CASANDRA y DOÑA JUANA.
CASANDRA.- (Avanza al encuentro de DOÑA JUANA.) Señora...
DOÑA JUANA.- Casandra, hija mía... Deseaba mucho conocerte... Siéntate. (Se sientan las dos a un lado y otro de la mesita.) Veo que no exageran los que tanto alaban tu hermosura.
CASANDRA.- Gracias, señora.
DOÑA JUANA.- (La examina con el impertinente.) Dios ha querido darte la belleza física en su mayor grado. Si en el mismo punto tuvieras la belleza moral, no serías mal prodigio... Por mi edad podré tomarme la licencia de hablar con toda franqueza.
CASANDRA.- Sin duda.
DOÑA JUANA.- Pues te diré que ese vestido colorado y ese sombrero no son lo más propio para una mujer de juicio.
CASANDRA.- (Gravemente.) Este vestido es el mejor que tengo; el único presentable, debo decir. Me lo regaló Rogelio al entrar la primavera. Pensé hacerme otro gris o azul marino; mas no he podido pasar del deseo... Me puse a economizar... llegué a reunir una corta cantidad... que fue preciso aplicar a cosas más urgentes.
DOÑA JUANA.- A compromisos de Rogelio quizá... Claro, con ese desorden no extraño que sean insuficientes los cien duros que os doy cada mes... ¿Qué irás explicarme...?
CASANDRA.- Mucho más de la mitad de esos cien duros tengo que dedicar a las deudas de Rogelio...
DOÑA JUANA.- ¡Jesús, Jesús! ¡Infame libertino es el hombre con quien vives!... Tú y él condenados sois, muy difíciles de redimir.
CASANDRA.- (Soltándose en el pensar y el decir.) No es malo Rogelio, señora. Está usted en un error, del que yo quisiera sacarla.
DOÑA JUANA.- Es para mí la encarnación de una deslealtad que me hirió en lo más vivo. Mi esposo... se dejó enloquecer por la gracia desvergonzada de una mujer que cantaba coplas obscenas y alzaba la pata con indecencia en un teatrucho...
CASANDRA.- Señora, si para usted pasaron ya esas amarguras, ¿a qué viene recordarlas?
DOÑA JUANA.- Lo que acabas de oír no te atañe por ti misma, pobre criatura insignificante, sino por algo que de ello se deriva... Yo tengo un plan... un plan de reparación... Antes de realizarlo he querido verte y tratarte. Vamos a nuestro asunto. (CASANDRA es toda curiosidad.) Respóndeme... háblame como hablarías al confesor... ¿Amas verdaderamente a Rogelio?
CASANDRA.- Por lo que de él he dicho, comprenderá usted cuánto amo a Rogelio.
DOÑA JUANA.- ¿Qué has encontrado en ese perdido? ¿Qué prendas, qué cualidades has visto en él?
CASANDRA.- (Resplandeciente de ingenuidad.) Sus desdichas, el vivir suyo solitario, sin familia ni afectos; su corazón bueno, que le sale a la boca cuando habla; su gallardía y el fuego de su imaginación.
DOÑA JUANA.- ¡Cuánta baratija, sin ninguna joya entre ellas!... ¿Puede ser eso causa de verdadero amor?
CASANDRA.- (Vehemente.) Señora, yo le juro...
DOÑA JUANA.- No jures, que es pecado.
CASANDRA.- Yo tengo el orgullo de decir que...
DOÑA JUANA.- (Cortándole la palabra.) No seas orgullosa, que también es pecado... Respóndeme a otra pregunta: ¿ha sido Rogelio tu primer amor?
CASANDRA.- (Suspensa y grave.) Primero y único. Pensar otra cosa es ofenderme.
DOÑA JUANA.- No hay ofensa en lo que te digo... Estás enamoriscada, encandilada, como quien dice, con los resplandores, con las desdichas y el hablar gracioso de ese hombre... Pero no me sorprenderá que el mejor día te canses de sus vicios y de sus dicharachos y traslades tus entusiasmos a otro... más bonito o más feo, más formal o más pillo... a otro cualquiera, en fin, de los muchos que hay.
CASANDRA.- Sin quererlo, señora, usted me ofende más con esa explicación. Yo respeto a usted... la respeto sin olvidar mi dignidad y el respeto que me debo a mí misma.
