Escena X
Tocador de Augusta. Es de noche.
AUGUSTA, doliente, recostada en un sofá; FELIPA, en pie, delante de ella.
AUGUSTA.- ¡Gracias a Dios que vienes a tranquilizarme!
FELIPA.- Dos veces estuve aquí esta mañana; pero la señorita dormía y no quise molestarla.
AUGUSTA.- ¡Dormir! No he descansado desde aquel momento terrible... No sé si esto es dormir o no; ignoro si mis impresiones son fingidas o reales; estoy como idiota, Felipa, y el temor que llena mi alma no me permite ordenar los recuerdos ni apreciar lo sucedido. Ni aun puedo formar juicio de mis acciones desde aquel instante ni de cómo vine aquí. Cuéntame lo que ha pasado después. Estoy en ascuas. ¿Qué hiciste? ¿Se ha descubierto? Dímelo todo, sin ocultarme cosa alguna, por terrible que sea.
FELIPA.- (bajando la voz.) Tranquilícese la señorita. No se ha descubierto ni se descubrirá nada. En cuanto dejé a la señorita aquí, después de lavarle las manchas de barro, y una muy chiquita de sangre que había en la manga, me volví allá. ¡Nos habíamos olvidado del sombrero, el sombrero del pobre...!
AUGUSTA.- (dando un gran suspiro.) ¡Ay!
FELIPA.- Afortunadamente, en cuanto entré, lo vi sobre una silla.
AUGUSTA.- ¿Lo tiraste a la calle?
FELIPA.- Bajé, y asegurándome de que no había nadie, le tiré junto a la valla. Después corrí en busca de mi hermana, y entre las dos lavoteamos las manchas de sangre de la alfombra, muy poquita cosa... Examinamos con remuchísimo cuidado la escalera, temiendo encontrar en ella gotas de sangre; pero no hallamos... ni esto. Los vecinos del principal, únicos que hay en la casa, como si estuviesen en Babia. No se enteraron de cosa ninguna. Verdad que el tiro retumbó muy poco. Lo habrían oído los vecinos si hubieran estado encima; pero, claro, al otro piso no llegó la bulla. Los porteros sordos, mudos y ciegos: de ellos respondo, y no hay nada que temer. Ya les pueden echar jueces. Les he prometido que la señorita les librará de quintas al hijo.
AUGUSTA.- ¿Uno, un hijo sólo?... Les libraré más: todos los que tengan.
FELIPA.- Uno tan sólo. Con esto y la gratificación, tan contentos los pobres. Son unas almas de Dios.
AUGUSTA.- ¡Ay!, habla más bajo... Tengo un miedo horrible... Mira si hay alguien en el gabinete.
FELIPA.- (que se asoma al gabinete y vuelve.) Ni una mosca. Podemos hablar sin recelo. Esta mañana, fui y ¿qué hice? Llevé allá a mi hermana con toda su chiquillería, y atesté de muebles la sala, y ya está Rafael trabajando. Quitamos primero la alfombra, desmontamos la cama, me llevé las botas, el sombrero y vestido de la señorita... saqué del pupitre los papeles, cartas a medio escribir, cigarros de él; en fin, todo lo que había me lo llevé a mi casa...
AUGUSTA.- Mejor sería que lo quemaras todo...
FELIPA.- Lo que pudiera comprometer, ceniza es ya. De la casa, tan cierto como Dios es mi padre, no sacará el juez ni tanto así de luz. Por donde puede flaquear la trama es por el lado de doña Serafina, quiero decir, que si van y averiguan que la señorita no estuvo aquella noche...
AUGUSTA.- (secreteando.) Ya está prevenida Ramona, y bien recompensada. Esta mañana vino a verme. Confío en que no me faltará. Si la curia hiciera alguna tontería, corriéndose en las averiguaciones, mi padre lo arreglará. Hablamos esta noche: no cree nada malo de mí; pero esto de que los periódicos me lancen chinitas le subleva. Es amigote del juez, y quedó en hablarle mañana mismo.
FELIPA.- (casi entre dientes.) Todo irá como en las propias manos del Silencio, y aquí el que más mira menos ve.
AUGUSTA.- ¡Ay, Felipa, qué buena eres! Lo que has hecho por mí, de ningún modo podré recompensarlo. Me serviste fielmente hasta que te casaste. Cierto que te he protegido; pero mis beneficios son muy cortos en comparación de la lealtad y la adhesión con que me los estás pagando.
