Hízose todo como Catalina de Artal deseaba, sin que la gestión del buen Flórez tropezase con ninguna dificultad ni obstáculo de importancia. Notaban en él cuantos en aquella ocasión le vieron, lo mismo en las oficinas eclesiásticas, que en las casas nobles que ordinariamente visitaba una gran decadencia física, la cual parecía más grave por la pérdida de la jovialidad. Además, claramente se advertía cierta inseguridad en las ideas, y dispersión de las mismas en el momento de querer expresarlas, vamos, como si se le fuera el santo al cielo, según el dicho vulgar. No era ya el mismo hombre; en pocos días su cuerpo perdió la derechura que le hacía tan gallardo; su cara se había vuelto terrosa, sus manos temblaban, y cuando quería sonreírse, su habitual expresión afable le resultaba fúnebre. «O D. Manuel está muy malo -decían sus amigos-, o algún hondo pesar silenciosamente le mina».
Una mañana, el Marqués de Feramor le mandó llamar cuando descendía del aposento de la Condesa, y encerrándose con él en su despacho, puso la cara de las grandes solemnidades para decirle: «¡Parece mentira que nuestro querido Flórez, desmintiendo su grave carácter, se haya prestado a favorecer las increíbles extravagancias de mi hermana! Primero, la tontería de meterse a redentores de José Antonio, poniéndose en ridículo, y dando lugar al desbordamiento de las hablillas y chirigotas. No era esto bastante, y entre mi hermana y su limosnero inventan este sainetón grotesco de llevarse a Pedralba, toda la cuadrilla nazarista... porque supongo irán también las discípulas, para mayor edificación... Ya ha principiado el coro de burlas, que a mí no me afectan, no señor, porque todo el mundo sabe que permito a mi hermana lanzarse por su cuenta y riesgo a estas aventuras locas, para que encuentre en la ruina y en el ludibrio de las gentes el castigo de su soberbia».
La actitud y el lenguaje del señor Marqués eran de pontifical, según el rito inglés parlamentario y economista.
«Lo que más me duele -añadió-, es que nuestro buen amigo, en vez de poner un freno a estas que califico benignamente llamándolas extravagancias, les haya dado calor y apoyo con su autoridad...».
Al oír esto, una onda de sangre subió del corazón al cerebro del sacerdote, y la ira, que era en él, por índole y por costumbre, sentimiento casi desconocido, se encendió en su corazón súbitamente. Al querer expresarla, las palabras se le atropellaron en la boca, su rostro enrojeció, sus ojos se avivaron. Con lengua torpe pudo decir tan sólo:
«¿Tú qué sabes?... ¡Eres un necio!».
Y salió, como huyendo de sí mismo, arrastrando el manteo, la teja echada hacia atrás, murmurando incoherentes frases por la escalera abajo. Iba por la calle dando tumbos, sosteniéndose por un desmedido esfuerzo de la voluntad, y al llegar a su casa, agotado bruscamente el esfuerzo, cayó redondo en el portal. Entre el portero y dos vecinos que bajaban, levantáronle del suelo, y como cuerpo muerto le condujeron al cuarto segundo, donde vivía. El ama y la sobrina, dos mujeres simplicísimas, ambas entradas en años, que le querían entrañablemente, rompieron en estrepitoso llanto al verle entrar en tan mísero estado, y la sobrina exclamaba: «¡Virgen de la Valvanera! Ya lo dije yo. Mi tío venía mal desde la semana pasada».
Acostáronle, y como una media hora tardó en recobrar el conocimiento; mas la palabra no. El buen señor quería decir algo, y su lengua inerte no le obedecía. Acudió el médico, fuéronle aplicados los remedios elementales, y ya muy entrada la noche, después de algunas horas de reposo, pudo expresarse con mediana claridad: «No seáis tontas -dijo al ama y la sobrina, que una a cada lado del lecho le contemplaban atribuladas-, ni deis ahora en la manía de asustaros... Esto no es más que un aire. Lo cogí al salir de casa de Feramor. Ya me encuentro mejor, y con la ayuda de Dios Misericordioso y de la Virgen Santísima, mañana podré echarme a la calle. Y en caso de que determinen que ya estoy de más en este mundo inicuo, ¿qué hemos de hacer más que conformarnos todos, yo con irme a donde mi Padre Celestial me destine, según mis méritos o mis culpas, vosotras con que me vaya y os deje en paz?».
Dispuso el doctor que no se le diera conversación y se le dejara descansar toda la noche, ordenando diversas medicaciones internas y externas. A la mañana siguiente, la mejoría era bien clara, y desde muy temprano acudieron a la casa multitud de personas. Una de las primeras fue Urrea; a poco llegaron Consuelo Feramor y la de Monterones, y otras muchas señoras y caballeros de distintas categorías. Todos prodigaron al enfermo consuelos cariñosos, deseando su salud como la propia. Iban entrando en la alcoba por tandas, y reunidos después en la sala, lamentaban el repentino accidente del simpático sacerdote.