DOÑA JUANA.- Está muy bien, está muy bien que te respetes. Eso me gusta... Yo vuelvo a decirte que no fue mi ánimo lastimarte. (Examinándola con el impertinente, se levanta y da una vuelta en derredor de CASANDRA, que también se pone en pie.) Pero también debo decir que el tipo de tu hermosura de museo, que es algo de hermosura pública para recreo de la muchedumbre; la arrogancia de tu actitud y de tu mirada, parecen... no digo que sean... parecen revelar a la mujer enamorada de sí propia y atenta no más que al arte de agradar... de esas que no ven en la vida más que un perpetuo motivo de lucimiento... (Notando que CASANDRA se enoja más.) sin que esto quiera decir que sean malas... Dios me libre... ¿Qué? ¿También esto es ofensivo?
CASANDRA.- (Sollozando.) Sí, señora: y tanto, que le pido permiso para retirarme. (Aléjase hacia el fondo.)
DOÑA JUANA.- (Buscando la atenuación festiva.) Vamos... ya una persona experimentada, cargada de años y de autoridad, no puede aventurar una opinión sobre estas mocosas. (Autoritaria.) No te doy permiso para retirarte... Basta de mimo... No es para llorar... Siéntate, que aún tengo mucho que decirte. (Coge a CASANDRA de la mano y la obliga a sentarse.) Vamos, siéntate... (CASANDRA se sienta.) Ya no hablo más de Rogelio... Hablaré de ti misma. Dime otra cosa. Era lo primero que pensé preguntarte y se me fue de la memoria... Ese nombre tuyo de Casandra, ¿es nombre cristiano?
CASANDRA.- No sé, señora... Por cristiano lo tuve siempre.
DOÑA JUANA.- Yo no he visto en las Vidas de los santos ni en ninguna relación de mártires el nombre de Casandra... Sólo recuerdo haberlo visto en algún novelón... no sé si en una tragedia.
CASANDRA.- (Turbada, sin saber qué decir.) Pues... no sé... Ahora recuerdo que una vez pregunté lo mismo a mi padre... y mi padre me dijo que había una Santa Casandra...
DOÑA JUANA.- Como buen escultor, se guiaba por algún almanaque gentil. Dime otra cosa: ¿te enseñó alguien la doctrina?...
CASANDRA.- (Insegura en la respuesta.) Sí... creo... Sí, señora... algo... me enseñaron.
DOÑA JUANA.- ¿Nada más que algo? ¿Tu madre?...
CASANDRA.- Yo no conocí a mi madre. Cuando murió tenía yo diez meses. Las criadas de mi casa me enseñaron a rezar, y luego en el colegio... Doctrina y mucha Historia Sagrada, que se me ha olvidado.
DOÑA JUANA.- ¿Y tu madre...? Perdona esta pregunta, que es penosa, pero necesaria... Tu madre... ¿estaba casada con tu padre?
CASANDRA.- (Turbada.) Sí... no... no sé... ¡Ah! Ya me acuerdo... Se casó cuando estaba malita... para morirse.
DOÑA JUANA.- Vamos... menos mal. Llénate de paciencia para responderme a otra pregunta. Tu madre... ¿qué era?
CASANDRA.- (Sofocada.) ¿Cómo que... qué era? Era... mi madre.
DOÑA JUANA.- Quiero decir que cuál era su clase y condición... ¿No lo sabes, o no quieres decirlo? (Pausa.)
CASANDRA.- No lo sé.
DOÑA JUANA.- ¿Era tu madre de clase humilde?... Acaso... acaso fue criada de tu padre... modelo de tu padre.
CASANDRA.- No sé... (Balbuciente.) No me pregunte usted cosas que ignoro... y... que son para mí sagradas, desconociéndolas.
DOÑA JUANA.- Quizá tu padre... esto es un suponer... conoció a tu madre en alguna fiesta pública o privada... quizá en algún lugar adonde van los hombres en busca... de alegría, de libertad.
CASANDRA.- (Defendiéndose con la sinceridad.) Mi padre, al hablar de mi madre, no me ha dicho más sino que era muy hermosa. Retratada la tenía en varios bustos y figuras.
DOÑA JUANA.- (Implacable.) ¿Desnudas?
CASANDRA.- El busto de mi madre no tiene más que... hasta aquí... (Marcando el seno.) y esto vestido.
DOÑA JUANA.- Pero la representaría tu padre en otras figuras.
CASANDRA.- Sí, señora... Había en el estudio muchas que a mi madre se parecían: una Diana, una Astarté.
DOÑA JUANA.- ¿Es cierto que has pasado toda tu infancia en el estudio de tu padre? Alguna vez también tú servirías de modelo.
CASANDRA.- Alguna vez.
DOÑA JUANA.- (Después de una pausa.) ¿Desnuda?
CASANDRA.- ¡Ay, no!
