- Este hombre está muy malo - dijo Matías a sus amigos -. ¿Y qué hacemos? ¿Qué jinojo le damos?...
— Déjalo que desembaúle.
— ¡Ay, Dios mío!... ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¡Vaya un contratiempo!... Yo creí... ¡Lástima de comida! Matías, señores, yo estoy muy malo...
Esto fue lo primero que dijo Torquemada después del horrible soponcio, y si al desembaular sintió aliviada la opresión, luego le atormentaron agudísimos dolores en la región gástrica.
"Una taza de té... ¡Colasa...!".
— ¡Yo que estaba tan terne!... ¡Y me había caído tan guapamente la comida! ¿Sabéis lo que me ha hecho daño? El calor. Hace aquí un bochorno horrible... Y como hablabais todos a un tiempo, y hacíais ruido golpeando en la mesa con los vasos... ¡Ay, qué dolor! Parece que me retuercen las tripas... Digan lo que quieran, esto es natural. Porque, créanmelo: tiene uno adarmes de científico, y sabe distinguir los males naturales de los artificiales... Hay fenómenos patológicos que son obra de la Naturaleza, y otros que son el resultado de la malquerencia de nuestros enemigos. Juraría que tengo calentura. Tú, Matías, ¿entiendes de pulso?
Propusiéronle llevarle a su casa, y se resistió a ello. No podía tenerse derecho, y la cabeza le pesaba como plomo. Se la sostenía con ambas manos, apoyados los codos en la mesa.
"No voy a casa, hasta que no me pase esta desazón. El dolor ya no es tan fuerte.
Pero noto que se me escabulle otra vez la memoria. ¿Creeréis que no me acuerdo de cómo se llama mi casa?, es decir, se me ha trasconejado el nombre del muy gorrino del Duque a quien se la compré, tramposo él, pinturero él...
¡Otra! También se me ha ido el nombre de mi cochero... En mi casa estarán con el alma en un hilo, y mi... tampoco me acuerdo... esa, el cura y Donoso...
creerán que me he muerto... El caso es que tampoco me doy cuenta de por qué me entró la ventolera de salir tan de mañana. Ello debió de ser una idea repentina, un negocio urgente... Vamos, que no encuentro la concordancia... Lo que sí tengo bien clavado en la memoria es que en mi casa hay muchos cuadros, y el Massaccio, el famoso Massaccio, por el cual me ofrecían los ingleses quinientas libras, y no lo quise dar... A ver si ustedes ayudan mi memoria. ¿Salí yo porque me llamasteis para comprarme la galería que fue de aquel punto...
tampoco me acuerdo..., del papá de doña Augusta? ¿O salí porque me dio una idea sui generis, y me eché a correr sin saber lo que hacía?".
— Vete a tu casa... Váyase, Sr. D. Francisco - le dijo Vallejo, que con el susto iba recobrando el uso corriente de sus facultades mentales -. Allá estarán con cuidado.
Los otros fueron de la misma opinión, y apoyaron las razones de Vallejo, que ya quería ver su establecimiento libre de tal estorbo.
