Dirigiéronse hacia la casa rectoral, escoltados por los que de paseo venían con D. Remigio, y este hizo el gasto de conversación por el camino, dedicando un sentido recuerdo a la memoria del santo D. Manuel Flórez, y condoliéndose de lo triste y solo que con tal desgracia se habría quedado el tío Modesto. En la puerta se despidieron afectuosamente los acompañantes, y D. Remigio y su improvisado amigo entraron.
«¡Valeriana, Valeriana! -gritó el curita desde la puerta, y habiendo comparecido una mujer gruesa y tan entrada en años como en carnes, le dijo:- Este es el caballero que esperábamos, o que creíamos ver llegar de Madrid hoy, mañana o pasado. Cenaremos pronto, Valeriana, que el señor, diga lo que quiera, trae un apetito muy regular. ¿Verdad que sí?».
Dio las gracias Urrea cortésmente, añadiendo con cierta timidez que su deseo era llegar pronto a Pedralba...
«Tenga usted calma... y váyase convenciendo de que está secuestrado -le dijo el clérigo con ese humorismo hospitalario que suelen emplear los ricos de pueblo-. ¿Creía usted que yo le iba a soltar tan pronto? Está fresco el señor de Urrea. Mire usted: ya es de noche, y no tenemos luna; el camino de aquí a Pedralba es muy malo para ir a pie, y a caballo no puede ser, porque hoy el chico del alcalde me llevó la jaca a Torrelaguna, y esta es la hora que no ha vuelto. Con que resígnese, y mañana con la fresca saldrá usted, acompañado de este cura, que también tiene que visitar a la señora Condesa».
¿Qué remedio tenía el impaciente viajero más que conformarse con la voluntad de Dios, representado en aquella ocasión por el bondadoso y vivaracho D. Remigio? Entraron en una sala espaciosa, lugareña, clerical, de paredes blancas, descubiertas las añosas vigas del techo, limpia, oliendo a iglesia y a pajar, con diversos objetos religiosos de adorno, enfundados en tul color de rosa para defenderlos de las moscas. Trajo una lámpara la niña del ama, pues era ya casi de noche, y D. Remigio hizo sentar a su huésped en el largo sofá de Vitoria con colchoneta de percal rojo rameado, ocupando él un sillón verde, cubierto en brazos y respaldo por estrellas de crochet. Frente a frente los dos, pudo Urrea observar la fisonomía del buen curita, el cual era hombre como de treinta y cinco años, de poquísimas carnes, mediana estatura, con la cabeza y manos siempre en movimiento, pues no hablaba con ellos menos que con la voz. En su rostro descollaba una nariz pequeña, picuda y roja, en cuyo caballete se apoyaba malamente la montura de las gafas, y quedando entre estas y los ojos mayor espacio del conveniente, tan pronto bajaba el hombre la cabeza para mirar por encima de los vidrios, como la alzaba para mirar por ellos. La pequeñez de la nariz le obligaba a llevarse la mano a las gafas tres o cuatro veces por minuto, no porque se cayeran, sino porque entre mano, nariz y anteojos había esta instintiva señal de inteligencia. Todo el rostro era un poquito encendido de color, y las orejas más, y su mirada revelaba agudeza, penetración, y un natural bondadoso tolerante. Urrea encontró en D. Remigio extraordinaria semejanza, salva la edad, con la fisonomía expresiva, inolvidable, de D. Juan Eugenio Hartzenbuch. Y en el curso de la conversación, entrando ya en confianza, se aventuró a decírselo. Echose a reír D. Remigio, y le contestó: «Otros han hecho la misma observación. Indudablemente me parezco al ilustre poeta, al gran erudito y académico, honra y prez de las letras españolas. Es un triste honor para mí, porque el parecido del rostro patentiza más la desemejanza intelectual entre hombre de tan relevante mérito y esta modestísima personalidad».
— ¡Oh!, no se achique usted, amigo mío -le dijo Urrea, saliendo al encuentro de aquella modestia, un poquito afectada-. Ya sabemos, ya sabemos lo que usted vale...
— ¡Por Dios, Sr. de Urrea!... Y aunque algo valiera un hombre, más por el estudio que por dotes naturales, ¿de qué le sirve en este rincón del mundo, en este destierro...?
Con la presteza del pájaro que salta de un palito a otro en la estrechez de su jaula, saltaba D. Remigio de un asunto a otro en la conversación. «¿Pero no sabe, Sr. de Urrea? -dijo levantándose del sillón para sentarse en el sofá-. ¿No sabe a quién tengo de huésped desde hace dos días? ¡Qué sorpresa le voy a dar! ¿No adivina?».
