A principios de Mayo celebróse el banquete en honor del grande hombre, y por Dios que no hay necesidad de investigar los pormenores de la fiesta, porque la prensa de Madrid contiene en los números de aquellos días descripciones minuciosas de cuanto allí pasó. El local era de los más desahogados de Madrid, capaz para que comieran, en tres o cuatro mesas larguísimas, doscientas personas; pero como los inscritos pasaban de trescientos, por bien que quiso el fondista colocarles, ello es que estaban como sardinas en banasta; y si funcionaban medianamente con un brazo, el otro tenían que metérselo en el bolsillo. A las siete ya hervía el salón, y los de la junta organizadora, entre los cuales dicho se está que Zárate era uno de los más diligentes, se multiplicaban para colocar a todos, y procurar que en la designación de puestos presidiese un criterio jerárquico.
Sentáronse acá y allí personajes de nombradía política, militares de alta graduación, ingenieros, algún catedrático, banqueros y hombres adinerados, periodistas pobres de bolsillo, si ricos de ingenio, alguno que otro poeta, y entre col y col, personas varias no mentadas aún por la fama, propietarios y rentistas de cuenta, y en fin, gente distinguidísima, títulos del reino, etc... Predominaba, como observó muy bien Donoso, el elemento serio de la sociedad.
Mientras se iban acomodando los comensales, picante confusión y bullicio reinaban en el local. Estos, sentados ya y con la servilleta prendida, charlaban y reían; aquellos dejaban un sitio para ponerse en otro, cerca del grupo de amigos más de su gusto. El adorno del salón era el que para estas solemnidades se usa comúnmente: cenefas de hojarasca verde, tarjetones con escudos de las provincias, deteriorados del uso que tienen en las verbenas, banderas nacionales tendidas en forma de ropa de baño puesta a secar. Todo ello es de la guardarropía patriótica del Ayuntamiento, que galantemente lo facilita, contribuyendo así al esplendor de la fiesta. Algunos tarjetones se añadieron, por iniciativa de Zárate, con los nombres de las cabezas de partido en la provincia de León, y en el centro de la anchurosa cuadra, hacia la cabecera de las mesas, veíase una laminota de la hermosa catedral con el lema, en cintas pintarrajeadas, de pulchra leonina.
Concuerdan los diferentes cronistas de aquel estupendo festín en la afirmación de que pasaban cinco minutos de las siete y media cuando entró D. Francisco acompañado de su corte, Donoso, Morentín, Taramundi, y algún otro que no se menciona. En lo que no hay conformidad es en las indicaciones de la cara que llevaba el tacaño, pues mientras un periódico habla de su palidez y emoción, otro sostiene que entró risueño y con los colores algo subidos. Aunque no conste en las relaciones del acto, bien puede afirmarse que al tomar asiento D. Francisco en la cabecera, sentáronse todos y empezó el servicio de la sopa. Daba gusto ver aquellas mesas, y aquellas filas de señores de frac, calvos unos, peludos los otros, casi todos de una gravedad chinesca. Escaseaba el elemento joven; mas no el bullicio y alegría, pues entre trescientas personas, aunque estas sean, por su edad y circunstancias, del género serio, nunca faltan graciosos que saben dar amenidad a los actos más fastidiosos de la vida.
Achantaditos en un extremo de la mesa lateral, a la mayor distancia posible de la cabecera, hallábase Serrano Morentín, Zárate y el Licenciado Juan de Madrid, este con la intención más mala del mundo, pues preparábase a tomar nota de todas las gansadas y solecismos que forzosamente había de decir, en su discurso de gracias, el grotesco tacaño, objeto de tan disparatado homenaje. Morentín anticipaba, con profético don, algunas ideas que D. Francisco había de emitir, y hasta las palabras que emplear debía; Zárate aseguró conocer lo principal del discurso, induciéndolo de las preguntas que su amigo le hiciera en los días anteriores, y los tres, y otros que al grupo se agregaron, se relamían de gusto, esperando el divertidísimo sainete que a la hora de los brindis se les preparaba. Por supuesto, mientras más desatinos dijese el bárbaro, con más fuerza le aplaudirían ellos, para empujarle por el camino de la necedad, y reírse más, y pasar un rato tan delicioso como en función de teatro por horas.
Pero no en todos los grupos predominaba este sentimiento de burlona hostilidad.
Hacia el centro de una de las mesas, Cristóbal Medina, Sánchez Botín y compinches expresaban su curiosidad por lo que diría o dejaría de decir San Eloy en su contestación a los brindis. "Es hombre tosco - afirmaba uno -, hombre de trabajo, y como tal, de palabra difícil. ¡Pero qué inteligencia, señores! ¡Qué sentido práctico, qué serenidad de juicio, qué puntería para dar en el blanco de todos los asuntos!". Y en otra parte: "Veremos por dónde sale este D. Francisco. Hablará poco. Es un tío muy largo que esconde su pensamiento, como todas las inteligencias superiores.
