Capítulo I : El hombre nuevo

 

I

 

Del Socorro no fue Ángel directamente a su casa, sino que se estuvo paseando por San Cristóbal hasta la hora de la cena, y no hallándose su mente en la mejor disposición para apreciar el tiempo, llegó a la calle del Locum un poco tarde, cuando ya Palomeque y el capellán de monjas habían trabado relaciones con las sopas de ajo. Poco expansiva estuvo en la mesa, y al levantarse de ella, como sintiese una fuerte atracción hacia el inocente y sencillísimo D. Tomé, se metió en su cuarto, robándole el tiempo y la soledad que para sus estudios y rezos necesitaba. Creía que la persona a quien primero debía comunicar sus graves resoluciones era el santito aquel, capaz, mejor que nadie, de comprenderlas y apreciarlas. Pero no se determinó a romper el sello que tales determinaciones suelen poner en los labios, y ambos frente a frente permanecieron taciturnos. Retirose Ángel a dormir, difiriendo para otra noche la confidencia, y se acostó tan tranquilo, notando en su espíritu una placidez y serenidad bienhechoras, que le calmaban los nervios, soliviantados aún por las agitaciones insanas y el desvarío pasional de aquel crítico día. Durmió poco tiempo, pero profundamente, sin soñar con la máscara griega, ni con Ción, ni con nada, ni caerse desde un quinto piso, y madrugó para ir con Teresa a la misa del Santo en la Catedral. De allí fue a San Juan de la Penitencia, donde oyó la de D. Tomé, y vuelta a la Catedral y a embutirse en la ante-capilla del Sagrario. Mas no podía encadenar por entero su pensamiento al rezo ni a la sostenida atención que la misa exige. El pensamiento, insubordinado y antojadizo, se le escapaba de su propia cabeza, como de mal guardada cárcel, para ir hacia cosas y asuntos que con invencible fuerza le requerían.

La gravedad del compromiso contraído con Leré disculpaba la insubordinación de la mente del neófito, quien no hacía más que pensar en cómo y de qué manera sería su propia personalidad después de la transformación externa que estaba próximo a sufrir. El hombre presente o viejo veía, con poder plástico de la imaginación, al hombre nuevo o futuro. Eran, si así puede decirse, dos yos, el uno frente al otro, el uno espectador, el otro espectáculo. «Fácilmente -se dijo Guerra-, puedo figurarme cómo seré, y casi casi me estoy viendo entrar aquí a decir misa en uno de estos altares. Con toda claridad se me representa mi cuerpo vestido de sotana y manteo, la cara rapada... Esto sí que no me lo figuro bien... ¿yo sin barba?... Pero ello ha de ser, y luego veremos la cara que resulta... Pues me parece que estoy entrando por la Puerta Llana, que tomo agua bendita, que me dirijo a la sacristía, y me revisto y salgo a este altar; digo mi misa, consagro, y realizo la oblación sublime». Un gozo íntimo del espíritu le sobrecogía, pensando esto, gozo que en su exaltación tenía algo de temor, como la cortedad o recelo del que de improviso fuera admitido a la presencia de un soberano poderoso a quien nunca había visto más que de lejos.

De pronto, entráronle vivos deseos de ir a pasar el resto del día al cigarral, y después de orar un rato ante la Virgen, salió de la santa iglesia. En la calle de la Puerta Llana fue sorprendido por espectáculos desagradables. Vio venir dos figuras grotescas, mamarrachos envueltos en colchas, el uno con careta de negro bozal, el otro representando la faz de un horroroso mico, y ambos se le pusieron delante en actitud desenfadada y un poco insolente, hablándole con voz de tiple. «Ya no me acordaba de que hoy es domingo de Carnaval -pensó Ángel, apartando con un empujón a las dos máscaras, empeñadas en que les dijese si las conocía o no. Un poco más allá, a la entrada de la calle de San Marcos, vio a un tío muy sucio, cubierto con una estera vieja, la cara y las manos pintadas de hollín, el cual llevaba una especie de caña de pescar, con cuerda de la cual pendía un higo. En derredor suyo, un apretado cerco de chicuelos, cuya algazara se oía en toda la plaza y calles adyacentes. Empujábanse unos a otros para acercarse, y con la boca abierta daban brincos pretendiendo coger el deseado higuí, que saltaba en el aire con las sacudidas de la cuerda, a los golpes dados en la caña por el horrible esperpento, que tan estrafalariamente se divertía. La bulliciosa inquietud de los muchachos contrastaba con la estúpida seriedad del tiznado personaje. Uno de los chicos que más brincaban y con más anhelo abrían la boca para pillar el cebo era Ildefonso. Guerra le vio, sin que el chico le viera a él, y no pudo menos de reírse de los apuros que estaba pasando el futuro cadete. Llegose a él, y tirándolele una oreja le sacó del grupo, mandándole ir a su obligación, y al rapaz le faltó tiempo para salir escapado con otros monaguillos hacia la Catedral.