DOÑA JUANA.- No te ofendas. Dicen los artistas que, en la estatuaria, la desnudez es honesta, casta... ¡Qué cosa más rara!
CASANDRA.- Por honesta la tenía yo. Pero mi padre no me desnudaba cuando yo le servía de modelo. Una vez me puso para el grupo alegórico de un sepulcro... Yo representaba la Inocencia.
DOÑA JUANA.- (Irónica.) ¡Famosa inocente serías! Y dime otra cosa: ¿tu padre no te llevaba a la iglesia, a misa, a confesar?...
CASANDRA.- (Declarando penosamente.) No... señora... no me llevaba. Ya ve usted con qué sinceridad le respondo... Mi padre... era... poco creyente... o lo decía. En general, los hombres... apenas creen.
DOÑA JUANA.- (Sarcástica.) ¡Vaya, vaya! Has aprovechado bien la edad inocente.
CASANDRA.- Muerto mi padre, las tías que me recogieron y con quienes viví muy mal, no me hablaron nunca de cosas de fe ni de doctrina. Abandoné todo acto religioso y... (Se interrumpe temerosa.)
DOÑA JUANA.- (Iracunda.) Acaba... Aún te falta lo peor, lo más ignominioso... Que te uniste a Rogelio sin ley ni religión, casamiento de animales... que con él has vivido en las tinieblas del ateísmo! ¡Qué horror!
CASANDRA.- Me pide usted la verdad... se la doy... Desde que me uní a Rogelio, los afanes de cada día me embargaron la voluntad de tal modo, que no he tenido tiempo para pensar en cosa distinta de las realidades de la vida.
DOÑA JUANA.- ¡Desgraciada!... No sé cómo tengo paciencia para oírte. Y ¿es cierto, como dicen, que tus hijos no están bautizados?
CASANDRA.- Lo están, señora, aunque Rogelio diga lo contrario y de ello se envanezca. Yo les mandé secretamente a la pila del bautismo... sin que Rogelio se enterase. Es la única cosa... puede creérmelo, señora... la única cosa en que le he engañado.
DOÑA JUANA.- (Agriamente.) ¡Tu único engaño!... El bautismo de tus hijos, administrado con sigilo y vergüenza, no me inspira confianza. Será forzoso renovar el sacramento. Yo me encargo de eso.
CASANDRA.- Como usted quiera.
DOÑA JUANA.- (Con sequedad.) Has de saber que, aunque no amo ni estimo a Rogelio, es mi ánimo protegerle, aliviar su vida.
CASANDRA.- Hará usted una buena obra.
DOÑA JUANA.- Hágola por mandato de mi conciencia, cumpliendo la voluntad de mi esposo... Rogelio ama las riquezas... las tendrá. Escoria es el oro; escoria humana, sois vosotros... Arrastraos por el suelo hasta que os barra la muerte.
CASANDRA.- (Afanada, medrosa.) No nos maldiga, señora... Deseo que Rogelio sea mi marido con posición o sin ella. Lo mismo le amaré rico que pobre. Pobre le amé: mi vida es suya, y lo será siempre, siempre, aunque lleguemos a la miseria, a la mendicidad.
DOÑA JUANA.- (Irónica.) Muy bien... Veo que tienes más mundo de lo que yo creía. Sabes tomar actitudes airosas... De casta le viene al galgo... Dígolo porque conservas los hábitos de escultura, de modelo de estatuas...
CASANDRA.- (Afligida.) En mí no ve usted más que la estatua de la mujer ambiciosa, deshonrada y sin juicio.
DOÑA JUANA.- No es eso, no. Estatua o mujer, me inspiras compasión. Yo miraré por ti.
CASANDRA.- (Llorosa.) Lo agradezco, señora... y si le parece bien, daremos la audiencia por terminada. (Se levanta.)
DOÑA JUANA.- Como gustes. A mí no me molestas. ¿Tienes que hacer en tu casa?
CASANDRA.- Sí, señora.
DOÑA JUANA.- Yo te ampararé... (Fríamente.) Ten confianza en mí... Recibirás aviso para que vuelvas a verme y hablemos otro poquito... En mí tendrás la mejor consejera, la maestra más cariñosa. (Levántase.)
CASANDRA.- ¡Maestra!
DOÑA JUANA.- Yo te guiaré en tu camino doloroso.
CASANDRA.- (Sin comprender.) ¡Caminos dolorosos! ¿Cuáles son? ¿Iré por ellos?
DOÑA JUANA.- Todos los caminos del mundo son dolorosos, cuando no conducen al fin infinito...
CASANDRA.- (Con vago mirar, hablando sola.) Tristeza sin fin...