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Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera.
A Feijoo le había costado algún trabajo arrancarse a exponer su moral en aquellas circunstancias, porque en la conciencia se le puso un nudo, que le apretó durante breve rato; pero al punto lo deshizo evocando las teorías que había profesado toda su vida. Lanzado, pues, el concepto más peligroso, siguió luego como una seda, sin nudo y sin tropiezo.
«Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la Naturaleza diciendo auméntame... No hay medio de oponerse... la especie humana que grita quiero crecer... ¿Me entiendes? ¿Hablo con claridad? ¿Necesitaré emplear parábolas o ejemplos?».
Fortunata entendía, y seguía balanceándose de atrás adelante, acentuando las afirmaciones con su cabeza despeinada.
«Pues no te digo más. Esto es muy delicado, tan delicado como una pistola montada al pelo, con la cual no se puede jugar. Siempre es preferible el primer caso, el caso de la fidelidad, porque de este modo cumples con la Naturaleza y con el mundo. El segundo término te lo pongo como un por si acaso, y para que... pon en esto tus cinco sentidos... para que si te ves en el trance, por exigencias irresistibles del corazón, de echar abajo el principio, sepas salvar la forma...».
Aquí volvió mi hombre a sentir el nudo; pero evocando otra vez su filosofía de tantos años, lo desató.
«Hay que guardar en todo caso las santas apariencias, y tributar a la sociedad ese culto externo sin el cual volveríamos al estado salvaje. En nuestras relaciones tienes un ejemplo de que cuando se quiere el secreto se consigue. Es cuestión de estilo y habilidad. Si yo tuviera tiempo ahora, te contaría infinitos casos de pecadillos cometidos con una reserva absoluta, sin el menor escándalo, sin la menor ofensa del decoro que todos nos debemos... Te pasmarías. Oye bien lo que te digo, y apréndetelo de memoria. Lo primero que tienes que hacer es sostener el orden público, quiero decir la paz del matrimonio, respetar a tu marido y no consentir que pierda su dignidad de tal... Dirás que es difícil; pero ahí está el talento, compañera... Hay que discurrir, y sobre todo, penetrarse bien del propio decoro para saber mirar por el ajeno... Lo segundo...».
Aquí D. Evaristo se acercó más a ella, como si temiera que alguien le pudiese oír, y con el dedo índice muy tieso iba marcando bien lo que le decía.
«Lo segundo es que tengas mucho cuidado en elegir, esto es esencialísimo; mucho cuidado en ver con quién... en ver a quién...».
La conclusión del concepto no salía, no quería salir. Viéndole Fortunata en aquel apuro, acudió a remediarlo, diciendo: «Comprendido, comprendido».
— Bueno, pues no necesito añadir nada más... porque si caes en la tentación de querer a un hombre indigno, adiós mi dinero, adiós decoro... Y lo último que te recomiendo es que si logras conseguir que no pueda tentarte otra vez el mameluco de Santa Cruz, habrás puesto una pica en Flandes.
Dicho esto, el anciano se levantó, y tomando capa y sombrero, se dispuso a marcharse. De la puerta volvió hacia Fortunata, y alzando el bastón con ademán de mando, le dijo:
«Repito lo de antes. Aquello se acabó... y ahora soy tu padre, tú mi hija... trátame de usted... ocupemos nuestros puestos... Aprendamos a vivir vida práctica... Por de pronto, serenidad, y concluye de peinarte, que es tarde. Yo me voy, que tengo mucho que hacer».
Metiose el original moralista en su simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a sentir en su alma una inquietud inexplicable. Y tras la inquietud moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y escalofríos, acompañado de terror supersticioso... Pero no podía definir la causa del miedo... El coche corría por la Cava-Alta, y Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de lanceta fugaz atravesole de parte a parte. Creyó que una desconocida lengua le gritaba: «¡Estúpido, vaya unas cosas que enseñas a tu hija...!». Extendió la mano para detener al cochero y decirle que volviera a la calle de Tabernillas; pero antes de realizar aquel propósito, cesó la trepidación que en su alma había sentido, y todo quedó en reposo... «¡Qué debilidades! — pensó — ; estas son chocheces y nada más que chocheces... ¿Pues no se me ocurrió volver allá para desdecirme? No te reselles, compañero, y sostén ahora lo que has creído siempre. Esto es lo práctico, es lo único posible... Si le recomendara la virtud absoluta, ¿qué sería?, sermón absolutamente perdido. Así al menos...».
Y siguió tan satisfecho. Con el ajetreo que traía aquellos días, en los cuales hizo dos visitas a doña Lupe, celebró muchas conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de Marzo se sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó. Doña Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación, cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas. A la madrugada, se nublaron sus sentidos, y a punto de perder el conocimiento, se despidió del mundo sensible con este varonil concepto que apenas salió del magín a los labios: «Ya me puedo morir tranquilo, puesto que he sabido arrancarle al demonio de la tontería el alma que ya tenía entre sus uñas...».
Doña Paca y el criado, creyendo que su amo se quedaba en aquel espasmo, empezaron a dar chillidos; llamaron al médico, dieron al señor muchas friegas, y por fin volviéronle a la vida. Todos se pasmaron de verle risueño y de oírle afirmar que no le dolía nada y que se sentía bien y contento. Mas a pesar de esto, el doctor puso muy mala cara, pronosticando que la debilidad cerebral y nerviosa acabaría pronto con el enfermo. Por más que este se envalentonó, no pudo levantarse y las fuerzas le iban faltando. Carecía en absoluto de apetito. Los amigos que aquel día le acompañaban, convinieron en decirle de la manera más delicada que se preparase espiritualmente para el traspaso final, ocupándose del negocio de salvar su alma. Creyeron los más que D. Evaristo se alborotaría con esto, pues siempre hizo alarde de libre pensador; mas con gran sorpresa de todos, oyó la indicación del modo más sereno y amable, diciendo que él tenía sus creencias, pero que al mismo tiempo gustaba de cumplir toda obligación consagrada por el asentimiento del mayor número. «Yo creo en Dios — dijo — , y tengo acá mi religión a mi manera. Por el respeto que los hombres nos debemos los unos a los otros, no quiero dejar de cumplir ningún requisito de los que ordena toda sociedad bien organizada. Siempre he sido esclavo de las buenas formas. Tráiganme ustedes cuantos curas quieran, que yo no me asusto de nada, ni temo nada, y no desentono jamás. No descomponerse; ese es mi tema».