Media hora después, Ángel había pasado el puente, y marchaba con lento paso por la polvorosa carretera de Polán. Al pasar más allá de la Venta del Alma, parose a contemplar su querido caserón de Guadalupe emplazado en una de las crestas del montuoso terreno, en situación eminente y dominadora, y se dio a imaginar la gallarda vista de la soberbia construcción que dentro de algún tiempo allí se alzaría. Por el camino bajaban carretas de bueyes cargadas de carbón, conducidas de paletos montunos con angorras de correal, chaquetón de raja, sombrero de velludo deslucido por la edad y el polvo, y abarcas de cuero; tipos enjutos, todos sequedad y delgadez avellanada, sin barba, y el polvo sentado en las cejas y en los labios. Algunos conocían a Guerra, de verle en la Venta Nueva cuando se paraban a descansar, recibiendo de él la fineza de un vaso de vino, y le saludaron con urbanidad campechana tan seca como sus huesos, pero cordial y bien entonada.

Al llegar, al cigarral, salió D. Pito a recibirle gozoso, pues ya no se hallaba sin él. Además, el pobre marino no era tratado en Guadalupe con toda consideración cuando el amo no estaba presente, y días hubo en que le fue preciso empalmar el bacalao asado del desayuno con las sopas de la cena, pues la Jusepa se iba a lavar al río, Cornejo a trabajar en el monte, y ninguno se cuidaba de él. Con Tirso no hacía buenas migas después de los rebencazos y la peladilla de marras; pero alguna vez, acosado por el hambre, no tuvo más remedio que acudir a él para que le diera queso y mendrugos de lo que en su zurrón llevaba.

«Gracias a Dios, hombre, que viene usted por aquí. Ya pensaba yo ir a buscarle, Carando. ¡Cinco días seguidos en Toledo! Yo, la verdad, aunque no me va mal aquí, me aburro cuando pasan días sin hablar con gente. Siempre, siempre entre animales no es para mí. Acostumbrado estoy a las soledades del mar... cosa magnífica, que ensancha el alma; pero estas soledades de tierra y firmamento, viendo lagartos en vez de peces, y piedras donde debieran estar las olas, y cruzándose con Tatabuquenque que ladra y con Cornejo que relincha, no me petan, no. Con usted sí, con usted me voy yo a donde quiera, y me establezco en la última grieta del mundo.

-Bien, hombre, bien. No hay que buscar grieta mejor -le dijo Guerra-. Nos agazaparemos en ella, y aquí acabará usted su miserable vida. Yo cuidaré de que nada le falte.

-¿Nada, nada? ¡Ah! D. Ángel, usted piensa jugármela; pero no, no me dejo coger. A mí me han dicho que... vamos, no sé si será discreto repetirlo.

-Sí, hombre, desembuche todo lo que piense.

-Pues allá va. Me han dicho que usted es un santo, o que lo quiere ser... o... vamos... No, no se asombre. Me lo han dicho. Y no hay inconveniente en explicarle cómo y cuándo. Porque verá usted: tan aburrido anduve estos días, solo y olvidado, como pobre en puerta ajena, que me entró la comezón de bajarme a Toledo, y fui, y medio medio nos hemos reconciliado mi hermano y yo... ¡Si viera usted qué tiberio el de ayer en aquella casa, y cómo se puso la Catalina!... Compañero, nunca la he visto más perdida. Dijo que ella no reclama la corona de España porque no quiere chocar; pero que su dinastía es la legítima, así, así, y que D. Carlos, y Alfonso son unos usurpadores... Pero vamos al caso. (Desmemoriado.) ¿Qué estaba yo diciendo?

-Que le habían dicho que yo soy santo; y si fue doña Catalina quien le dio la noticia, (Echándose a reír.) poco hemos adelantado.

-No fue Catalina; fue Casiano... digo... no sé si fue el bargueño, porque la memoria hace algún tiempo que se me ha dormido, como los compases en día de niebla. Siempre que tenemos calma, no sé qué me pasa, la memoria se me va, y no me acuerdo de maldita cosa ¡me caso con mi abuelo! Pero en fin, dígamelo quien me lo dijere, yo sé que usted va a fundar una cosa, una casa, un convento o no sé qué demonios para recoger menesterosos, amparar huérfanos, vestir desnudos, curar enfermos, enderezar tullidos, y todo lo demás que es pertinente a la caridad en grande. Buena idea, buena, y el mejor trampolín para dar el gran brinco hasta el Cielo, y salvarse bien salvado. ¡Qué envidia le tengo, D. Ángel! Pues no crea usted, he pensado en esto toda la noche, y me he dicho para mi capote: «Pues si este bendito de Dios piensa recoger desgraciados, aquí me tiene a mí para desgraciado fundador...»

-¿Eso qué duda tiene? D. Pito el primero.

-Pero espere usted un poco, compadre. Al pensar en esto, al pronto me alegré, y después me entristecí. Primero dije: «ya hice mi suerte; ya tengo aseguradito el combustible para las singladuras que me quedan». Pero luego me ocurrió que... y me volví a poner triste, y así estuve entristeciéndome y alegrándome por turno hasta que me dormí.

-Ya -dijo Guerra penetrando el pensamiento de su amigo-. Es que no se puede entrar en el seno de una Congregación religiosa sin dejar los vicios a la puerta.

-Justo y cabal. Yo calculo así: «pues, como quiera que sea, Pito querido, en ese establecimiento de religión, llámese como se llame, Carando, ha de haber mucho catolicismo, ¡me caso con Judas! y mucho melindre de confesonario; y le sacarán a uno el mandamiento, y la tabla de Moisés, haciéndonos creer que en el Infierno se trinca y en la Gloria no. Pues yo digo, con perdón, que si me quitan el consuelo, no hay quien me embarque, porque el beber, más que vicio, es en mí naturaleza, y dejarme en agua pura es lo mismo que condenarme a muerte. Y si no, dígame, ¿qué va ganando mi alma con que yo beba agua, convirtiendo mi estómago en una casa de baños? No, señor; en mí no quita lo bebedor a lo cristiano, y si Dios me ampara y la Virgen del Carmen no me vuelve el rostro, al Cielo me pienso ir, sin avergonzarme de empinar, pues con ello no hago yo mal a nadie; y aunque me trastorne, ¿qué? Nada importa el trastorno de la cabeza, si aquí está la conciencia más limpia y más pura que la coronilla de los ángeles.

-Descuide usted -replicó Ángel riendo-, que todo se arreglará. ¡Lucida estaría una Religión en que se permitiera la embriaguez! Pero para todo hay bula, compañero, y no estoy porque se condenen en absoluto los hábitos arraigados en una larga vida, y que al fin de ella vienen a ser la única alegría del anciano.

-Eso se llama cristiandad, amigo D. Ángel. Ist

. Vivan los hombres de sal... y de... gramática.

-Cuando estés conmigo -le dijo Guerra tuteándole por primera vez-, no te faltará nada de lo que necesites para vivir. Cada edad, cada estado, cada naturaleza tienen su sed. Unos la aplacan en este vaso, otros en aquel. El tuyo no es bueno; pero no seré yo quien te lo quite.

Comprendiendo la piedad suprema y un tanto sutil que encerraban estas palabras, D. Pito se conmovió. El oírse tutear pareció le natural, como signo de su inferioridad evidente, mientras que Ángel le aplicaba el tú casi sin darse cuenta de ello.

«Maestro -suplicó D. Pito, a quien se le vino a la boca este tratamiento para suavizar el tú que también empezó a usar-, si te parece, como a mí, que no es muy católico que estemos en ayunas a las doce del día, manda a esos fámulos tuyos que nos hagan un almuercito.

-También yo tengo ganas, ¡vaya! -dijo el solitario entrando en la casa y dando sus órdenes a Jusepa.

