ALFONSO, CLEMENTINA e INSÚA.
INSÚA.- ¡Pobrecilla! Le ha llegado su hora.
ALFONSO.- Es la primera víctima.
CLEMENTINA.- (Volviendo por el fondo.) Para mí que está loca perdida.
INSÚA.- Ya, ya... No será el último caso de locura.
ALFONSO.- Y vamos a lo nuestro. Esperábamos a usted, amigo, Insúa, con verdadera ansiedad.
INSÚA.- No pude venir por la mañana. ¿Es esta buena hora?
CLEMENTINA.- Para usted ninguna hora es mala. Tome asiento.
INSÚA.- ¿Estarán ustedes solos un largo rato?
ALFONSO.- No esperamos a nadie.
CLEMENTINA.- (Recelosa.) ¿Por qué esa pregunta?
INSÚA.- Es que... Hablaré a ustedes de asuntos reservadísimos, en extremo delicados, que han de quedar, por ahora, entre nosotros.
CLEMENTINA.- Descuide usted. Seremos la misma discreción. (Cierra la puerta.)
ALFONSO.- ¡Vaya, vaya, que se ha portado doña Juana con usted! (Se sientan los tres.)
CLEMENTINA.- ¡Pagar así treinta años de leales servicios!
INSÚA.- De la honradez y lealtad de mis servicios no debo hablar yo... Mi rectitud está de tal modo grabada en la opinión, que no necesito salir en mi defensa... Dejo la administración de doña Juana tan pura como en ella entré.
ALFONSO.- Cierto... Ella es la que pierde...
CLEMENTINA.- Ha sido ingratitud grande de esa buena señora... Y todo por una tontería... (Pausa.)
INSÚA.- (Tras un momento de vacilación, se arranca por la sinceridad.) Nada... señora mía, nada... Con ustedes, personas razonables, personas de mundo, puedo tener esta confianza... En efecto, la Pepa... válgame la verdad... la Pepa me agrada. Hace tiempo que buscaba yo una muchacha humilde y limpia que me gobernara la casa... La rasa de un viudo sin hijos presentes, tiene no poco que arreglar... La Pepa me ha conquistado, más que por sus ojuelos negros, por sus cualidades... Yo, desde que era tamaña así, la conocía... pues al padre de ella le tuve de ordenanza cuando yo administraba la Sacramental de San Nicolás... Luego la recomendé a doña Juana...
CLEMENTINA.- (Ardiendo en impaciencia, aprovecha el nombre de DOÑA JUANA para dar un corte a la amorosa historia.) ¡Ah doña Juana!... Háblenos usted de ella, y luego nos contará lo demás...
INSÚA.- Lo mío no puede interesarles... Cosas de mayor importancia quería comunicar a ustedes... para que antes que nadie conozcan y aprecien el desquiciamiento cerebral de esa buena señora...
ALFONSO.- De los últimos estragos de esa máquina descompuesta ya tenemos conocimiento.
CLEMENTINA.- Sí, amigo Insúa... No se moleste en contarnos lo que yo he sabido por ella misma... Su plan de reconocer a Rogelio un capital de dos millones...
ALFONSO.- Y de casarle con la chica de Nebrija.
INSÚA.- (Poniéndose muy serio.) No era eso... no era ese el asunto que yo quería comunicar a usted cuando le pedí hora para una conferencia.
ALFONSO.- Ya presumo que algo más grave ha de ser, pues ni Rogelio ni su casorio nos afectan nada.
INSÚA.- Y esto sí, esto les afecta... y de un modo gravísimo... Perdónenme, queridos amigos, si la fatalidad me hace portador de las noticias más desagradables...
CLEMENTINA.- (En gran consternación.) ¿Ves, Alfonso, ves?... ¡La sombra negra que era mi espanto desde que hablé con la tía esta mañana!... Lo que te dije: desviada de nosotros... enojada con nosotros... ¡Oh Dios mío!
ALFONSO.- (Tranquilizándola.) Deja, deja que hable Insúa.
INSÚA.- Yo no tengo que guardar consecuencias a la señora marquesa de Tobalina, que me ha despedido como a un lacayo. Consecuencia guardo a ustedes, que siempre me han considerado y distinguido... Estimo a ustedes y empiezo por decirles que lo mismo debe importarles ya el enojo que el desenojo de esa funesta señora. (CLEMENTINA traga saliva y oye, dudando de lo que oye.) Viven mis buenos amigos pendientes... esa es la palabra... pendientes de una esperanza, del testamento que otorgó doña Juana en diciembre de mil novecientos uno... pendientes, digo, materialmente colgados viven de aquella disposición testamentaria, porque en ella adjudica doña Juana a su sobrina carnal, aquí presente, todos los bienes raíces del llamado «latifundio»... con más buena cantidad de riqueza mobiliaria... (ALFONSO no hace más que sobar su barba y mover nerviosamente los párpados. CLEMENTINA no tiene ya más saliva que tragar.) Pues bien... es muy duro decirlo: esas esperanzas y ese testamento y ese «latifundio» son ya hojas secas que se ha llevado el... (Pausa. Silencio lúgubre.) que se ha llevado el viento. (Lo repite con honda ronquera.) que se ha llevado el viento.