Consuelo llevó aparte a José Antonio para decirle: «Sospecho que tú y Catalina no tenéis poca responsabilidad en este arrechucho de nuestro amigo. ¡Ah!, su enfermedad arranca de la parte moral... ¿Qué... te haces el tonto? ¿No comprendes tu parte de culpa y la de mi cuñadita, esa loca que no andaría suelta si no llevara el nombre que lleva? ¿Ahora caes en la cuenta de que habéis desprestigiado a este santo varón, de que le habéis puesto en ridículo a los ojos del clero, de todos sus amigos y relaciones?».
Contestación enérgica pensó darle Urrea; pero prefirió callarse por no alborotar en casa ajena. A poco, entró Catalina de Halma, vestidita de negro, con humilde y severísimo porte, y su hermana y cuñada la saludaron con frialdad compasiva. Ella no les hacía ningún caso, ni se cuidaba de que le manifestaran este o el otro sentimiento. Cuando todos se retiraban, la Condesa expresó al ama y la sobrina su deseo de ayudarlas día y noche en aquel penoso trajín de enfermeras. Conociendo la sinceridad de la buena señora, la familia del sacerdote aceptó tan noble ofrecimiento, felicitándose de que pronto sería innecesario, porque D. Manuel mejoraría, con la ayuda de Dios. Pasó a verle Catalina, y él, regocijándose de su presencia, se excitó un poquito, presentando síntomas vagos de trabazón de lengua y de vaguedad en la ideación: «Señora mía -le dijo-, muy malito tiene usted a su limosnero. Ha sido un aire, nada más que un aire... He soñado con el recogimiento de Pedralba en que estaríamos tan bien... ¡oh, tan bien! Estos aires... son aires muy malos... La vida social... este vértigo, este bullicio, este mentir continuo... mal aire, señora... ¡Destrucción de los cuerpos, perjuicio de las almas!... Dios quiere llevarme ya. Ha visto que no sirvo... que he llegado a la vejez sin hacer en el mundo nada grande, ni hermoso, ni saludable para las almas. Mi conciencia habla y me dice: 'no hay en ti y derredor de ti más que vanidad de vanidades...'. Usted es grande, señora Condesa, yo soy pequeño tan pequeño, que me miro y no veo mayor que un grano de arena. Un aire me trae, otro me lleva... ¡Ah, la soledad de Pedralba...! Pero no, no soy digno... El señor Marqués me mira desde la altura de su necedad, y me humilla todo lo que yo merezco. ¿Qué he sido yo? Un fantasmón... No hay que desmentirme. ¿Qué hice por la salvación de las almas? Nada... ¡Y usted, que es santa, se digna venir a consolarme en mi tribulación...! ¡Cuánta bondad, cuánta grandeza! Porque nadie mejor que usted conoce mi insignificancia... Dios me dice: 'no eres nada... eres el vulgo cristiano, lo que es y no es... Vas bien vestido, y calzas bonito zapato con hebillas de plata... ¿Y qué? Eres atento en el hablar, obsequioso con todo el mundo; respetuoso de mí; pero sin amor. El fuego del amor divino es en ti un fuego pintado, con llamaradas de almazarrón como las de los cuadros de Ánimas. Llevas y traes limosnas como la Administración de Correos lleva y trae cartas... pero tu corazón... ¡ah! Yo que lo veo todo, lo he visto, lo he sentido palpitar, más que por la miseria humana, por la elegancia de tus hebillas de plata...'. Luego viene un aire... ¡Hermosa debe de ser la muerte para los que mueren en el Señor! Yo también quiero morir en Él, yo quiero, ¡yo quiero!...».
Vivamente alarmada, la Condesa se retiró de la alcoba, pensando que la mejoría del bendito D. Manuel había sido engañosa. Y firme en su propósito de desempeñar en la casa los menesteres más humildes, mientras estuviese enfermo su amigo del alma, concertó con el ama y sobrina las faenas a que debía consagrarse, resolviendo entre las tres que, pues la presencia de la señora excitaba al enfermo, sin duda por el cariño que este le profesaba, no era conveniente que entrase en la alcoba sino en los casos de absoluta precisión. Desembarazada de su mantilla, tan pronto trabajaba en la cocina, como se personaba en la sala, para recibir visitas de seglares y clérigos. Comió con las mujeres de la casa, y no quiso que le preparasen cama, pues con descabezar un sueño sentadita en una silla le bastaba. La enfermedad de su amado esposo había sido pana ella educación cumplida en aquellos trabajos y desazones, y el no dormir, el no comer, la vigilancia constante no la afectaban lo más mínimo.