 

II

 

El marino se fue a dar un paseíto y a tomar el sol, que aquel día, después de una mañana calimosa, picaba bien. Se sentía ágil, vigoroso, con ánimos para tirar mucho tiempo y gozar de la vida, espíritu y cuerpo dispuestos a nuevas empresas. Conviene añadir, para completar la historia del buen navegante, ciertas explicaciones de cosas que le habían pasado aquellos días, a saber: que con la rusticación, la vida al aire libre en país tan sano, las comidas metódicas, la paz del ánimo, se le recalentó la fría sangre, despertando en él dormidos instintos, y retrotrayéndole a la mocedad. La afición al mujerío, que fue la debilidad capital de su vida y ocasión de sus quebrantos, se le reverdeció en términos que se pasaba las horas de otero en otero, soñando con poéticas aventuras y con deleitables encuentros en medio de la soledad no morosa del monte. Pero la realidad no correspondía a sus delirios, porque si alguna hembra se parecía por allí, era comúnmente más fea que el Demonio. Con su imaginación remediaba el capitán estas jugarretas de la caprichosa realidad, y no necesitaba forzarla mucho para figurarse que a la vuelta de un matorral, o en el hueco de una peña, se iba a tropezar con alguna zagala preciosa, ataviada de verdes lampazos.

La zagala ¡ay! en paños menores no salía por parte alguna; pero como a falta de pan buenas son tortas, empezó D. Pito a mirar con ojos poéticos a las zafias labradoras de refajo y moño que pasaban hacia el puente. A todas les echaba piropos alambicados, llegando a proponer a más de cuatro que le quisieran, y como las tales mozas, antes que enamoradas de él, parecieran temerosas y sorprendidas de su facha, el marino dedicaba un ratito de la mañana a componerse y acicalarse, peinándose con agua las greñas, ladeándose el gorro de piel y atusándose con saliva los cerdosos bigotes. Viendo, en fin, que ni por esas daba golpe, concentró todos sus afectos y esperanzas en Jusepa, determinándose a borrar mentalmente la fealdad de la moza, transformándola en hermosura cabal y sin tacha. La Naturaleza había compuesto en ella a uno de sus más esmerados ejemplares de antídoto contra el amor, dándole una patata por nariz, ojos de pulga, boca de serón, color de barro crudo, cabellos ralos, desiguales y no muy blancos dientes. Tenía en cambio cierta tiesura gallarda, pues la Naturaleza rara vez extrema sus agravios, ciertos andares que podrían pasar por airosos, el seno de no escaso bulto, y los brazos bien torneados. Pues estas cualidades bastáronle a D. Pito para construir en su mente una diosa. Rechazado con brío a las primeras insinuaciones, se creció al castigo, y la acosaba y la perseguía sin dejarla vivir. Con los descalabros, fácilmente pasó del capricho a la pasión, y se sintió invadido de idílicas ternuras, de melancolías románticas. Hasta se le ocurrió escribirle cartas apasionadas, y momentos hubo en que se creyó el hombre más infeliz del mundo porque su ingrata no sabía corresponderle más que con un par de coces o tal cual relincho.

«No soy tan feo yo -pensaba, componiendo la cara lo mejor que podía-, ni mi vejez es tanta que inspire repugnancia a una buena moza. Bastantes, y bien guapas, se han vuelto locas por mí. Y aunque no soy bonito, tengo muchísima sal para mujeres.

Representábase a Jusepa como una virtud arisca y a prueba de tentaciones, y esta idea le espoleaba más para vencerla y rendirla. No poseyendo más caudal que su ternura, la derrochaba a manos llenas, y el hombre, en su crisis senil, hasta poeta se volvía. Aquel domingo, mientras disponían el almuerzo, fuese un rato al monte a contarle sus cuitas a los romeros y tomillos, echando del pecho sus giros como puños, y pidiendo a las ninfas o genios silvestres algún talismán con que ablandar aquel pedazo de divinidad en bruto llamado Jusepa. La misma dama de sus pensamientos fue quien le llamó a comer, desde el camino, con voces que en orejas menos predispuestas a lo ideal que las de D. Pito, hubieran sonado como el dulce rebuznar de una pollina. «¡Eh, so Mojiganga! venga... ya tié el pienso en el pesebre».