ALFONSO.- (Sin volver de su estupor.) Un testamento no puede ser anulado más que por otro testamento.
INSÚA.- Un testamento es nulo desde el momento en que desaparece la materia testable.
CLEMENTINA.- (Intentando recobrar el uso de la palabra.) Pero... explique... Mi tía, ¿loca?...
INSÚA.- Doña Juana se desprende de toda su fortuna por medio de donaciones «inter vivos». Así le queda el alma más ligera y ágil para volar al cielo... ¿Qué? ¿No lo creen? (CLEMENTINA, como idiota, no afirma ni niega.) Lo dice quien ha preparado todo la documentación.
ALFONSO.- (Queriendo aparentar serenidad.) Pero ¿cómo puede ser?... Tenga la bondad, amigo Insúa, de explicarnos la tramitación de ese increíble reparto «inter vivos».
INSÚA.- Lo primero ha sido instituir en la cabeza destornillada de Rogelio los dos millones... Es para doña Juana cuestión de conciencia, un tributo necesario, siquier tardío, a la memoria de su esposo. Después se distribuye la cuantiosa propiedad urbana en diferentes donaciones; la riqueza mobiliaria fácilmente y sin ninguna ficción sigue el mismo camino: y en cuanto al «latifundio», ultimada la negociación con el Banco General de Agricultura, quedará convertido en mobiliario. (CLEMENTINA clava sus dedos en los brazos del sillón, horadando la tela.) Mi sucesor, el mismo Cebrián, terminará entre mañana y pasado las operaciones por mí preparadas, y... me han asegurado que algunas escrituras están ya extendidas... En fin, que todo acabó... Vean un mundo que se deshace... (ALFONSO hunde la barba en el pecho.)
CLEMENTINA.- (Balbuciente, con lengua que quiere paralizarse.) Pero ¿a quién?... ¿en favor de quién?...
INSÚA.- Ya debió usted comprenderlo. El «para quién» está bien a la vista... como que está en todas partes. De todo ese caudal, que no baja de diecisiete millones... pero de duros, ¿eh?, será pronto heredero... ya lo adivinan... Dios, muy necesitado de bienes materiales según doña Juana... Dios, creador y dueño de todo lo creado... Descalzo, pobre, sin tener una piedra en que reclinar su cabeza, anduvo Nuestro Señor Jesucristo por el mundo, enseñando su doctrina sublime... Pobre y descalzo, le llevamos nosotros en nuestros corazones. Doña Juana, más cristiana que el mismo Cristo según ella, se aflige de ver a Nuestro Redentor tan menesteroso, y emplea todo su dinero en proporcionarle zapatos de oro, corona de pedrería, manto bordado...
ALFONSO.- ¡Horrible ironía!
INSÚA.- (Mirando al techo.) Figúrense ustedes el gusto con que recobrará Dios todo ese capital, que era suyo y le fue arrebatado por el ladrón de Mendizábal. El noble Hilario, sin saber lo que hacía, compró el latifundio con dineros mal adquiridos... Pero al fin todo queda en casa, y el Altísimo muy contento con que las fincas urbanas y rústicas, y el cúmulo de acciones del Banco y de valores públicos, vuelvan al sagrado Tesoro...
CLEMENTINA.- (Sofocada.) No siga usted, amigo Insúa... Yo le suplico que calle.
ALFONSO.- ¡Es increíble, monstruoso!
CLEMENTINA.- Es una infamia, es desprecio de Dios y burla de los sentimientos más elementales... de la sociedad, de la familia. Pero dígame, Insúa: ¿reparte todo absolutamente? ¿Y ella...?
INSÚA.- Para sí reserva sólo cien mil duros, y del mundo se retira, desengañada de sus falaces pompas. Para estar más segura contra vanidades y más resguardada contra tentaciones, se recoge al convento de monjas Franciscas de Medina de Pomar, donde ya le están preparando habitaciones con tribuna cómoda sobre la iglesia. Allí vivirá en éxtasis, hasta que Dios, su padre y heredero amantísimo, quiera llevarla a la eternidad gloriosa.
ALFONSO.- (Levántase con brusca distensión de sus piernas.) Siento aversión, asco de una sociedad en que son posibles estas indignidades; repugnancia también y desprecio de nosotros mismos, que hemos vivido tanto tiempo engañados por las promesas y el falso cariño de esa mujer. Basta. Hablemos de cualquier abominación de las muchas que existen en el mundo. Las más atroces nos refrescarán de la irritación de esta.
CLEMENTINA.- ¿Y es permitido que los locos destruyan así la sociedad y la familia?
