La mañana del entierro, y media hora antes de la salida de este, todos los balcones de la calle rebosaban de gente, y motivos había para tal curiosidad, pues rara vez era turbado el sosiego de aquellos barrios por tan grande rebullicio y movimiento. La aparición de la carroza fúnebre, tirada por ocho caballos negros empenachados, fue un verdadero alboroto. Aquel día hicieron novillos todos los muchachos de las escuelas adyacentes; sus chillidos y travesuras llenaban de alegría la calle, y en medio de tanta algazara, el ridículo armatoste negro y sus no bien alineados corceles resultaban con cierta inflexión cómica, por efecto sin duda del contagio. Corrían delante y detrás los chicos con agilidad suma, y cuando paró el carro, los lacayos de empolvada peluca tuvieron que emprenderla con ellos a bofetada limpia, para librarse de su molesta curiosidad. Esto, y el carnavalesco carruaje del Senado, la turbamulta de vehículos diferentes que por una y por otra parte de la calle venían, ocuparon a los guardias municipales, que ya no tenían cabeza ni manos para atender a tan complicado servicio.
En el interior de la casa, la invasión de personajes enlutados y con cara triste era mayor a cada minuto. Todos visitaban la capilla ardiente, en cuya atmósfera no era posible respirar mucho tiempo sin marearse. Hermanitas de diferentes congregaciones rezaban de rodillas; Gamborena y otros clérigos dijeron misa en el oratorio desde el alba hasta las nueve. La servidumbre no había tenido punto de reposo desde la noche anterior, y el cansancio, más que la pena, se pintaba en los bien afeitados rostros.
Senadores, negociantes de alto copete, próceres y amigos más o menos verdaderos, pasaron a visitar a D. Francisco en su despacho, previo ensayo de los suspiros que habían de echarle, y de las frasecillas lloriconas que demandaban las circunstancias. Halláronle vestido de riguroso luto, muy limpio, la cara flácida y con señales de insomnio, atusado el cabello, torpe de palabra y gestos. "Gracias, gracias, señores... - les decía, expresándose con estribillo -. No hay consuelo ni puede haberlo...". Y al otro, y al siguiente, les decía lo mismo: "Desgracia tremenda, inesperada... ¿Quién había de esperar, si lo natural era que...? Agradezco estas manifestaciones... Pero no hay consuelo, ni puede haberlo... Ataquemos, digo, acatemos los designios... Señores, agradezco estas manifestaciones... No hay consuelo, es verdad, no lo hay... El consuelo es un mito. Yo no creía que esta desgracia tuviera lugar ahora... Me ha sorprendido...
¿Qué remedio queda sino resignarse y aceptar los hechos consumados?".
Entre tanto, nuevo alboroto infantil en la calle con la aparición de toda la clerecía de San Marcos, la manga-cruz y los ciriales, los tres curas revestidos, y luego, en dos alas como un par de docenas de ellos con sobrepelliz y bonete. El ir y venir de coches les obligó a dispersarse, tropezando aquí y allá con tanto chico, y con un rebaño de cabras, que en aquel momento, por fatal coincidencia, acertó a pasar en dirección a la lechería del número 15. Y entre los cocheros y los municipales y el pastor de las cabras se armaron unas discusiones tan subidas de tono, que los señores sacerdotes hubieron de oír cosas bien distintas de la liturgia que iban a cantar. El del piporro no pudo librarse, en tal confusión, de ser arrastrado por la oleada a considerable distancia del clero, sufriendo en su persona algunos estrujones, y no pocas magulladuras en su lúgubre instrumento.
Al fin, restablecido el orden, entraron los de la parroquia en el palacio, y subieron a la capilla ardiente. Parte de su vida futura habrían dado los muchachos por subir tras ellos, y meter en todo sus narices, viendo el túmulo, que decían era como un monumento, y oyendo el cantorrio de los señores curas.
Mientras estos entonaban responsos frente a la cama imperial, los industriales floristas ocupábanse a competencia (pues eran dos, y rivales encarnizados) en colocar sus coronas del modo que resultaran más visibles y con mayor lucimiento. Y los noticieros tomaban apuntes de cuanto veían, oyendo también las indicaciones de los fabricantes de flores para que su casa fuese citada en el periódico; y la servidumbre se puso en movimiento; y Donoso dictaba órdenes autocráticas para despejar el salón; y el clero tiró para abajo, los empleados fúnebres para arriba; y fue bajado el cadáver en hombros de cuatro lacayos con librea negra. Llenose el palacio de un grave y seco murmullo, más de pisadas que de voces, y en la espaciosa escalera, en la galería baja y en el vestíbulo, de tal modo se apretaba el gentío, que los conductores del féretro tuvieron que detenerse dos o tres veces antes de llegar a la calle.