— No señor.
— Pues al mismísimo padre Nazarín.
Urrea saltó de su asiento, y lo mismo hizo don Remigio, que al levantarse, impuso silencio a su huésped, diciéndole en voz baja: «Vamos a verle y observarle sin que él se entere. Venga usted conmigo».
Llevole por un pasillo de recodos, al extremo del cual había una puerta de cuarterones, pequeña y fuerte. La claridad de la cocina, que en uno de los huecos de la izquierda se denunciaba con picantes olores, permitíales recorrer sin tropiezo aquella parte de la casa, que por su irregularidad era un modelo de arquitectura villanesca. Antes de llegar a la puerta, que a Urrea le pareció desde el primer momento misteriosa, D. Remigio secreteó algunas explicaciones en el oído de su huésped. «En este cuarto, que mi antecesor destinó a la cría de palomas, he instalado yo mi modestísima biblioteca. Aquí tengo a mi hombre. Por esta mirilla, que hay en la tabla, fíjese bien, como del vuelo de un duro, puede usted verle...».
El débil rayo de luz que salía por la mirilla a José Antonio, que, aplicando los ojos, vio una estancia, cuya capacidad no pudo apreciar, y en el centro de ella, junto a una mesa, frente a la puerta sentado, un hombre... La luz de un candilón de dos mecheros, de los que ya son arqueológicos, le iluminaba la cara, que al pronto el observador no reconoció. Era un clérigo, vestido exactamente como D. Remigio, con gorro de terciopelo y sotana. Hojeaba un grueso librote, y después de fijar su atención y su dedo índice en una página, escribía rápidamente en cuartillas colocadas sobre el mismo libro.
«Pero no es...» murmuró el forastero apartando su rostro de la mirilla.
Díjole el cura que se fijase bien, y en efecto, después de mucho mirar, José Antonio reconoció y diputó al clérigo de la biblioteca por el padre Nazarín en persona.
Cogiéndole de un brazo, D. Remigio volvió a conducir a su huésped a la sala, para poder hablar con libertad, y antes de llegar a ella le dijo:
«Claro, ha tardado usted en reconocerle, porque se lo figuraba como le conoció en Madrid, con barba, y el traje de mendigo seglar. Así nos le trajo aquí doña Catalina. Con franqueza, yo tenía curiosidad vivísima de ver a este hombre, porque conozco el libro que de sus inauditas aventuras cristianas anda por ahí, he leído también en la prensa mil informaciones acerca del proceso, y así, en cuanto supe que había llegado el tal, me planté en Pedralba con mi amigo Láinez, el médico del pueblo. ¡Figúrese usted nuestro asombro, Sr. de Urrea, cuando le hablamos, y advertimos en él discernimiento claro, serenidad pasmosa, y una mansedumbre evangélica, de la cual creo que no hay otro ejemplo! Claro que a pesar de estas señales, la locura existe. Algo tiene el agua cuando la bendicen, y por algo los señores facultativos y la Audiencia le han declarado irresponsable de las extravagancias que constan en el proceso. Pero a pesar de todo, Sr. de Urrea, este hombre ha llegado a interesarme, le he tomado cariño en los pocos días que ha que nos tratamos, y... qué sé yo, no le tengo por cosa perdida, ni mucho menos. La piedad angelical de la señora Condesa, y nuestra modesta cooperación, triunfarán de la malicia que se ha infiltrado invisible en el cerebro de este buen señor, y le devolveremos sano y equilibrado, a la Iglesia militante, en la cual, o mucho me engaño, o puede ser un elemento, sí señor, un elemento de grandísima valía».
— Pero esta transformación...
— A eso voy. Con mil artificios traté yo, en mis primeras visitas a Pedralba, de despertar en él soberbia, y no lo pude conseguir, no señor. Creíamos todos que se quejaría de los que en una u otra forma le han traído a mal traes de algunos meses acá. Nada de eso. Ni contra la curia, ni contra la prensa, ni contra nadie ha pronunciado la más leve recriminación, ni tiene por cruel o injusto lo que con él se ha hecho. Esto es muy raro, ¿verdad? Laínez me decía: «Es muy extraño que no observemos en él ni el menor destello de delirio persecutorio, que es uno de los síntomas primordiales...». Si delirio es el amar sin restricción alguna, y ponderar y encarecer como mercedes los ultrajes que ha recibido, ahí puede estar el principio de la desorganización cerebral. Le digo a usted que este caso los tiene pasmados.