FELIPA.- No hablemos de eso, Por usted me dejaría yo matar, si fuera preciso.
AUGUSTA.- (conmovida.) No merezco tanta abnegación... Déjame que llore. ¡Ay de mí! Todavía no acierto a dominar la situación en que me encuentro. A ti, que me has ayudado a ocultar mi falta, a ti que sabes la verdad de esta deshonra sin necesidad de que yo te la explique, puedo decirte a boca llena que me reconozco mala, muy mala; pero que considero el castigo desproporcionado a la culpa. Esto no puede ser castigo, porque si fuera castigo, no resultaría tan terrible. No merezco tanto, no. ¡Verle morir así, sin que en su agonía tuviera para mí una palabra de ternura...!, ¿no te acuerdas?, parecía que me despreciaba... ¡a mí que le he querido tanto, que estaba dispuesta a sacrificarle mi posición, mi honor...! El desdén con que me trató después de atentar a su vida por primera vez, me ha destrozado el alma, dejándome una herida que no se cerrará nunca. Recordarás que me dio un nombre ofensivo, ultrajante, el apodo de esa mujerzuela...
FELIPA.- El trastorno, la ofuscación... Si no supo lo que hacía, menos había de saber lo que hablaba.
AUGUSTA.- Pero la proximidad de la muerte, aun muriendo por la propia mano, aviva en el alma los sentimientos dominantes en ella. ¿Por qué no me dijo una palabra cariñosa, que yo pudiera recordar después como consuelo?
FELIPA.- No olvide usted que dijo: «Sé lo que debo hacer, y pido a Dios que me perdone».
AUGUSTA.- Eso es, perdón a Dios, y a mí que me partiera un rayo. ¿Por qué no me había de pedir perdón también a mí, aunque no fuera sino por este rastro de deshonra que tras sí deja? ¿Sabes? Hay quien dice que le maté yo. ¡Qué infamia tan estúpida!... Yo estoy muerta de pena y desconsuelo; de pena por él, porque le amé, quizás más de lo que se merecía; desconsolada porque no lo volveré a ver, porque murió queriéndome poco o nada, dejándome afligida y celosa... sí, celosa... ¡Si yo pudiera olvidar esta terrible pesadilla...! ¿Crees tú que el tiempo me hará perder la memoria? No, no hay tiempo bastante largo para borrar esto. No sé qué será de mí.
FELIPA.- (con agudeza.) El tiempo es muy bueno; trabaja sin que se sienta, y del fin de unas cosas hace el principio de otras.
AUGUSTA.- Cada hora que pasa me siento más acongojada, y padezco más. Aquella noche, cuando me dejaste aquí, la misma turbación, el terror mismo, me daban cierta energía. Creí salir del paso haciéndome la valiente. Por la mañana me vestí para ir a misa, y cuando Pepe me dio la noticia, me asusté como si fuera una novedad para mí. Hízome el efecto de ver traducida a la realidad una cosa soñada. Desde aquel momento, perdí el valor y me descompuse. Postrada en este sofá, pasé un día horrible, y tuve que dominar ante mi marido mi pena inmensa, aparentando otra pena muy distinta y menor. Fingir lo pequeño para ocultar lo grande es trabajo de prueba. Más fácilmente fingimos los sentimientos muy vivos que los ligeros y superficiales. Figúrate tú que, cuando se te ha muerto un hijo, te hubieras visto obligada a aparentar que sólo llorabas al gato de la casa.
FELIPA.- ¡Ay, no me lo diga! Reviento yo antes que hacer tal comedia.
AUGUSTA.- Pues considera si sufriré. Por eso te digo que el castigo es desproporcionado a la falta. ¡Luego, de la situación esta se derivan tantos suplicios diferentes! La presencia de mi marido despierta en mí sentimientos tan extraños, que me pongo a morir cuando entra aquí y me habla. A veces me figuro que no hay entre los dos nada de común, y su serenidad ni me lastima ni me inquieta; a veces paréceme que le admiro todo lo que admirarse puede, y me pondría de rodillas delante de él para adorarle, como a un ser que no participa de nuestras miserias.
FELIPA.- (advirtiendo que Augusta tiene una mano envuelta en un pañuelo.) ¿Qué es esto?