Muy bien pasó la tarde D. Manuel, y a la noche llamó a sus domésticas para que le acompañasen y diesen parola, pues la costumbre, segunda naturaleza, le pedía trato social, conversación, amenidad. Catalina se escondió tras de la puerta para oírle, temerosa de que volviese a desvariar. Dijéronle Constantina y Asunción, que así se nombraban el ama y sobrina, que ya podía darse por restablecido de aquel arrechucho, y que le bastaría media semanita de descanso para poder entregarse nuevamente a sus habituales quehaceres. A lo que respondió el clérigo con serenidad: «Puede que tengáis razón; pero por sí o por no, yo me pongo en lo peor, y si me apuráis mucho, digo que en lo mejor, o sea la muerte, fin de esta vida miserable y principio de la eterna».
Como ellas dijeran que siendo él un santo, nada podía temer, ahuecó la voz para contestarles: «Ni yo soy santo, ni ustedes saben lo que se pescan, pobres rutinarias, pobres almas sencillas y vulgares. Estoy a vuestro nivel... no, digo mal, a un nivel más bajo. Porque vosotras habéis padecido: tú, Constantina, con la mala vida que te dio tu marido; tú, Asunción, con tus enfermedades y achaques dolorosos. Vosotras habéis tenido ocasión de perdonar agravios, yo no. Vosotras habéis sufrido escaseces cuando no estabais a mi lado; yo he vivido siempre en mi dulce y cómoda modestia, sin carecer de nada, bien quisto de todo el mundo, niño mimoso y predilecto de la sociedad. Vosotras habéis luchado, yo no, porque todo me lo encontré hecho. No me llaméis santo, porque hacéis befa de la santidad aplicándola a quien tan poco vale».
Echáronse a llorar las dos mujeres, y le invitaron a variar de conversación, pues aquella no era la más propia de un enfermo de la cabeza.
«No, no -dijo Flórez, encalabrinándose-. De esto precisamente quiero hablar yo. Soy una pobre medianía; pero abdicando en este trance mis ridículas pretensiones, y pisoteando delante de vosotras, y delante del mundo entero, mi orgullo, me entrego a la misericordia de mi Padre Celestial, para que haga de mi insignificancia lo que quiera. Mi alma no se ennegrece con pecados infames, ni se abrillanta con heroicas virtudes. Soy lo que el lenguaje corriente llama un buen hombre. Soy... simpático... ¡ja, ja!, simpático. En el mundo no quedará rastro de mí, y lo mismo que es hoy la sociedad, habría sido si Manuel Flórez y del Campo no hubiera existido en ella. ¿Cómo llamáis santo a un hombre que se enfada, aunque no mucho, cuando alguien le molesta? ¿A ti, Constantina, no te he reñido alguna vez porque la sopa estaba fría, o el chocolate muy caliente, o el arroz pegado, o el café poco fuerte? Ya ves: ¡qué santidad es esa, ni qué...! Y tú, Asunción, ¡buenas roncas te has llevado..., porque las hebillas de mis zapatos no estaban bien relucientes! Ya ves: ¡como si el que relucieran o no las hebillas importara algo!... Si os apuráis mucho por lo que os estoy diciendo, os confesaré que en mi esfera, una esfera que parece amplísima y es muy reducida, he hecho todo el bien que he podido, y que mal, lo que es mal, no lo hice nunca a nadie a sabiendas. Pero de eso a que yo sea nada menos que santo, como vosotras creéis, pobres tontas, hay mucho camino que andar... Los santos son otros, el santo es otro... Y de eso que dice el vulgo de que ahora no hay santos, me río yo... Los hay, los hay, creedlo porque os lo afirmo yo... Pero no me tengáis a mí por tal, grandísimas babiecas; y si no, contestadme: ¿qué méritos extraordinarios veis en mí?... ¿qué infortunios y trabajos han templado mi alma, qué injurias he tenido que sufrir y perdonar, qué grandes campañas por el bien humano y por la fe católica han sido las mías? ¿Acaso fui perseguido por la justicia, y tratado como los malhechores? ¿Por ventura me han ultrajado, me han escarnecido, me han llenado de vilipendio? ¿Es tribulación andar de casa en casa, festejado y en palmitas, aquí de servilleta prendida, allá charlando de mil vanidades eclesiásticas y mundanas, metiéndome y sacándome con achaque de limosnitas, socorros y colectas, que son a la verdadera caridad lo que las comedias a la vida real? ¡Ah!, si lloráis por verme rebajado de esa categoría en que vuestra inocencia quiso ponerme, llorad, sí, llorad conmigo, lloremos juntos, para que el Señor tenga piedad de vosotras y de mí, y nos iguale a los tres en su santa gracia».
No dijo más, porque el ama y sobrina, limpiándose el moco, y sobreponiéndose a su acerba pena, le exhortaron para que callase y no pensara cosas que al Divino Jesús y a la Virgen habían de serle desagradables. Buena era la humildad; pero no tanto, Señor...