Fue corriendo a toda máquina; pero alcanzarla no pudo, antes de entrar en casa, con el delicado objeto de darle un pellizco en el brazo, o donde pudiera. Ángel le esperaba sentado ya a la mesa, y los dos almorzaron con buen apetito. De sobremesa, el marino dio rienda suelta a su locuacidad, atizándose copas, y tanto se arreó, que hubo de desbocarse por los siguientes despeñaderos:

«Mira, maestro; yo he pensado que, pues vamos a reunirnos al modo de frailes, no debemos meternos en grandes penitencias. Lo que salva no es privarse del consuelo inocente; lo que salva es hacer bien al prójimo, dar a cada uno lo suyo, y respetar la vida, la honra y hacienda de Juan y Pedro; lo que salva es ser humilde y no injuriar. Pero porque comas pescado, porque bebas vino o aguardiente no te han de quitar la salvación, si te la ganas con buenas obras. Y hay otro punto que debemos tratar antes de meternos mucho en honduras frailescas. ¿Vamos a ser todos hombres, o habrá jembrerío? ¿Vamos a estar separados, varones a una parte, las niñas a otra?

Ángel le respondió que no se ocupase de lo que no le importaba, que ya le dirían dónde le pondrían y cómo había de vivir, sometiéndose o retirándose según le conviniera.

«Porque yo -prosiguió el capitán, inspirado-, tengo mis ideas, y las voy a decir para que no se me pudran dentro. ¿Que son disparates? Bueno. ¿Que son acertadas? Mejor. Pues yo sostengo que eso de prohibir el amor de hombre a mujer y de mujer a hombre me parece que va contra la opinión del Ser Supremo. El querer no es pecado, siempre que no haya perjuicio de tercero, y si pusieron en la tabla aquel articulito fue por razones que tendría el señor de Moisés allá, en aquellos tiempos atrasados. Pero no me digan a mí que por querer se condena nadie.

-Presentada la cuestión así - dijo Guerra-, yo también sostengo lo mismo. Por amor nadie se condena; al contrario...

-Ni se peca, hombre, ni se peca en nada de lo que al amor toca... ¿Que tienes un retozo con mujer libre? Pues no faltas, no faltas, y asunto concluido. Vamos al caso. A mí no me entra religión con esas abstinencias, aunque lo digan siete mil concilios, Carando, francamente, pues cuanto existe en la Naturaleza es de Dios, y no hay quien me quite esto de la cabeza. Yo, ¿por qué lo he de negar? en cuanto veo un buen palmito, ya se me está cayendo la baba. No lo puedo remediar; no paso porque me obliguen a hacer fu al elemento femenino. ¡Yo con cogulla, yo bajando los ojos al pasar junto a una dama, o pongo por caso, de una labradora! No, maestro; eso no va conmigo. Si me ponen hábito y me llevan en procesión, a la primerita mujer que vea le largo un par de besos volados, y cuatro retóricas dulces, de las que yo sé.

-No se te privará de echar requiebros a las labradoras; pero bien comprendes tú, amigo Pito, que una reunión de personas con fines religiosos no puede ser como tú la imaginas en este punto grave del querer. Proscribir en absoluto el amor, nunca... Pero la licencia, el escándalo, ¿cómo se han de permitir?

-Pues si no proscribes el amor, dime cómo lo vas a establecer.

-Si yo no lo establezco, Pito querido.

-Ta, ta, ta... Es que no tienes plan acerca de tan grave particular. Pues mira, ese plan te lo voy a dar yo. Escucha, y no te rías, porque yo soy muy serio. Cierto es que no tengo estudios; pero he viajado, he visto muchísimo mundo; la mejor lectura es el viaje, y no hay libro como el globo terráqueo. Si tratas de reunirte con otros buenos, y con otras buenas, ¿por qué no rompes con estas rutinas de Europa, con estas antiguallas de las religiones de acá? Si nos vas a dar una secta nueva, ¿por qué no adoptas una que sirva para aumentar la especie humana y perfeccionarla; una que, en vez de privarnos de las gracias del bello sexo, que son la mejor hechura del divino Señor, nos las multiplique? Eso de la castidad, ¿a qué conduce? A que se acabe el mundo. ¿Pues no es mejor repoblarlo? ¿No son los niños tan bonitos y tan queridos de Dios? Pues en vez de secarnos y consumirnos en esa castidad que daría fin a las criaturas, ¿por qué no aumentamos el número de nenes?

Ángel le miraba sin saber a donde iría a parar, y la risa retozaba en sus labios.

