosos; no es por alabarnos.
DOLLY.- Pero yo tengo este colmillo un poquito encaramado... así, como retorcido. Toca, abuelito. (Llevándose a la boca el dedo del CONDE.)
EL CONDE.- Es verdad... colmillo retorcido.
NELL.- Otra diferencia tengo yo: un lunar en este hombro.
DOLLY.- Yo tengo dos más abajo, así de grandes.
EL CONDE.- (Preocupado.) ¿Dos?
DOLLY.- Sí, señor: dos que parecen tres.
EL CONDE.- (Soltándolas de sus brazos.) Vuestros ojos, cuando los examino con mi corta vista, me parecen igualmente bellos. Nell, hazme el favor de mirar bien el color de los ojos de tu hermana... Y tú, Dolly, fíjate bien en los de Nell. Decidme el color... justo.
NELL.- Los ojos de Dolly son negros.
DOLLY.- Los de Nell son negros; pero los míos son más.
EL CONDE.- (Con interés ansioso.) ¿Más? ¿Los tuyos, Dolly, tienen acaso un viso verde?
NELL.- Me parece que sí... entre verde y azul.
DOLLY.- (Mirando de cerca los ojos de su hermana.) Lo que tienen los tuyos es rayitas doradas... Sí, sí, y también algo de verde.
EL CONDE.- Pero son negros. Los de vuestro papá, mi querido hijo, negros eran como el ala del cuervo.
NELL.- Era guapísimo nuestro papá.
EL CONDE.- (Suspirando.) ¿Os acordáis de él?
DOLLY.- ¡Pues no hemos de acordarnos!
NELL.- ¡Pobrecito, cuánto nos quería!
DOLLY.- Nos adoraba.
EL CONDE.- ¿Cuándo le visteis por última vez?
NELL.- Hace... creo que dos años, cuando se fue a París. Entonces nos sacaron del colegio.
EL CONDE.- (Vivamente.) ¿Se despidió de vosotras?
DOLLY.- Sí, sí. Dijo que volvía pronto, y no volvió más. Después fue a Valencia.
NELL.- Mamá salió también para París, pero se quedó en Barcelona. No nos llevó.
DOLLY.- Al volver a Madrid estaba muy disgustada, sin duda por la ausencia de papá.
EL CONDE.- ¿Y en qué le conocíais su disgusto?
NELL.- En que se aburría, y estaba siempre en la calle. Nosotras comíamos solas.
EL CONDE.- ¿Y en esa época os trajeron aquí?
DOLLY.- Sí, señor.
EL CONDE.- (Con dulzura.) Decidme otra cosa. ¿Queríais mucho a vuestro papá?
NELL.- Muchísimo.
EL CONDE.- Me figuro que una de vosotras le quería menos que la otra.
LAS DOS.- (Protestando.) No, no, no... Las dos igual.
EL CONDE.- (Después de una pausa, clavando en ellas sus ojos, que poco ven.) ¿Y creéis que él quería lo mismo a entrambas?
DOLLY.- A las dos lo mismo.
EL CONDE.- ¿Estáis bien seguras?
NELL.- Segurísimas. Desde París nos escribía cartitas.
EL CONDE.- ¿A cada una por separado?
DOLLY.- No; a las dos en un solo papel, y nos decía: «Florecitas de mi alma, únicas estrellas de mi cielo...». Pero de Valencia no nos escribió nunca.
NELL.- Ninguna carta recibimos de Valencia. Nosotras le escribíamos, y él no nos contestaba.
(Larga pausa. EL CONDE apoya la frente en sus manos, con las cuales empuña el palo, y permanece un rato en profunda meditación.)
DOLLY.- Abuelito, ¿te has dormido?
EL CONDE.- (Suspirando, alza la cabeza y se frota los ojos.) ¿Queréis que andemos un poquito?
NELL.- Sí. (Se ponen las dos en pie, le dan la mano, y le ayudan a levantarse.)
DOLLY.- ¿A dónde quieres que vayamos?
EL CONDE.- (Indiferente.) Guiad vosotras.
DOLLY.- Iremos hacia el Calvario y la gruta de Santorojo.
NELL.- No nos alejaremos mucho.
EL CONDE.- Nos alejaremos todo lo que queramos, y volveremos cuando nos dé la gana... Parece que sopla viento de turbonada... ¿Qué? ¿Se ha nublado el sol?
DOLLY.- Sí, y de aquel lado vienen nubes gruesas. Lloverá.
EL CONDE.- Si llueve, que llueva, y si nos mojamos, que nos mojemos.
DOLLY.- ¿Quieres que te demos el brazo?