AUGUSTA.- La magulladura que me hice en la muñeca, cuando forcejeamos para quitarle aquel maldito revólver. No la noté hasta la mañana siguiente.
FELIPA.- A mí también me dejó en este brazo un cardenal que me duele bastante.
AUGUSTA.- He dicho que me quemé lacrando una carta. Pero aunque nadie lo ha puesto en duda, se me antoja que llevo aquí un espantoso dato para los que me creen asesina.
FELIPA.- El miedo, el miedo hace ver visiones. No seamos tontas. D. Tomás se creerá lo del lacre.
AUGUSTA.- (con profunda tristeza.) ¡Ay! ¡Si vieras tú qué recelosa estoy de que lo sabe todo, aunque aparenta ignorarlo! Tengo mil motivos para conocer su penetración que, en ciertos casos, supera a cuanto se puede decir. No obstante, su tranquilidad que me hace dudar... «Si lo sabe, me pregunto yo, ¿por qué no me lo dice? Su calma ¿es la expresión más refinada del desprecio que le merezco, o significa una situación de espíritu muy diferente?». Anoche me pasó lo que no me ha pasado nunca: tener pesadillas horribles, una tras otra, y no poder discernir después lo real de lo soñado. Creí que Federico estaba aquí, y vi reproducida la terrible escena, lo mismo, Felipa, lo mismo que la vimos tú y yo. De que esto fue imaginario no tengo duda. Pero después... y aquí entran mis dudas, porque el recuerdo que ha quedado en mí, aunque turbio y calenturiento, es vivísimo en las imágenes. Pues oye. Me levanté... fui al despacho de Tomás y llamé a la puerta. Él dijo desde dentro: «¿quién es?» y yo respondí: «soy La Peri». Abrió, entré, y sentándome a su lado, confesé sin omitir nada. ¡Qué atrocidad! Pues he pasado todo el día de hoy revolviendo en mi cabeza aquel acto, y trabajando por poner en claro si fue real o no. Tengo los sesos derretidos de tanto cavilar. Me parece que estoy viendo a Tomás cuando yo le contaba aquellos horrores. Ponía una cara de conmiseración que me lastimaba enormemente, y yo le decía: «Soy La Peri; no vayas a creer que soy tu mujer»; y luego, vuelta a contarle cómo y por qué se mató Federico. Lo que me atormenta y me confunde es la duda de si este delirio sólo tuvo realidad dentro de mi cerebro, o si, en efecto, yo me levanté de mi cama, y fui al despacho de Tomás, y él me abrió, y hablamos, y...
FELIPA.- Señorita, ¡por los clavos de Cristo!, eso no se hace nunca sino en sueños.
AUGUSTA.- Pero en el trastorno en que yo estuve anoche, trastorno de los sentidos y del alma toda, no sé... ¿No sabes tú que hay personas que dormidas andan y hablan, y repiten lo que les ha pasado recientemente?
FELIPA.- Sí, y a esos llaman sonámbulos.
AUGUSTA.- Yo no me he tenido nunca por sonámbula. ¡Oh, no, imposible que este recuerdo amarguísimo sea recuerdo de un acto real! ¿Verdad que no? La impresión del hecho que llevo en mí es de pesadilla, de esas que a veces se quedan dentro de nosotros tan bien estampadas como los hechos positivos. Pero... todo podría ser. Anoche deliraba yo como un tifoideo, y tenía fiebre muy alta. Yo cerraba los ojos, y al abrirlos, de tiempo en tiempo, Tomás junto a mí, mirándome sin pestañear. Sus miradas me penetraban hasta el fondo del alma. No puedo asegurarte si le veía despierta o le veía dormida. ¿Hablé yo? ¿Me levanté y anduve? Conservo una idea vaga de haber sentido sus pasos alejándose hacia el despacho, a no sé qué hora de la noche. También ha quedado en mí una obscura reminiscencia de lo que me atormentó la idea de ser yo La Peri, ese trasto, y de los esfuerzos que hice para no ser ella, sino quien soy. ¡Lucha espantosa entre un nombre y mi conciencia!... Pero nada puedo afirmar con certeza. No sé qué daría por disipar esta duda horrible, cerciorándome de que no hablé, de que no me vendí. (Pasándose la mano por la frente.) ¡Cómo está esta cabeza!
FELIPA.- (atisbando a la puerta.) Me parece que el señor viene. (Se levanta.)