«Las cosas claras, maestro. La mejor de las sectas es la de los mormones. ¿A qué esas risas? ¿a qué ese asombro? Escúchame. No lo tomes a broma. ¡Ah! es que estáis aquí muy atrasados. Vete al Occidente de la gran República, y verás. (Exaltándose.) Yo puedo hablar, porque lo he visto, sí señor, lo he visto, Carando, y nadie me lo cuenta. ¡Me caso con mi abuela! óyeme; no te rías, atiende a lo que digo. En un viaje que tuve que hacer de Nueva York a San Francisco por el ferrocarril de mar a mar, me puse malo y tuve que quedarme en una estación, de cuyo nombre no me acuerdo, en el estado de Utah. Yo dije:

«Pues no me voy de aquí sin ver a esos polígamos de que tanto se habla», y me planté en el lago Salado, y visité la ciudad mormónica. ¿Qué te crees tú? ¿Qué allí no hay religión? ¡Pues si oyeras aquellos cantos por las calles y vieras la devoción con que están en el templo, oyendo al mormonazo que les predica!... Cada varón tiene en su casa diez o doce chicas... Y que las hay... de patente (Besándose las puntas de los dedos.) ¿Pero de qué te ríes?... ¡Si creerás que allí no hay moralidad! Más que aquí, pero más. Allí ni robos, allí ni asesinatos, allí ni riñas, allí ni cuestiones. Y tan civilizados como en Chicago o en Boston, ¡Carando! y activos y trabajadores como ellos solos. Otra cosa que te maravillará: las mujeres no arman peloteras, aunque a veces se juntan veinticinco en la casa de un mismo señor sacerdote, pues allí todos los hombres dicen misa, quiero decir, que hacen culto y ceremonias de pateta que el Demonio que las entienda. (Sulfurándose.) Pero si estoy hablando en serio. Te diré más: el famoso Brigham Young me convidó a comer. Es un hombre sumamente echado palante, simpático, buena persona, buena; y allí le quieren...! vamos, que se dejarían matar por él. No bajan de doscientas cuarenta y siete las prójimas que ha tenido desde que es jefe o papa de la secta. Cuando yo le vi, sus esposas me parece que eran veintitrés. ¡Y qué bien le guisaban, qué bien le cosían, qué bien le planchaban las camisas! Figúrate tú si será padre el hombre, que en una semana sola le nacieron nueve chiquitines. Con los que ha tenido desde que empezó, se podría formar un pueblo... Te digo que da gusto aquel país. ¡Y qué ciudad tan bonita, tan, limpia y tan floreciente! El amigo Brigham me enseñó todo, y por las noches me llevaba a su casa, donde teníamos concierto, y allí oirías a las niñas cantando salmos, con un sonsonete gangosito como las monjas de acá. Y que me quería el hombre, puedes creerlo, y hubiera dado cualquier cosa por convertirme a su religión condenada. Allí bautizan, dándole a uno un remojón de cuerpo entero en el lago. Pero yo no quise tomar baño, y me largué viento en popa. Brigham me dio unos librotes que dijo son la Biblia de ellos, y el Libro santo y la santísima qué sé yo. Nunca pensé leerlos, y se me perdieron en el naufragio del Colorado. ¡No puedes figurarte cuánto envidiaba yo al sujeto aquel tan listo, y tan...! Vamos, maestro, no te rías, que lo que te cuento es la verdad pura. Para concluir: haz caso de mí, y si fundas algo, arréglanos una sectita como la del lago Salado. No creas que te van a hacer la oposición, no; tendrás prosélitos a miles. Un poquillo de alboroto habrá, pero tú no haces caso, y avante. Para evitar que digan o no digan, ¿sabes lo que haces? Pues reducir la cosa a términos discretos. No consentir que cada varón, monje, sacerdote o lo que sea, se descuelgue con un serrallito de muchas plazas, sino establecer que el género se reparta a tanto por barba, de modo que cada hermano tenga su par de hermanitas... y basta... (Con entusiasmo.) Sí, hombre, decídete, y déjate de simplezas. Pero si lo enamorado no quita lo religioso. Saldremos en procesión, cantando novenas y maitines, y el rosario de la aurora; educaremos muy bien a las criaturas que vayan saliendo; y todos, hombres y mujeres, quedan obligados a trabajar de sol a sol; viviremos en paz, sin envidias, ni celos, ni trapisondas, y practicaremos las obras de misericordia, curando tiñosos, refrescando sedientos y albergando a todos los peregrinos que caigan por aquí. Pocos sitios habrá en el mundo más al caso que este cigarral, y se le pondrá un nombre bonito, que disimule bien, como por ejemplo: la Ciudad Salada, o San Bolondrón bendito... Eso tú.