EL CONDE.- No, chiquillas, no quiero aprisionaros. Corred solas y con libertad... Ya estamos en sendero franco, y pisamos la finísima alfombra del bosque sombrío.
NELL.- (A DOLLY.) ¿A que no me coges? (Se alejan corriendo.)
EL CONDE.- (Hablando solo, desalentado.) Las facciones nada me dicen... (Animándose.) Hablarán los caracteres... Ya se clarean, ya. Nell paréceme más grave, más reposada; Dolly, más frívola y traviesa... Pero noto que cambian, permutan las cualidades de una y otra, de modo que aquélla parece ésta, y ésta, aquélla. Observemos mejor.
(Las niñas juegan a cuál corre más.)
DOLLY.- (Que vuelve triunfante, casi sin respiración.) No me has cogido, no.
NELL.- (Jadeante también.) Que sí... Corro yo más que tú.
DOLLY.- Nunca.
NELL.- Ayer te gané.
DOLLY.- Mentira.
NELL.- Yo digo la verdad.
DOLLY.- (Picadas las dos.) Ahora no... Es que eres tú muy orgullosa.
NELL.- Abuelo, me ha dicho que miento.
EL CONDE.- Y tú no mientes nunca; no está en tu natural la mentira.
DOLLY.- Ella me dijo ayer a mí... embustera.
EL CONDE.- ¿Y qué hiciste?
DOLLY.- Echarme a reír.
NELL.- Pues yo no consiento que me digan que miento. (Lloriquea.)
EL CONDE.- ¿Lloras, Nell?
DOLLY.- (Riendo.) Tonterías, abuelo.
NELL.- Soy muy delicada. Mi dignidad por la menor cosa se ofende.
EL CONDE.- ¡Tu dignidad!
DOLLY.- Lo que tiene es envidia.
EL CONDE.- ¿De qué?
DOLLY.- (Con travesura jovial.) De que todos me quieren más a mí.
NELL.- Yo no soy envidiosa.
EL CONDE.- Vaya, Nell, no llores, pues no hay motivo para tanto. Y tú, Dolly, no te rías. ¿No ves que la has ofendido?
NELL.- Siempre es así. Todo lo toma a risa.
EL CONDE.- (Para sí.) Nell tiene dignidad. Esta es la buena. (A DOLLY, con un poquito de severidad.) Dolly, te he mandado que no te rías.
DOLLY.- Es que me hace gracia.
EL CONDE.- (A NELL, acariciándola.) Tú eres noble, Nell. En ti se revela la sangre, la raza... Vaya, haced las paces.
NELL.- No quiero.
DOLLY.- Ni yo...
EL CONDE.- Esa risita, Dolly, es un poquito ordinaria.
DOLLY.- (Poniéndose seria.) Bueno. (Súbitamente se lanza a la carrera.)
EL CONDE.- (A NELL.) Estoy algo cansado. Dame el brazo.
NELL.- Dolly está sentida... Le has dicho ordinaria, y esto le llega al alma. ¡Pobrecilla!
EL CONDE.- Dime, hija mía, ¿has notado otra vez en Dolly estos arranques...?
NELL.- ¿De qué?
EL CONDE.- De naturaleza ordinaria.
NELL.- No, papá... ¡Qué cosas tienes! Dolly no es ordinaria. Creo que se lo has dicho en broma. Dolly es muy buena.
EL CONDE.- ¿La quieres?
NELL.- Muchísimo.
EL CONDE.- ¿Y no estás incomodada con ella porque te dijo que mentías?
NELL.- Yo no... Cosas de nosotras. Reñimos, y en seguida hacemos las paces. Dolly es un ángel: le falta sentar un poquito la cabeza. Yo la quiero; nos queremos... ¡Ya tengo unas ganas de abrazarla y decirle que me perdone!
EL CONDE.- (Con júbilo.) ¡Otro rasgo de nobleza! Nell, tú eres noble. Ven a mí... (La abraza.) Y esa loca, ¿dónde está?
NELL.- Ya viene.
DOLLY.- (Volviendo como una exhalación.) Abuelito, llueve. Me ha caído una gota de agua en la nariz.
NELL.- (Deseando coyuntura para hacer las paces.) Y a mí dos.
DOLLY.- Papá, ¿quieres que nos metamos en la gruta de Santorojo? Has hecho mal en no traer paraguas.
EL CONDE.- Es un chisme que no he usado nunca.
DOLLY.- ¡Ya... acostumbrado a andar siempre en coche! Pero ahora no tienes más remedio que andar a patita, como nosotras.
EL CONDE.- (Para sí.) Se burla de mí... ¡Qué innoble!
NELL.- ¡Ay, qué gotas tan gordas!
DOLLY.- ¡Menudo chaparrón nos viene encima!... Abuelito, ¿quieres que vaya a casa en cuatro brincos, y te traiga un capote de agua?
EL CONDE.- No. (Para sí.) Ahora quiere desenojarme con sus zalamerías.
NELL.- Nos meteremos en la gruta. Oiremos el eco. (Dirígense por un sendero áspero, entre peñas y zarzales.)
DOLLY.- Por aquí. Yo iré delante, apartando las zarzas para que el abuelo no se pinche... ¡Ay, ay, qué pinchazo me he dado! (Chupándose la herida.)
EL CONDE.- ¿Te has hecho sangre?... Ya ves: por traviesa, por correntona.
DOLLY.- Si ha sido por abrirte camino, para que no te hicieras daño. ¡Así me lo agradeces!
EL CONDE.- Sí que te lo agradezco, tontuela.
NELL.- (Que soltando el brazo del anciano, y recogiéndose el vestido para no engancharse, se adelanta.) Dolly, da el brazo a papaíto, y tráele con cuidado.
EL CONDE.- (Dejándose guiar por DOLLY, que continúa chupándose el dedito lastimado.) Chiquilla, ¿de veras te has hecho sangre?
DOLLY.- Poca cosa. La he derramado por ti. Derramaría más: toda la que tengo.
EL CONDE.- (Parándose.) ¿De veras?
DOLLY.- ¡Oh, sí!... Pruébalo... ¡Si pudiera probarse...!
EL CONDE.- ¿Tanto me amas?
DOLLY.- Más de lo que crees.
EL CONDE.- ¿Me querrás más que tu hermana?
DOLLY.- No, más no. Ofendería a Nell si dijera que ella te quiere menos que yo. Las dos somos tus nietas, y te queremos lo mismo.
EL CONDE.- (Para sí.) Pues esto es nobleza... y de la fina. ¿Resultará ésta la legítima y la otra la falsa?... ¡Dios mío, luz, luz! (Alto.) ¿Dónde está Nell?
DOLLY.- Ha dado un rodeo para no engancharse el vestido. Sabe sortear las púas.
EL CONDE.- ¿Y tú?
DOLLY.- ¿Yo? Tengo la piel mechada y endurecida de tanto aguijonazo, y una encarnadura que no la merezco. Mi hermana es más delicada que yo. Por eso, cuando me has llamado ordinaria, dije para mí que tenías razón.
EL CONDE.- (Para sí, aturdido, sin saber qué pensar.) Razón... verdad... duda... problema.
NELL.- (Desde lejos, mirando hacia atrás.) Dolly, ¿por qué nos has traído por esta vereda? Es la peor.
DOLLY.- ¿Qué sabes tú...? Sigue, sigue, que a la vuelta tienes la entrada de la gruta.
EL CONDE.- Llueve... Vamos a prisa.
NELL.- (Encontrando el paso fácil hacia la gruta.) Que os mojáis... Yo estoy en salvo ya.
EL CONDE.- (Para sí.) Paréceme Nell un poco egoísta... ¡Qué horrible duda, Señor! ¡Si resultará que Dolly es la buena! (Alto.) ¿Llegamos por fin?
DOLLY.- Abuelo, por aquí... cuidado... Otro escaloncito, otro...
(Llueve copiosamente.)
NELL.- (Guarecida en la boca de la cueva.) Os habéis mojado; yo no.
(Gruta de Santorojo.)
(Cavidad ancha y profunda en la fragorosa peña. Festonean su boca parietarias viciosas, raíces de árboles cercanos, helechos y plantas mil de variado follaje. El interior se compone de masas cretáceas de variado color, con formas de una arquitectura de pesadilla. Las concreciones de la bóveda son como un sueño de bizarras magnificencias, labradas en cristal, azúcar y estearina.)
EL CONDE.- (Sentándose en una piedra.) ¡Cuántas veces, niño, me he refugiado, como ahora, en esta soberbia estancia natural de Santorojo!
NELL.- ¿Y es cierto que aquí vivió y murió un ermitaño llamado Toronjillo, que hacía milagros?
EL CONDE.- Es tradición que viene labrando en la mente popular desde el siglo XIII. Ejecutorias de la casa de Laín mencionan al santo Toronjillo, que desde este balcón amansaba las olas furibundas con un gesto... Aquí abajo, al pie de la pendiente llena de malezas, bate la mar.
DOLLY.- (Asomándose.) Ya se ven de aquí los espumarajos.
EL CONDE.- ¿Y esto no te da miedo? ¡Si te cayeras...!
DOLLY.- Llegaría al mar en pedacitos así.
NELL.- (Cariñosa.) Por Dios, hermana, no te acerques al abismo.
EL CONDE.- Dolly, no hagas tonterías... Una tarde, siendo Rafael niño, quiso descender por esta escarpa... Al primer salto que dio, ya no podía bajar ni subir. ¡Qué susto pasó su madre! ¡Nos costó un trabajo subirle!
DOLLY.- ¡Qué trance!...
NELL.- De pensarlo, me da escalofríos.
DOLLY.- Dicen que nuestra abuelita era muy hermosa... (Se sientan las dos junto al CONDE.)
EL CONDE.- Sí: la figura más arrogante y noble que podríais imaginar.
DOLLY.- Y que Nell se le parece mucho.
EL CONDE.- (Mirando a NELL.) No sé... no veo bien las facciones de tu hermana.
NELL.- Por el retrato que hay en casa, más se parece a Dolly que a mí.
DOLLY.- ¡Si fuera verdad! ¡Qué gusto parecerme a una señora tan santa y tan... bonita! Abuelo, mírame bien, y haz memoria.
EL CONDE.- Díme que haga vista.
DOLLY.- ¿Me parezco?
EL CONDE.- (Confuso, mirándola de cerca.) No sé... No veo...
NELL.- (Que se ha levantado para sentarse en mejor sitio, junto a la roca.) Eso no puede decirlo más que el abuelo.
DOLLY.- Eso no puede decirlo más que el abuelo.
EL CONDE.- (Sobrecogido por la igualdad del timbre de las voces.) ¿Quién habla?
LAS DOS.- Yo.
EL ECO.- (Repitiendo la voz de NELL.) Yo.
EL CONDE.- Ese yo me ha sonado como si lo pronunciara mi pobre Adelaida, vuestra abuela.
NELL.- (Riendo.) Es el eco, papá. (Gritando.) Conde de Albrit, soy yo.
DOLLY.- (Que corre junto a su hermana y grita.) Soy yo... yo...
(EL ECO repite la voz de entrambas.)
EL CONDE.- (Tembloroso, y profundamente excitado.) Venid aquí... No os apartéis de mi lado... No hagáis hablar al eco... Me asusta.
DOLLY.- ¿De veras?
NELL.- No creas, a mí también me asusta un poquitín.
EL CONDE.- (Para sí.) ¡Confusión horrible!... «Soy yo», dice la Naturaleza... ¿Y quién eres tú?... (Reflexionando.) ¿Será Nell la mala?... ¿Será Dolly? (Se clava los dedos en el cráneo, y permanece un rato en actitud de meditación o somnolencia. Un trueno retumba, con formidable sucesión de sonidos pavorosos.)
DOLLY.- ¡Jesús, qué miedo!
NELL.- ¡María Santísima!
EL CONDE.- (Vivamente, creyendo hallar un dato.) ¿Cuál de las dos se asusta de los truenos?
NELL.- Yo.
DOLLY.- Y yo... pero me hago la valiente. No me rinde un poco de ruido.
EL CONDE.- (Para sí.) Carácter entero.
NELL.- Yo no finjo, yo no disimulo la falta de valor. Digo lo que siento. Cualidad de la familia, como decía papá.
EL CONDE.- Es cierto... Ven acá, que yo te bese.
DOLLY.- ¿Y a mí no?
EL CONDE.- También a ti. (Las besa y abraza.)
NELL.- (Con efusión.) Abuelo del alma, las niñas de Albrit te adoran.
EL CONDE.- (Asustado.) Por Dios, no gritéis, no hagáis hablar al eco... Me espanta... no lo puedo remediar.
DOLLY.- ¿Y los truenos no te impresionan?
(Retumba otro.)
EL CONDE.- Los truenos, no; el eco, sí. La tempestad corre hacia el Este.
NELL.- Hay una clara. ¿Quieres que nos vayamos?
EL CONDE.- (Levantándose.) Sí... La gruta me confunde más de lo que estoy... Estas rocas son mi propio cerebro... Siento el eco aquí, como si mis ideas hablasen solas.
DOLLY.- Ahora no llueve. Aprovechemos esta clara, y vámonos. En cinco minutos llegaremos a las primeras casas; y si el aguacero se repite, nos metemos en la casucha de la tía Marqueza.
NELL.- Bien pensado. Y con cualquiera de los chicos mandamos un recado a la Pardina.
EL CONDE.- Sí, vamos... Llevadme. (Salen de la gruta.)