INSÚA.- Señora, innumerables locos sueltos vemos por ahí, y ellos son los que nos dirigen y gobiernan.
CLEMENTINA.- (Echada atrás en el sillón, mirando al techo.) ¡Y para ver esto vivimos!
ALFONSO.- Vivimos en un mundo de ficciones, en un armadijo de noblezas figuradas y de distinciones mentirosas. Los ricos aparentan mayor riqueza, y los de un mediano pasar decoramos con talco nuestra medianía para parecer opulentos. Todo en nuestra vida es ilusorio, teatral y fantástico... Ningún noble empobrecido tiene arranque para irse a labrar las tierras vírgenes de América, ni virtud para esconder su pobreza en un rincón campesino entre villanos y animales. Ese valor lo tendré yo, yo, Alfonso de la Cerda. No quiero vivir más tiempo engañando al mundo y engañándome a mí mismo.
CLEMENTINA.- Casi, casi, sin acordarme de que era huérfana me he criado yo, pues padres míos se llamaban don Hilario y doña Juana. No fue culpa mía tenerles por padres, ni ha sido disparate pensar y creer que heredaría parte de su fortuna. ¿Por qué desde niña no me inclinaron a la pobreza? ¿Por qué no me echaron a una aldea, donde yo cuidaría ovejas o cabras, traería agua de la fuente y me casaría con un pastor? ¿Qué culpa tengo de que la propia doña Juana, ella, ella, me criara señorita, con todo el regalo y las pretensiones de una heredera de marqueses...? No, no es una ridiculez, no es locura que yo me haya colgado a esas esperanzas, que haya vivido de la sustancia de ellas y que las haya hipotecado a la sociedad, tomando de esta la representación que por mis esperanzas me daba.
ALFONSO.- Clementina, seamos humildes.
CLEMENTINA.- Yo no puedo serlo. Esta desesperación ha de matarme. No sobreviviré a esta burla indigna, que pisotea toda mi existencia. (En un arrebato de furor se pone en pie, altanera, majestuosa.) Debiéramos las madres pobres ahogar a nuestros hijos antes que criarlos en la ilusión de una herencia. ¡Maldita sea la hora en que fui madre y aumenté el número de los engañados por fantasmagorías vanas! ¿Por qué no fui estéril?... Una sociedad como esta, incapaz de impedir iniquidades de tal calibre, debe ser aniquilada, dejando el territorio a las cuadrillas de gitanos. ¡Oh problema sin solución y angustia sin alivio!... Yo me sentía fuerte en la sociedad; andaba en ella con paso firme... Ahora tendré que andar azarada y corrida. (Con desvarío.) ¡Ah!, no, no quiero oír las burlas (Tapándose los oídos.) no quiero oír los chistes con que celebrarán mi horrible desengaño... no quiero, no quiero. (Déjase caer en el sillón.)
ALFONSO.- (Acude a ella, asiéndola por los brazos.) Clementina, por Dios, ¿qué delirio es ese...?
INSÚA.- Señora, sosiéguese... Piense en sus queridos hijos.
CLEMENTINA.- (Con mayor trastorno.) Hijos, más os valiera no haber nacido, que crecer en el regazo de una madre idiota...;porque lo he sido; idiota he sido hasta hoy... Vea usted, señor de Insúa: mis pobres niñas, María Juana y Beatriz, tan buenas, tan inocentes, tan puras, serán las primeras en llamarme imbécil... Para tener a doña Juana contenta, les hemos puesto un director espiritual, que no las deja respirar, que llena sus pobres almas de terror y las priva de los esparcimientos más inocentes... ¡Horrible, horrible! Cuando mis hijas despierten de esa embriaguez y comprendan toda la hipocresía que encierra, no maldecirán a doña Juana, sino a mí, a su madre... Y lo merezco... lo merezco. (Presa de un violento furor, se abofetea. ALFONSO trata de calmarla.)
ALFONSO.- Vida mía... ¿qué es eso... qué dices... qué haces?
CLEMENTINA.- (Cae en el sillón, como si cediera súbitamente el espasmo.) ¡Alfonso, Alfonso... hijos míos!
ALFONSO.- (Muy cariñoso.) Clementina, no desesperes. Dios no nos abandonará.
CLEMENTINA.- (Trincando los dientes.) ¡Dios! (La dama parece hacer violenta presión sobre sí misma.) No, no diré una blasfemia... Mi tía me ha enseñado a no creer... No me enseñará a blasfemar.
ALFONSO.- ¡Por Dios, no desvaríes!
INSÚA.- (Consternado.) Siento haber sido causa de esta turbación... digo, causa no soy.
ALFONSO.- (A INSÚA.) Hágame el favor... Avise a las niñas... (Desaparece INSÚA presuroso por la puerta de la derecha, para volver al instante con las niñas.)
CLEMENTINA.- (Acometida de risa histérica.) ¡Ja, ja!; me río de mí misma; me muero de ridiculez; ¡ja, ja!