En tanto, el Marqués tacaño experimentaba emociones diversas, conforme se iba cumpliendo aquel programa de viandas que iban y viandas que venían. Comía poco, y no elogió ningún plato. Todos le sabían igual; eran, ante su burdo criterio de gastrónomo de patatas y salpicón, las porquerías de siempre, lo mismo de su casa guisado con menos arte, todo como de batallón. Al principio, no se preocupó poco ni mucho de la soflama que tenía que pronunciar. Su vecino, un señor viejo, leonés, propietario rico, senador y algo beato, le entretuvo charlando de cosas y personas del Bierzo, y apartó su pensamiento del empeño literario en que le pondrían los brillantes oradores allí reunidos. Pero al tercer plato empezó el hombre a pensar en ello, y a refrescar las ideas que para el caso había traído de su casa, y que no estaban ya menos marchitas que los ramilletes de la mesa. Tan pronto se le escapaban, como le volvían al pensamiento, trayendo otras ideas nuevecitas, que parecían nacer en el caldeado ambiente del inmenso comedor: "¡Re-Cristo! - pensó, dándose ánimos -; que no me falten las palabritas que tengo bien estudiadas; que no me equivoque en el término, diciendo peras por manzanas, y saldremos bien. De las ideas responde Francisco Torquemada, y lo que debo pedir a Dios es que no se me atraviese el vocablo.
Aunque su propósito era no beber gota, para conservar su cabeza en absoluto despejo, alguna vez hubo de quebrantar su propósito, y cuando le sirvieron el asado, gallina o pavipollo más duro que la pata de un santo, con ensalada sin cebolla, desabrida y lacia, sintió que le subían vapores a la cabeza y que la vista se le turbaba. ¡Cosa más rara! Vio a doña Lupe, sentada hacia el promedio de una de las mesas centrales, y vestida de hombre propiamente, con la pechera de la camisa como un pliego de papel satinado, corbata blanca, frac, florecilla en el ojal...
Apartó de la extraña figura sus ojos, y al poco rato volvió a mirar. Doña Lupe se había ido; buscóla, examinando una por una todas las caras, y al fin la encontró de nuevo en uno de los mozos que iban pasando las fuentes de comida, el cual con servil amabilidad sonreía, exactamente lo mismo que ella. No había duda de que era la propia señora de los pavos, con su boquita plegada, y sus ojos vivarachos.
Sin duda, al llamamiento patriótico de los leoneses, había salido del sepulcro, dejándose en él, por causa de la precipitación, algunas partes de su persona, verbigracia: el moño, la teta de algodón, y todo el cuerpo de la cintura abajo. Visto de cerca el camarero, resultaba tan exacto el parecido, que Torquemada sintió algo de miedo. "¡Ay, de mí! - pensó -; con estas cosas, se me trastorna la cabeza, y no es mal lío el que armaré. Anda, anda: ya se me ha olvidado todito lo que escribí anoche. ¡Y cuidado si estaba bien!... Me he lucido; ni una jota recuerdo.
Afanado buscó a Donoso entre los que a una banda y otra tenía en fila de honor, como los apóstoles en el cuadro de la Cena, y notó vacío el puesto de su amigo, que en aquel momento hubiérale sido de gran ayuda, pues sólo con que él le alentara, recobraría la serenidad, y con la serenidad la memoria. "¿Qué ha sido de D. José? - preguntó con viva inquietud. Pronto fue informado de que había tenido que abandonar la mesa, porque le avisaron que su esposa se hallaba en peligro de muerte. Contrariedad no floja era esta para el tacaño, pues sólo con mirar a Donoso, las ideas se le refrescaban, y acudían a su mente las palabras finas, y el habla elegante, acompasada y ceremoniosa.
Pues señor, no había más remedio que salir del paso como se pudiera. Procuraría reconcentrar todas las energías del caletre, sin dejar de atender a la charla de los dos apóstoles que a su lado tenía. No tardaron en apuntar en su mente algunos conceptos de lo que había escrito la noche anterior; pero las ideas aparecieron en dos o tres formas, porque escribió primero algo que no hubo de parecerle bien, y lo rompió, y vuelta a escribir, y a romper... Vamos, que aquello era un cien pies. Por suerte suya, recordaba perfectamente diversas formulillas retóricas oídas en el Senado, y que se pegaban a su magín como líquenes a la roca... Luego, algo había que dejar a la inspiración del momento, sí señor...
Sirvieron una como torta que D. Francisco no supo si era cosa de hielo, o de fuego, porque por un lado quemaba, y por otro ponía los dientes como si mascaran nieve... No se dio cuenta del curso del tiempo, y de pronto vio que entre él y el comensal de la derecha se introducía el brazo del mozo con una botella, y que le echaba champagne en la copa chata. En el mismo instante sintió tiroteo de taponazos, y una algazara, un murmullo sordo y penetrante... Levantose uno de aquellos puntos, y por espacio de medio minuto no se oyó más que el chicheo de los que mandan callar. Prodújose al fin un silencio relativo, y... ahí va el discursito en nombre de la junta organizadora, explicando el objeto de aquel homenaje.