Dios y ayuda costó poner en movimiento la triste procesión, porque más de un cuarto de hora emplearon los dichosos floristas en exponer sus coronas sobre el ataúd y en las cuatro columnas del carro. Resultaba un efecto hermosísimo, con tanta flor de variados tonos apacibles, y las cintas lujosas con letreros de oro, que por una y otra parte pendían. No cabiendo todas allí, pusiéronse las restantes en un landó abierto, que inmediatamente después del coche estufa debía marchar. Los guardias habían regularizado el tránsito en la vía pública, despejándola en lo posible de moscones pegajosos y de desvergonzados chicuelos. Gracias a esto, pudieron colocarse en dos alas los pobres de San Bernardino, los niños de la Doctrina, las religiosas de la Esclavitud, y otras Hermandades que formaban parte del cortejo. Donoso se multiplicaba, y lo primero que hizo fue echar delante al clero. Luego se puso en movimiento el carro mortuorio, lo que produjo un ¡ah! de admiración o curiosidad satisfecha en toda la calle, porque realmente era cosa muy bonita ver el pausado andar de los ocho caballos, y los saludos que hacían con los plumachos negros que llevaban en sus cabezas. Y el cochero de pelo blanco y tricornio con borlitas era la mayor admiración de los pilletes, que no entendían cómo se las arreglaba con tanta rienda en aquel alto pescante donde sentado iba, como un rey en su trono.
El duelo, presidido por el señor Obispo de Andrinópolis, y formado por personas de alta posición social, seguía al landó de las coronas; tras él mucha y diversa gente, y luego sin fin de coches de lujo. El vecindario que llenaba balcones y ventanas no se cansaba de aquel desfile interminable, y habría deseado que durase hasta la noche. A cada instante se detenía la comitiva por las obstrucciones que la delantera de ella encontraba en calle tan angosta. En la de San Bernardo, ya marchó con más desahogo, por entre la curiosidad de la multitud indiferente. Donoso no cesaba de mirar para atrás, viendo el sinnúmero de personas que seguía el duelo, y la ondulante sierpe de carruajes. "Es una manifestación - decía con semblante compungido al señor Obispo -, una verdadera manifestación".
Mientras el entierro atravesaba todo Madrid en dirección al cementerio de San Isidro, asombrando a los transeúntes por su desusada suntuosidad y lucidísimo acompañamiento, el palacio de Gravelinas caía en una especie de sedación taciturna, como cuerpo vencido del cansancio y la fiebre. El ruido que se produjo al retirar del salón los objetos de carácter fúnebre, cesó unas horas después de la salida del entierro. La servidumbre se esmeraba en evitar todo rumor importuno, y aleccionada por el maestresala, lograba poner en sus rostros y ademanes la seriedad y el discreto dolor propios de las circunstancias.
Acompañaban a Cruz, en su gabinete, Augusta y la señora de Morentín. D.
Francisco, en su despacho, no quiso más compañía que la de su hija Rufina, que tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Hija y padre apenas hablaban.
Hasta el tiempo diríase que pasaba por aquellos ámbitos de tristeza con cierta parsimonia, como pretendiendo que no fuesen muy notadas la cadencia de sus andares, ni la fatalidad de sus divisiones inflexibles. Desde el día precursor al de la muerte, la imaginación de Cruz, exaltada por la ansiedad, apreciaba el tiempo con garrafales equivocaciones, y en la mañana del entierro, el tiempo llegó a ser para ella absolutamente inapreciable. No hacía diez minutos que aquel había partido de la casa, cuando la desconsolada señora, representándose el paso de la comitiva por las calles de Madrid, pensaba de este modo: "Ya llegan a la Cuesta de la Vega... Allí se despiden todos, casi todos... sin contar los que se han ido escabullendo por las calles del tránsito... Ya bajan hacia el puente, acelerando un poco la marcha... No sé por qué han de ir tan a prisa...".
Hora y media dejó pasar, adormecida su mente en aquel éxtasis doloroso, y al cabo de este tiempo volvió a decir: "¡Qué a prisa, qué a prisa van! Pierde toda la solemnidad el acto con estas prisas... ¡Ya se ve! Los pobrecitos sacerdotes de la parroquia desean volver pronto, porque tienen costumbre de comer a las doce en punto... Ya llegan al cementerio... Van a la carrera... ¡Y qué malos deben de estar los pisos!... Con tanta humedad, ¡ay!, me temo que al padrecito se le agrave su resfriado. Bien le encargué que no fuera... ¡Señor, siempre hemos de tener un cuidado que nos atormente! Pero esa es la vida. Cúmplase tu santísima voluntad... Ya la bajan del carro; entran todos... Misa de Réquiem... ¡Jesús, qué soplo de misa! Ya se acabó. Ni las de tropa. Vamos, que lo que quieren es acabar y volver. ¡Qué tristeza! Ya la llevan por aquellos patios adelante. Ya la depositan junto a la sepultura; se agrupan todos... no se ve nada... Ya la tierra la recibe en su seno. Parece que la acaricia, que la agasaja... Idos, marchaos todos y dejadla, que más cariñosa es la tierra que vosotros... Ya se ponen los sombreros, y se van... Los pocos que allí quedan, tapan el lecho de mi pobre hermana con una piedra enorme, pesada como la eternidad... En la puerta se reúnen los del duelo y los acompañantes, y se hacen cortesías... Después se vuelven en los carruajes, hablando de negocios, del estreno de anoche, o de la ronquera del Massini... ¡Cómo corren!... Es hora de almorzar... Allá, los pobres sepultureros, a corta distancia de la arcilla removida y de la piedra solitaria, se sientan en el suelo, sacan sus fiambreras, y almuerzan también... Hay que vivir".
Regresaron los amigos íntimos. Donoso, que traía la elegante cajita de terciopelo con la llave, fue derecho al cuarto de D. Francisco, a quien abrazó, y en tono encomiástico, que revelaba tanto cariño como orgullo, le dijo: "Ha sido una manifestación, una verdadera manifestación".