— Realmente.
— Pues verá usted. Por buscarle las vueltas, le digo: «Padre Nazarín, gran violencia será para usted no poder salir ahora descalzo y harapiento por los caminos». Contestación: «Para mí, Sr. D. Remigio, no es violencia ningún estado que se me imponga por quien debe y puede hacerlo. Pedí limosna cuando creí que debía vivir como los más desdichados y menesterosos. Dios, en mi corazón, me ordenaba hacerlo así, y ninguna ley humana me lo prohibía. Pero al mismo tiempo que la pobreza, o antes quizás, Dios me ordena la obediencia. Yo vagaba en libertad. La ley humana me cortó el paso, y me mandó que la siguiera. Obedecí. Sometime sin réplica a cuanto de mí quisieron hacer. Contesté con verdad a cuanto me preguntaron. Conforme me hallaba de antemano con la sentencia que contra mí se pronunciara, fuera la que fuese. Determinaron que soy un enfermo. Diéronme a escoger, para mi reposo, entre un asilo y la morada patriarcal y campestre de la señora Condesa de Halma, y preferí esto. Aquí me tienen dispuesto, hoy como ayer, a la suma obediencia. La señora doña Catalina, y usted, señor cura, por delegación de la ley eclesiástica, que ahora sustituye a la civil en mi castigo, enmienda o curación, pues de todo habrá en ello, son los dueños de mis acciones y de mi vida. No soy libre, ni quiero serlo, si los que saben más que yo deciden que no debe dárseme libertad».
— Es extraño, sí...
— Pues verá usted. Digo yo: «Amigo Nazarín, si la señora Condesa lo consiente, ¿se decide usted a venirse conmigo unos días a mi modesta casa de San Agustín?». Contestación: «Yo no decido nada. Voy a donde me lleven».
— Como el loro del cuento.
— Exactamente. Con licencia de la señora, me le traje aquí, y por el camino se me ocurrió tantearle en teología. Un asombro, señor de Urrea. Se expresa con sencillez, sin énfasis doctoral ni literario, y tan fuerte está el hombre, que por más que quise no pude cogerle en tanto así de falsedad lógica o desliz herético. En sus opiniones, ni el menor asomo de demencia, mi Sr. de Urrea, de donde yo deduzco, y en ello conviene conmigo el amigo Láinez, que el desvarío, si existe, no radica en la parte de los espacios cerebrales que sirve como de vehículo a las ideas, sino en aquella otra por donde pasa todo este torrente de las acciones, de la conducta, Sr. de Urrea. ¿Es esto claro?
— Sí. Pero la transformación personal...
— A eso voy.
(El ama anunció que estaba dispuesta la cena.)
«Ya vamos. Pues cuando llegó aquí, le digo: «Si es verdad que yo mando y usted obedece, amigo Nazarín, ahora mismo se va usted a afeitar, y a vestirse con mi ropa». Pues tan conforme. Yo mismo le afeité. Fue una risa... Y mi modesta ropa y mi calzado, Sr. de Urrea, le vienen como hechos a la medida. Cuando se lo ponía, le digo: «¡Cómo extrañará usted la sujeción de esta ropa civilizada, hecho ya el cuerpo a su pergenio salvaje, y bíblico, según los periodistas!». ¡Vaya que llamar bíblico...! ¿Pues qué cree usted que me contestó?
— (Señor cura -vino a decir el ama-, que la cena se enfría.)
— Contestaría que el hábito no hace al monje.
— Vamos al instante... Y que él no ha fijado nunca la atención en las diferencias entre estos y los otros vestidos. Dijo más... Señor de Urrea, pasemos a mi modesto comedor... Palabras textuales: «El vestido que usted llama salvaje, señor don Remigio, no lo tenía yo por indecoroso en mi vida errante y entre gente pobrísima. Pero esto no quiere decir que lo prefiera yo sistemáticamente a todos los demás estilos y maneras de cubrir el cuerpo, porque sería afectación, y la afectación, gracias a Dios, no cabe en mí».
— Lo mismo nos dijo un día en el Hospital, cuando los periodistas y otras muchas personas que íbamos a verle, nos permitíamos interrogarle... Palabras textuales: «Vean en mí cuanto quieran, señores míos; pero la afectación, por más que miren, no la verán jamás».