María, Vicenta.
Vicenta. ¡María... querida! Usted, impaciente por mi tardanza, ha bajado a esperarme.
María. Sí: esperaba a usted...
Vicenta. Vengo retrasada. Cosiendo hasta muy tarde hemos estado mi hermana y yo con el dichoso arreglo. (Mostrando su vestido.) Yo quería que lo viese su mamá.
María. Mamá se acuesta muy temprano.
Vicenta. (Girando sobre sí.) ¿Qué tal estoy?...
María. (Riendo.) ¡Horrible! No podía usted discurrir un arreglo más desatinado.
Vicenta. ¡Oh, qué pena me da usted!... Pero ya no tiene remedio... Vámonos.
María. No: yo no voy. Después de vestida, decido no ir.
Vicenta. Entonces, ¿qué hacía usted aquí?
María. Salíamos... (Sin saber qué decir.) Íbamos a casa de usted para que me viese...
Vicenta. (Deslumbrada por la elegancia y riqueza del atavío de María.) ¡Oh, suprema elegancia! Está usted divina, ideal.
María. Vea usted, Vicenta: con un traje como éste debiera usted presentarse esta noche en los jardines de Teodolinda, iluminados a giorno. Una toilette así es lo que a usted le corresponde, por su posición, por su natural elegancia y belleza... y no ese adefesio barato, que va pregonando las hechuras de casa y el aprovechamiento de trapitos. (Burlándose.) ¡Pobre amiga mía! No puede usted imaginar qué lástima le tengo.
Vicenta. (Consternada.) No me lo diga usted más, porque hago lo que usted: no ir.
María. (Vivamente.) No, no, Vicenta. Usted no puede faltar. ¡Qué se diría! No, no... De ninguna manera...
Vicenta. ¡Vaya que es desdicha! No tan bueno como ése, pero elegantísimo también y de gran novedad, es el vestido que yo encargué. (Furiosa.) ¡Ay, qué bribona de modista; era cosa de arrastrarla!...
María. (Imitando su furia.) De sacarle los ojos. Sí, porque con su informalidad la pone a usted en un ridículo espantoso. Yo lo siento tanto como usted, y estoy pensando que... (Pausa.)
Vicenta. (Con gran ansiedad, reparando en todas las partes del hermoso vestido.) ¿Qué, hija mía?
María. (Gozando con la ansiedad de Vicenta.) Pienso... que con este traje estaría usted encantadora, Vicenta.
Vicenta. ¡Oh, sí...!
María. ¡Y qué golpe daría usted si con él se presentara en el baile! Usted imagínese la grandiosa decoración del parque y jardines... los focos eléctricos, que darán a las mujeres bien vestidas un aspecto ideal, fantástico... y por fondo el follaje verde, salpicado de lucecitas...
Vicenta. (Entusiasmada.) ¡Oh, incomparable! Creerían que es el vestido que encargué a Madrid... María, amiga del alma, ¿es cierto lo que sospecho? Me dice el corazón que usted, con su generosidad sin ejemplo, se digna prestarme... (María hace signos afirmativos, lentamente.) ¡Oh, qué alegría! ¿Con que...?
María. (Empezando a ponerse grave.) Hay algún inconveniente.
Vicenta. ¿Cuál?
María. Yo le prestaría a usted con mucho gusto mi traje... pero... si luego me lo ven a mí, ¡qué dirán!
Vicenta. (Desconsolada.) ¡Ah, sí...! no había caído...
María. No debo prestar a usted mi vestido, no... Pero... por otro medio podría lucirlo. (Pausa, expectación de Vicenta.)
Vicenta. ¿Cómo?
María. Comprándolo.
Vicenta. (Asustada, cruzando las manos.) ¡María!
María. Vendo esta ropa, que es absurda, irrisoria, en la humilde situación a que ha llegado mi familia. Mi padre es pobre, tan pobre que no lo son más los que mendigan en las calles. Ya no hay forma de disimular ni encubrir nuestra descarnada miseria...
