-xii-
Aurora y Fortunata, después de cumplir un rato con la visita, riéndole las gracias a doña Desdémona, se fueron al balcón. La viuda tenía que contar a su amiga cosa de mucha importancia, y al instante empezó el secreto. «Ya no me queda duda. Ciertos son los toros. ¿Sabes que el primo Moreno no sale de la tienda? Allí se va por las mañanas, y no quita los ojos del portal de Santa Cruz, acechando si entran o salen. El muy tonto, ¡qué mal lo disimula! Parece mentira que se chifle así un hombre de su edad... porque anda ya cerca de los cincuenta; un hombre enfermo... porque los médicos dirán lo que quieran, pero el mejor día hace el crac... ¿Y qué más prueba de su embrutecimiento que estar aquí?... ¿Por qué no se va al extranjero como otros años? Buen pajarraco está. Ya ves; un hombre, por ejemplo, que podría haber hecho la felicidad de cualquier muchacha honrada, se ve ahora sin amor, sin familia propia, solo, triste... ¡Ah!, le conozco bien: es un disoluto, un inmoral, un corrompido. No le gustan más que las casadas. Me lo ha dicho a mí misma... a mí me lo ha dicho».
— ¿Pero tú...? — Espera, te contaré — dijo Aurora con cautela, asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la tertulia para acecharlas — . Pues este primo Moreno, aunque pariente lejano, y más lejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba alguna vez... hará de esto trece o catorce años. Mamá le consideraba mucho, y cuando venía a casa le recibía poco menos que en palio. Tuvo mamá en un tiempo la ilusión ¡qué tontería!, de casarme con él. Yo tenía dieciocho años, él treinta y pico. ¿Te vas enterando?
Fortunata atendía con toda su alma.
«¿Quieres que te hable con franqueza? Pues a mí no me disgustaba; pero nunca me dijo nada... Tenía buena figura y unos aires de caballero como los tienen pocos... Mamá y papá hechos unos tontos con aquella esperanza... ¡qué inocentes! Es muy lagarto ese hombre. ¡Casarse conmigo! Sí, para mí estaba. A lo mejor, meses y meses sin parecer por aquí. Yo me acordaba de él y de cuando venía a casa; como que al verle entrar nos quedábamos todos turulatos y nos parecía que entraba por esa puerta la Divina Majestad... Pues como te digo, dejó de venir. En aquel tiempo conocí a Fenelón; fue mi novio y me pidió. Mamá tenía todavía ilusiones; papá se había curado de ellas. Nos casamos... ¿Pues creerás que al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme la corte por lo fino?».
Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, según el interés y asombro que mostraba.
«Pues verás. Fenelón era un bendito; de estos que juzgan a todo el mundo por sí mismos, y que no ven el mal aunque se lo cuelguen de la nariz. No se enteraba de la persecución, y yo pasando la pena negra. ¡Ay hija, qué peligro tan grande! Siempre que salía, ¡pin!, me le encontraba. Yo no sé... parecía que me olía como los perros huelen la caza. Una tarde que llovía, me cogió y casi a la fuerza me metió en su coche. Estuve a dos dedos del abismo, casi a dedo y medio; pero no, no caí. ¡Dios mío, qué hombre!, es absurdo».
— ¿Pero tú le querías? — preguntó la de Rubín, que con la idea del querer resolvía todos los problemas.
— Yo... te diré... me pasaba una cosa particular. Temblaba siempre que nos encontrábamos... le tenía miedo, y... de ti para mí, me gustaba. Pero, lo que yo digo, ¿por qué no se casó conmigo?
— Claro. — Yo le hubiera querido mucho, y no le habría faltado por nada de este mundo. Pero estos hombres, ¡qué malos son, pero qué malos! Pues verás. Me voy a Burdeos con mi marido, pasan meses y meses, llega el verano y nos vamos a pasar una corta temporada en Royan, un pueblo de baños de mar. Pues, hija, estaba yo una tarde en el muelle viendo desembarcar a los pasajeros que venían en el vaporcito de Burdeos, cuando me veo al primo Moreno. Me quedé... ¡ay!, no te quiero decir nada.
— ¿Y tu marido estaba contigo?