Todos los presentes se maravillaron al oírle, y aquel mismo día se le administraron los Sacramentos. Después se puso mucho mejor, lo cual dio motivo a que le dijeran, como es uso y costumbre, que la religión es medicina del cuerpo y del alma. Él aseguraba que no se moría de aquel arrechucho, que tenía siete vidas como los gatos, y que era muy posible que Dios le dejase tirar algún tiempo más para permitirle ver muchas y muy peregrinas cosas. Así fue en efecto, pues en todo el año 75 que corría no se murió el filósofo práctico.
Durante la convalecencia de aquel ataque, no permitió que Fortunata fuese a verle. Le escribía algunas cartitas, reiterándole sus consejos y dándole otros nuevos para el día ya próximo en que la reconciliación debía efectuarse. Al propio tiempo se ocupaba en la revisión de su testamento y en tomar varias disposiciones benéficas que algunas personas habían de agradecerle mucho. Tenía un pequeño caudal repartido en diferentes préstamos hechos a amigos menesterosos. Algunos le habían firmado pagarés de mil, de dos y hasta de tres mil reales. Todos estos papeles fueron rotos. Dispuso cómo se habían de repartir las alhajas que tenía, algunas de bastante valor, sortijas con hermosos solitarios, botonaduras, y además cajitas primorosas de marfil y sándalo que había traído de Filipinas, una hermosa espada, dos o tres bastones de mando con puño de oro. Hizo la distribución de todo con un acierto que declaraba su gran delicadeza y el aprecio que hacía de las amistades consecuentes.
Respecto a Fortunata lo dispuso tan bien que no cabía más. No le dejaba en su testamento más que algunos regalitos, llamándola ahijada; pero, por medio de un agente de Bolsa muy discreto, se hizo una operación en que la chulita figuraba como compradora de cierta cantidad de acciones del Banco, dándole además, de mano a mano, algunas cantidades en billetes. No olvidó por esto D. Evaristo a sus parientes, que eran dos sobrinas, residentes la una en Astorga, la otra en Ponferrada. Ambas quedaban muy bien atendidas en el testamento; y en cuanto a los socorros que anualmente les enviaba, no perdió aquel año la memoria de esta obligación, a pesar de los muchos quebraderos de cabeza que tuvo. Doña Paca y los dos criados también se llevarían un pellizco el día en que el amo faltara.
Indicáronle los clérigos de la parroquia si no dejaba algo para sufragios por su alma, y él, con bondadosa sonrisa, replicó que no había olvidado ninguno de los deberes de la cortesía social, y que para no desafinar en nada, también quedaba puesto el rengloncito de las misas.
Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto: «Pero, hombre, ¿será usted tan malo que no le dé la canonjía a mi recomendado?».
— Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia... Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. ¡Canonjía! Para mí la quisiera yo.
— Y para mí también... Pero en fin, ¿puede ser o no? Es un cleriguito de las mejores condiciones.
— Lo creo... ¡pero qué quiere usted! Estos cargos son muy solicitados, y cuando vaca uno, hay cuatrocientos curas con los dientes de este tamaño.
— Sí, pero mi presbítero es un cura apreciabilísimo, un santo varón... Como que ayuna todos los días...
— Ya... será un bacalao ese padre Rubín. ¿No le di ya a usted una credencial de Penales para un Rubín? Usted por lo visto protege a esa familia.
— Yo no protejo familias, niño. Déjese usted de protecciones... Sólo que me intereso por las personas de mérito.
— Por mí no ha de quedar. Le daré otro achuchón a Cárdenas. Pero, lo que digo, son plazas que tienen muchos golosos. Los pretendientes explotan el valimiento y la influencia de las señoras. Casi siempre son las faldas las que deciden quién se ha de sentar en los coros de las catedrales.
— Pues suponga usted, compañero, que yo tengo faldas, que soy una dama... ea.
— Pero si yo no lo he de decidir...
— Mire usted que si no me nombra mi canónigo, no me muero, y le estaré atormentando meses y meses.
— Mejor... Viva usted mil años.
— ¿Y esas elecciones, van bien?
— Como un acero. Tengo allá un padre cura que vale un imperio. Me está haciendo unos arreglos en el distrito, que Dios tirita, y tirita toda la Santísima Trinidad. Ese sí que merece, no digo yo canonjías, sino siete mitras.
— Le conozco, el Pater... fue capellán de mi regimiento.
Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín.
«¡Eh, Jacinto, por Dios, una palabra! — dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta — . Por Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado... al pobre Villaamil, a ese que llaman Ramsés II».
— Está recomendado en una nota de indispensables. Conque más no puedo hacer.
— Mire usted que no me deja vivir... Todos los días viene tres veces. La noche que me dieron el Viático, en el momento aquel, miré para este lado y lo primero que vi fue a Ramsés II, con una vela en la mano. ¡Cómo me miraba el infeliz!... Creo que no me morí de tanto como rezó Villaamil, pidiendo a Dios que viviera.
— Podrá ser... No le olvidaré. Abur, abur.
Y D. Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana.