ISIDORA, DON SANTOS, ALEJANDRO.
ALEJANDRO.- (Entreabre la puerta de la derecha, y se asoma.) Isidorilla, ¿puedo entrar?
SANTOS.- Pase, pase.
ALEJANDRO.- (Entrando.) ¡Ah...! Está aquí don Santos.
ISIDORA.- ¿Has recibido...? (Afectando vergüenza.)
ALEJANDRO.- Pero, vida mía, ¿por qué no me lo dijiste esta tarde?
ISIDORA.- No me atreví... Me daba vergüenza...
SANTOS.- Es muy vergonzosa...
ALEJANDRO.- ¡Tontuela!
ISIDORA.- ¿De modo que accedes...?
ALEJANDRO.- Ahora mismo.
ISIDORA.- ¿Tienes ahí tu libro de cheques...?
ALEJANDRO.- (Sacándolo.) Sí.
ISIDORA.- ¡Ay, qué vergüenza!... ¡No sé cómo tengo cara...!
ALEJANDRO.- Bah... Entre nosotros... (Prepárase a extender el cheque.)
SANTOS.- Alto... No puedo consentir... Esto no ha sido más que una estratagema de la niña para traerle a usted aquí, a fin de evitar...
ALEJANDRO.- (Suspenso.) ¿Qué?
SANTOS.- Conviene que sea ella quien le dé a usted la terrible noticia...
ALEJANDRO.- ¿De qué?...
SANTOS.- Señor mío, es muy triste, muy doloroso tener que decirle...
ALEJANDRO.- (Impaciente.) ¿Se burlan de mí?... ¿Pero qué hay, vive Dios!
SANTOS.- Hay... que está usted arruinado.
ALEJANDRO.- ¡Arruinado!
SANTOS.- Guevara, su amigote de usted, ha tomado las de Villadiego, dejando en la miseria a los que le habían confiado sus intereses.
ALEJANDRO.- ¿Qué dice? ¿Pero es verdad?
ISIDORA.- Sí.
ALEJANDRO.- (Aturdido y lleno de zozobra.) Quiero cerciorarme... quiero saber... (Intenta salir. ISIDORA le corta el paso.)
ISIDORA.- (Imperiosamente.) No saldrás.
ALEJANDRO.- La noticia puede ser falsa... Voy.
ISIDORA.- No lo es.
ALEJANDRO.- Quiero asegurarme...
ISIDORA.- Basta que yo lo diga. Te prohíbo salir.
ALEJANDRO.- ¡A mí!...
ISIDORA.- Sí... Que no sales te digo. Quiero que estés aquí, en mi casa... al lado mío...
SANTOS.- (Cogiéndole del otro brazo.) Al lado nuestro.
ALEJANDRO.- (Como volviendo en sí.) Dejadme salir.
ISIDORA.- ¿Para qué? Ya sabes la triste verdad. Eres pobre. Bruscamente has pasado del bienestar a la miseria.
ALEJANDRO.- (Con exaltación gradual hasta el fin del parlamento.) ¡Oh, miseria, miseria; no me tendrás, no, no! Te rechazo como castigo; te detesto como enseñanza. Pavorosa realidad, me rebelo contra ti. No tratéis de convencerme, no tratéis de conquistarme. Dios me ha hecho incompatible con la miseria; Dios ha puesto en mí la absoluta incapacidad para luchar con ella. No puedo, no puedo, Isidora. Te admiro; pero jamás seré como tú... Honrada familia, y tú, mujer amada, perdonadme todos el mal que os he hecho y que hoy no puedo remediar, hoy menos que nunca. Dejadme, dejadme en poder de mi destino; dejadme en las realidades de mi carácter; no toquéis a mi orgullo, que no admite mano de nadie; que antes quiere la muerte que la humillación. ¡Miseria, infierno de la vida, no me tendrás! Sólo caen en ti los cobardes. Yo sé cómo se libra un hombre de tus horribles tormentos... Yo me salvo, sí; soy libre, libre como el aire, como la idea. (Cae en una silla fatigado y sin aliento.)
ISIDORA.- ¡Por Dios, qué delirio!
SANTOS.- Calma, hijo mío. Eso no es propio de un cristiano.
ALEJANDRO.- (Restregándose los ojos, como quien despierta de un sueño.) ¡Pobre, miserable!... ¿Estoy soñando, Isidora?
ISIDORA.- No. Quizás es la primera vez en tu vida que estás despierto. Soñabas cuando eras rico. Has abierto los ojos a la realidad. (ALEJANDRO apoya su cabeza en la mesa, mostrando un gran abatimiento.)
SANTOS.- (Va de puntillas al lado de ISIDORA, que contempla con tristeza la actitud lúgubre de ALEJANDRO.) Esta es la ocasión, chiquilla... ¡Fuego en él!
ISIDORA.- (Desalentada.) ¡Ay, tío, qué poquita confianza tengo!
SANTOS.- Aquí de tus facultades. Yo voy en busca de tus padres. Conviene que se enteren de esto. (Vase presuroso.)