Vicenta. (Compadecida.) ¡Pobre amiga de mi alma! ¡Qué pena!... Sí: compro el vestido... compro todo: traje, sombrero, abrigo... Pero ello ha de ser para ponérmelo y lucirlo esta noche.
María. Tiene usted tiempo.
Vicenta. (Con gran impaciencia.) Pero no podemos descuidarnos.
María. Espérese un poco. Aún tenemos que estipular...
Vicenta. Naturalmente, el precio.
María. Que no puede ser corto. Usted, señora rica y de buen gusto, puede apreciar... Fíjese bien: este traje es de Redfern, el primer modisto de París...
Vicenta. Ya se conoce.
María. Rue de Rivoli, . Viste a la Emperatriz de Rusia y a la Reina de Inglaterra.
Vicenta. Y será carísimo.
María. Usted figúrese... Mis padres encargaron y pagaron estos lujosos trapos dos meses ha, cuando ya eran pobres, casi miserables. Lo que ellos dieron entonces a la vanidad, justo es que la vanidad se lo devuelva.
Vicenta. Amiga mía, me hago cargo de las circunstancias, y sé que me obligan a ser generosa. Fije usted un valor razonable, teniendo en cuenta que es prenda usada, y no regatearemos. (Impaciente porque María se quite el vestido.) Y ahora... Porque los instantes vuelan, María. El precio y pago lo arreglaremos mañana.
María. Perdone usted, Vicenta. Los malditos mañanas, causa de tantos desórdenes, están abolidos...
Vicenta. ¿Por quién?
María. Por mí. Me propongo cambiar radicalmente mi modo de ser. Ya no soy aquélla, soy otra. La gravedad, la urgencia del caso exigen que esta noche quede todo resuelto y concluido: la entrega de la ropa, el pago, etc... No he de ser exigente. De lo que costaron a mi padre este rico traje y sus accesorios... ya usted ve: todo nuevecito... sólo una vez me lo puse en Madrid,... rebajo la mitad.
Vicenta. Bien.
María. Si usted quiere lucirlo esta noche haciéndolo pasar por el que encargó a Madrid, tiene que darme...
Vicenta. ¿Cuánto?
María. (Con energía.) No mañana, mañana no, esta noche misma, ahora, corra usted a su casa, que está bien cerca, dos pasos, y tráigame... cuatrocientos duros.
Vicenta. (Confusa, sin saber qué hacer.) Pero... verá usted... el caso es que esta noche... Naturalmente, no voy a decirle a Nicolás... Quizás se opondría.
María. Pues entonces, no hay trato.
Vicenta. Mañana, amiga mía... ma...
María. (Cortándole el concepto.) No hay amiguitas, ni carantoñas, ni mañanas, ni nada de eso. ¿No sabe usted que soy de bronce?
Vicenta. Ya lo veo, ya... Pero... No sé cómo arreglarlo... (Con una idea salvadora.) ¡Ah! Si usted se aviene a recibir esta noche la mitad, un poquito menos... Sin enterar a Nicolás ni a nadie, puedo disponer ahora mismo de unas novecientas pesetas.
María. Acepto, siempre que usted me dé formal promesa de entregarme el resto antes de las veinticuatro horas... mil cien pesetas.
Vicenta. Justas y cabales. Pero no perdamos tiempo... Corro a casa... Nicolás, a quien dije que iríamos juntas, ya está allá. Luego le diré: «¿no sabes? llegó el vestido...» Y mañana le cuento... En fin, yo lo arreglaré... tardaré tres minutos... Que cuando yo venga, esté usted despojada... ¿Subiré a su casa?
María. No: espéreme aquí. (Se quita el abrigo y sombrero.)
Vicenta. A prisita, a prisita, para que yo tenga tiempo... (Vase corriendo por el patio.)