— No; ese es el caso. Fenelón había ido a París a hacer compras. En París estaba Moreno, le vio... y chitito callando se fue a Royan, sabiendo que me cogía sola y descuidada. Descuido fue, que aquella vez, hija, no pude zafarme como cuando la del coche... ¡Ay!, estas cosas te las cuento a ti, porque sé que eres callada y no me has de hacer traición. ¡Si mamá lo supiera...! En fin, que el muy tunante se divirtió todo lo que quiso, y después la del humo. Llegó el 70, y al pobrecito Fenelón le mataron esos infames prusianos. Fue un dolor... ¡ah! por ser valiente, ¡por empeñarse en salir en una descubierta! Era un hombre tan patriota, que por salvar a su querida Francia, habría dado él cien vidas que tuviera... Pero vamos al otro, a ese solterón estragado... Cuando enviudé, dije: «Pues ahora, si de veras le gusto...». ¡Quia! Me le encontré en Madrid al año siguiente, y como si tal cosa. ¿Creerás que me dijo algo de amor? ¿Creerás que se acordaba de cumplir las promesas que me había hecho? Buen cumplimiento nos dé Dios. Hija, frialdad igual no he visto. Te aseguro, que me dan ganas, por ejemplo, de clavarle un puñal... Cierto que me ofreció lo que yo quisiera para establecerme... pero no quise tomar nada de aquellas manos. ¡Monstruo! Cuando le dio al primo Pepe el dinero para la gran tienda, puso por condición que me había de colocar al frente de las labores... Pero no se lo agradezco, palabra de honor, no se lo agradezco...
— A tu primo no le gustan más que las casadas.
¡Valiente tuno! — dijo Fortunata moviendo la cabeza, como quien comprende tarde lo que debió de comprender antes.
— Estos solterones vagabundos y ricos son así... Están viciosos, estragados, mimosos; y como se han acostumbrado a hacer su gusto, piden mediodía a catorce horas. Ahí le tienes ya, aburrido, enfermo; no sabe qué hacerse; quiere calor de familia y no le encuentra en ninguna parte. Bien merecido le está; me alegro. Que lo pague. Y para mayor desgracia, se engolosina ahora con Jacinta. Lo que a él le enciende el amor es la resistencia; y las que tienen fama de honradas, le entusiasman, y las que sobre tener fama, lo son, le vuelven loco. Con Jacinta debe de haber sostenido una guerra tremenda, sí, tremenda; pero al fin, ella se ha rendido, no te quepa duda. Yo fui Metz, que cayó demasiado pronto; y ella es Belfort, que se defiende; pero al fin cae también... ¡Ah!, las señas son mortales. El primo va a la casa todos los días, y la acecha cuando sale, para hacerse el encontradizo... Algunas tardes no parece por la tienda. ¿Tendrán citas? He aquí mi idea. Te juro que lo he de averiguar. Imposible que yo no lo averigüe. Aunque tuviera que perder mi colocación, aunque me quedara sin camisa que ponerme... ¡Qué infamia! Y miren la otra, la mosquita muerta, con su cara de Niño Jesús y su fama de virtud. Sí; santidades a cuarto; véase la clase. Te aseguro que el día en que esto estalle y haya la gran tragedia, será el día más feliz de mi vida. ¿Pues qué cree ese? ¿Que se puede engañar, y engañar, y engañar siempre, y burlarse de los pobres maridos? Pues ya cayó otro; solamente que ahora no da con mi Fenelón, que era un santo y no sospechaba de nadie más que de los prusianos. Ahora da con un hombre templado, tu amigo, que no se conformará con esta deshonra, ¿verdad? Te aseguro que le va a arder el pelo al tal primito con todo su mal de corazón y su extranjerismo.
Fortunata no chistó. Aquella revelación le había dejado tan atontada, cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza.
Jacinta... ¡Jesús!.. el modelito, el ángel, la mona de Dios... ¿Qué diría Guillermina, la obispa, empeñada en convertir a la gente y en ver la que peca y la que no peca?... ¿Qué diría?... ja, ja, ja... ¡Ya no había virtud! ¡Ya no había más ley que el amor!... ¡Ya podía ella alzar su frente! Ya no le sacarían ningún ejemplo que la confundiera y abrumara. Ya Dios las había hecho a todas iguales... para poderlas perdonar a todas.