Había él oído mil veces el casado casa quiere; pero nunca oyó que por el simple hecho de tener casa debiera un cristiano casarse. En fin, cuando Donoso lo decía, su poco de razón habría seguramente en ello. Las noches que siguieron a aquella memorable conversación, estuvo el hombre receloso y asustado en la tertulia de las señoras del Águila. Temía que D. José saliese allí con la tecla del casorio, y francamente, si llegaba a sacarla, de fijo el aludido se pondría como un pimiento. De sólo pensarlo, le subían vapores a la cara. ¿Por qué le daba vergüenza de oírse interrogar sobre nuevas nupcias delante de Crucita y Fidelita? ¿Acaso le había pasado por las mientes ahorcarse con alguna de ellas? Oh, no, eran demasiado finas para que él pretendiese tal cosa, y aunque su pobreza las bajaba enormemente en la escala social, conservaban siempre el aquel aristocrático, barrera perfumada que no podía salvar con todo su dinero un hombre viejo, groserote y sin principios. No, nunca soñó tal alianza. Si alguien se la hubiera propuesto, el hombre habría creído que se reían en sus barbas.
Una noche, a Cruz le habló de Valentinico, y las dos hermanas mostraron tal interés en saber pormenores de la vida y muerte del prodigioso niño, que Torquemada no paró de hablar hasta muy alta la noche, contando la triste historia con sinceridad y sin estudio, en su lenguaje propio, olvidado de los terminachos que se le caían de la boca a Donoso, y que él recogía. Habló con el corazón, narrando las alegrías de padre, las amarguras de la enfermedad que le arrebató su esperanza, y con calor y naturalidad tan elocuentes se expresó el hombre, que las dos damas lloraron, sí, lloraron, y Fidela más que su hermana; como que no hacía más que sonarse y empapar el pañuelo en los ojos. Rafael también oyó con recogimiento lo que contaba D. Francisco; pero no lloraba, sin duda por no ser propio de hombres, ni aun ciegos, llorar. El sí que echaba unos lagrimones del tamaño de garbanzos, como siempre que alguien refrescaba en su espíritu la fúnebre historia.
Y para que se vea cómo se enlazan los hechos humanos, y cómo se va tejiendo esta trenza del vivir, aquella noche, paseándose en su cuarto delante del altarito con las velas encendidas, no podía pensar más que en las dos damas gimoteando por la memoria del pobre Valentinico, y en la circunstancia notoria de que Fidela había llorado más que Cruz, pero más. Bien lo sabía ya el chiquillo, sin que su padre se lo dijera. Acostose D. Francisco ya muy tarde, cansado de dar vueltas y de hacer garatusas delante del bargueño, cuando en medio de un letargo oyó claramente la voz del niño: "¡Papá, papá!...".
— ¿Qué, hijo mío? - dijo levantándose de un salto, pues casi siempre dormía medio vestido, envuelto en una manta.
Valentín le habló en aquel lenguaje peculiar suyo, sólo de su padre entendido, lenguaje que era rapidísima transmisión de ojos a ojos.
"Papá, yo quiero resucitar".
— ¿Qué, hijo mío? - repitió el tacaño sin entender bien, restregándose los ojos.
— Que quiero resucitar, vamos, que me da la gana de vivir otra vez.
— ¡Resucitar... vivir otra vez... volver al mundo!
— Sí, sí. Ya veo lo contento que te pones. Yo también, porque, lo que te digo, aquí se aburre uno.
— ¡Según eso, te tendré otra vez conmigo, pedazo de gloria! - exclamó Torquemada, sentándose, o más bien cayéndose sobre una silla, cual si estuviera borracho perdido.
— Volveré a ese mundo.
— Resucitando, como quien dice, al modo de Jesucristo; saliéndote tan guapamente de la sepulturita perpetua que... me costó diez mil reales.
— Hombre, no, eso no podría. ¿Tú qué estás pensando? Salir así... ¿cómo dices?, ¿grande y con el cuerpo de cuando me morí?... Quítate. Así no me dejan...
Pues así, así debe ser. ¿Quién se opone? ¿El Grandísimo Todo? Ya, ya veo la tirria que me tiene por si digo o no digo de él lo que me da la gana, ¡ñales! Pero conmigo que no juegue...
— Cállate... El Señor Grandísimo es bueno y me quiere. Como que me deja hacer en todo mi santísima voluntad, y ahora me ha dicho que me salga de este elemento, que me vaya contigo para convertirte y quitarte de la cabeza tus herejías endemoniadas.
— ¿Y vienes a este elemento? - murmuró Torquemada, hecho un ovillo, la cabeza entre las piernas.
— Al elemento de la Humanidad bonita. Pero me da risa lo que tú piensas, padre.
¡Creer que salgo de la fosa con mi cuerpo de antes! ¿Estamos en los tiempos de la Biblia? No y no. Entérate bien: para ir allá tengo que volver a nacer.
— ¿Volver a nacer?
— Verbigracia, nacer chiquitín, como se nace siempre, como la otra vez que nací, que no fue la primera, digo que no fue la primera ¡ñales!
— Entonces, hijo mío... me vestiré... ¿qué hora es? Iré a avisar al comadrón, D.
Francisco de Quevedo, calle del Ave María.
— Todavía no... ¿Qué prisa hay? Pues apenas falta tiempo para eso. Tú estás tonto, padre.
— Sí que lo estoy. No sé lo que me pasa. Ya me parece que despunta el día. Las velas alumbran poco, y no te veo bien la cara.
— Es que me borro, yo no sé qué tengo que me borro. Me voy volviendo chiquitín...
— Espérate... ¿Y tu mamá, dónde está? (Al decir esto, Torquemada, tendido cuan largo era en medio de la estancia, parecía un muerto.) Se me figura que la he sentido gritar... Lo que dije: empiezan los dolores; hay que avisar.
— No avises, no. Estoy tan chiquitín que no me encuentro. No tengo más que el alma, y abulto menos que un grano de arroz.
— Ya no veo nada. Todo tinieblas. ¿Dónde estás? (En esto se arrastraba a gatas por el cuarto.) Tu mamá no parece. La traía yo en el bolsillo, y se me ha escapado. Puede que esté dentro de la caja de fósforos... ¡Ah, pícaro!, la tienes tú ahí, la escondes en el bolsillo de tu chaleco.
— No, tú la tienes. Yo no la he visto. El Grandísimo Todo me dijo que era fea...
— Eso no.
— Y vieja.
- Tampoco.
— Y que no sabía cómo se llamaba, ni le hacía falta averiguarlo.
— Yo sí lo sé; pero no te lo digo.
— Tiempo tengo de saberlo.
— Partiendo del principio de que sea quien tú crees...
— No se dice así, papá. Se dice: en el mero hecho de que sea...
— Justo: en el mero hecho: se me había olvidado el término... Pues si es, que sea, y si no es, que no sea... Será otra.
Púsose en cuclillas con gran dificultad, y sobándose los ojos miraba con estupefacción el altarito, diciendo: "¡Qué cosas me pasan!". Valentinico no replicaba.
"Pero ¿es verdad que...? - le preguntó don Francisco, que se había quedado solo -. Tengo frío. Me salí de la cama sin echarme el chaquetón, y no tendrá maldita gracia que coja una pulmonía. Lo que haría yo ahora es tomar algo, por ejemplo, migas o unas patatas fritas. Pero a estas horas, ¿cómo le planteo yo a Rumalda la cuestión de que me haga el almuerzo?... Juraría que mi hijo quiere nacer y que me lo ha dicho... Pero yo, triste de mí, ¿cómo lo nazgo?... Me volveré a la cama, y dormiré un poco si puedo. Todo ello será una suposición, un mero hecho. Le contaré a Donoso lo que me pasa, y resuelva él mismamente esta... hipoteca, digo, hipótesis, que es como decir lo que se supone. Para que mi hijo nazca, se necesita en primer término una madre, no, en primer término un padre. D. José quiere que yo sea padre de familia, como quien dice, señor de muchas circunstancias. Ya le veo las cartas al señor de Donoso, que me estima, sí, me estima... Pero no puede ser. Dispense usted, amigo mío; pero no hay forma humana de que se realice ese... ¿cómo se dice?, ¡ah!, sí...desiderátum. Yo le agradezca a usted mucho el desiderátum, y estoy muy envanecido de saber que... muy satisfecho, y a la verdad, también tengo yo unas miajas de desiderátum... pero hay una barrera... eso de las clases. Pronto se dice que no hay clases; pero al decirlo, las dichosas clases saltan a la vista, y le dejan a uno corrido... Dispénseme, D. José, dispénseme: pídame usted lo que quiera, la Biblia en pasta; pero no me pida eso. La idea de que me digan: '¡So!, vete de ahí, populacho, que apestas', me subleva y me pone a morir. Y no es que yo huela mal. Bien ve usted que me lavo y me aseo. Y hasta el aliento, que según me decía doña Lupe tiraba un poco para atrás... se me ha corregido con la limpieza de la boca..., y desde que me quité la perilla que parecía un rabo de conejo, tengo mejor ver. Dice Rumalda que me parezco algo a O'Donnell cuando volvía del África... En fin, que por lo físico no hay caso. Tengo para mí que en igualdad de circunstancias, sería yo el preferido; es decir, si yo fuera más fino y de nacimiento y educación más compatibles... Pero no, no soy compatible, no caso, no ajusto... Mi corteza es muy dura, áspera y picona como lija... No puede ser, no puede ser".
Pasado algún tiempo, se agitó en la cama, diciéndose con sobresalto: "¿Apostamos a que he roncado? Sí, ronqué... Me oí soltar un piporrazo como los de los funerales... Esto sí que es gordo... Y yo pregunto: El Sr. Donoso, que es hombre tan fino, ¿roncará? Y aquellas delicadísimas señoras... ¡por vida del Todísimo!, ¿roncarán?".