"Mi casa está muy lejos - dijo Torquemada con honda tristeza, atormentado nuevamente por agudos dolores -. No respondo yo de llegar hasta allá, ni de que no me muera por el camino. ¿Cómo me llevan?, ¿en camilla? ¡Ah!, tenéis razón: en mi coche. Ya no me acordaba de que gasto coche... ¡Vaya una gracia! Ahora mismito creía yo que vivía en la calle de la Leche, que era pobre, vamos al decir, y que no me había casado todavía con las Águilas pamplinosas. ¿Pues sabéis lo que os digo? Si me llevan, que sea a la casa de mi hija Rufina, que me quiere como a las niñas de sus ojos. Aunque, si he de seros franco, empiezo a barruntar que también me quiere Cruz, y que el presbítero... de ese nombre sí que no me acuerdo... me asegura la salvación del alma, siempre y cuando yo le dé cuenta y razón bien clara de todos los pecados que figuran en el Debe de mi conciencia, los cuales yo aseguro a ustedes que no son muchos, y si quieren que me confiese, ahora mismo lo desembucho todo..., que hoy parece día de desembuchar... ¿Con que a mi casa? Mi casa es muy grande. La estoy viendo como si hubiera salido de ella hace un minuto. Aunque vosotros sostengáis la tesis contraria, yo digo y repito que tengo una calentura lo menos de ochenta grados, que también la calentura se cuenta por grados, como el calórico de los termómetros... Yo estoy muy agradecido a vuestra fina hospitalidad, y deploro con toda mi alma que me hubiera hecho daño el menú, vulgo comida, lo cual que ha sido una tracamundana de mi estómago, pues si este se hubiera portado decentemente, a estas horas ya lo tenía yo todo más digerido que la primera papilla. Pero, en fin, otra vez será, pues para mí es un hecho incontrovertible que he de ponerme como un reloj. A este señor estómago lo meto yo en cintura pronto, y si no quiere por la buena, por la mala. El escandaloso en grado sumo que por los caprichitos de un hi de tal de estómago, esté un individuo desatendiendo sus intereses, sin poder asistir a la Cámara, donde hay tanto, tanto que ventilar, y privándose de la comida..., aunque, si me permitís manifestaros todo lo que pienso, os diré que como este órgano mío persevere en su campaña demoledora, yo lo arreglaré por el procedimiento de gobierno más sencillo y eficaz... ¿Qué creen ustedes que haré? Pues no comer. Así como suena, no comer. ¿Qué quiere ese trasto? ¿Que yo le eche comida para devolvérmela? Pues le corto la ración, vamos, que le limpio el comedero. De una plumada echo abajo todo el presupuesto de almuerzos y comidas. Verán ustedes cómo entonces se rinde, y me pide perdón, y me pide substancia. Pero no se la doy, no. No se rían. Cuando se quiere hacer una cosa, se hace. ¡Viva la sacratísima fuerza de voluntad! Cuando uno se propone no comer, no come, y yo juro y prometo que no vuelvo a comer en mi vida".
Celebraron todos la gracia, y puesta de nuevo sobre el tapete, o sobre la sucia tabla de la tabernaria mesa, la cuestión de si debía marcharse y a dónde, dijo el atribulado Marqués que le llevaran a donde quisieran, añadiendo que no podía moverse, que sus piernas se habían vuelto de algodón, y que la caja del cuerpo le pesaba como un baúl mundo lleno de piedras. Por fin, Matías y Carando le condujeron casi en vilo al coche, que arrimó a la misma puerta, y con no poca dificultad le metieron dentro, a puñados, despidiéndole todos muy corteses, y alegrándose mucho de que semejante calamidad se les hubiera quitado de encima.
Pues digo: ¡el escándalo que se armó en el palacio de Gravelinas cuando llegó el coche, y vieron el portero y otros criados al señor, tumbado como cuerpo muerto, cerrados los ojos, y echando espumarajos y hondos bramidos de su contraída boca! Inquietud muy grande había en la casa, así por lo extraño de la salida, como por la tardanza del señor Marqués. Cruz y los amigos que acudieron allá temían una desgracia. Confirmó sus temores la llegada del coche, y el lastimoso estado en que el enfermo venía. Pero sólo se pensó en sacarle del vehículo y meterle en su cama. Cuatro fámulos de los más robustos se encargaron de tan difícil operación, transportándole por galerías, escaleras y antesalas hasta la alcoba. Había perdido el sentido y no movía ni un dedo el pobre señor. Cruz mandó al instante en busca de médicos, y se acudió sin tardanza a los remedios caseros y elementales para devolverle el conocimiento, y despertar la vida, si es que alguna quedaba en aquel mísero cuerpo inerte.
Cuando arrojaron el pesado fardo sobre la cama, rebotó el colchón de muelles, como si quisiera lanzarlo fuera.
Entró jadeante Quevedo, y le examinó al punto. Antes le había examinado Donoso, que por suerte se hallaba en la casa cuando llegó el coche; pero no pudo determinar el verdadero estado de su infeliz amigo.
"Paréceme que no está muerto" - dijo Donoso al médico, temiendo una respuesta que quitara toda esperanza.
— Muerto no... pero de esta no sale.