Oyó Guerra estos despropósitos, primero con tentaciones de risa, después con enojo, por fin con lástima, sentimiento más adecuado que ningún otro al lamentable desorden cerebral del pobre marino. Intención tuvo de echarle un buen sermón contra el mormonismo; pero luego cayó en la cuenta de que sería pedantería inútil disparar razones contra un entendimiento completamente embotado por la chochez y el vicio. Vio a D. Pito como un caso admirable para ejercer las obras de misericordia, un enfermo que necesitaba asistencia, y nada más.

 

 

III

 

La primera persona a quien Guerra confió el secreto de su resolución fue D. Tomé, en la estrecha sacristía de San Juan de la Penitencia, después de misa; y tan de sorpresa cogió al capellán la revelación, que su linfático temperamento no pudo recibirla con el asombro y júbilo que parecían del caso. Un rato estuvo el hombre suspenso y como entontecido, soltando monosílabos que más bien expresaban susto que otra cosa, y por fin dio rienda suelta a su alegría, poniéndose a punto de llorar de gozo. «Supongo -dijo a su amigo-, que entrará usted en el Seminario».

Guerra no supo qué contestar. No había pensado entrar en el Seminario, ni creyó que tal entrada fuese menester. Asustole la idea de someterse a disciplina escolástica, y convertirse en motilón aunque por poco tiempo, y su mal domado carácter dio un brinco, haciéndole decir: «¿Al Seminario? No será preciso: Veremos».

Encargó después al capellán que no divulgase la noticia hasta que llegara la ocasión, y se fueron a su casa. Aquel día, o quizás el siguiente, pues sobre esto no hay seguridad, recibió Ángel una carta de Leré, bastante extensa, llena de exhortaciones y consejos emanados de la sabiduría divina, trazándole un plan de conducta para la preparación. Sin mentar para nada el Seminario, le recomendaba que se viera con D. Laureano Porras, hombre muy al caso para llevarle derechito a donde se proponía ir. Al propio tiempo le indicaba que las visitas al Socorro debían ser ya menos frecuentes, quedando reducidas a una por semana, los lunes, a las cuatro de la tarde. Que esto le supo mal al aspirante a clérigo, por sabido se calla; pero como procedía de su doctora infalible, concluyó por creerlo bueno y razonable. Dos días después de la carta fue, según en la misma le indicó su amiga, a la calle de los Aljibes a presentarse al Sr. de Porras. Pero Dios lo dispuso de otra manera (sus razones para ello tendría), y cuando Guerra entró en la casa, creyendo habérselas con el capellán del Socorro, encontrose delante de una señora gruesa, o más bien hinchada, que por las trazas parecía hidrópica, la cara de color de cera tirando a verde terroso, mal vestida y peor tocada, con una especie de turbante por la cabeza, en la mano un palo, la cual entre lágrimas y suspiros le notificó que su hijo Laureano había caído con pulmonía doble, y que mientras el Señor decidía si se lo llevaba o no, quedaba encargado interinamente de la dirección espiritual del Socorro D. Juan Casado. Acompañó Ángel en su tribulación a la excelente y por tantos motivos compasible doña Cristeta, y se volvió a su casa, donde seguramente recibiría nuevas órdenes de Leré. En efecto, las órdenes llegaron, no en esquela ni recadito, sino que fue portador de ellas el propio Casado, con toda su fea personalidad.

Al cuarto de hora de palique en la salita baja de Teresa Pantoja, mirábale Ángel como un buen amigo; de tal modo le cautivaron su gracejo, su naturalidad, el tono sencillo y sin afectación con que hablaba de asuntos religiosos. No mentó el capellán interino a la novicia del Socorro, y díjose enviado por su prima Sor María de la Victoria, Superiora de la Congregación. «Me ha dicho que tiene usted que consultar conmigo importantes resoluciones, y los caminitos que hay que seguir para pasar de la vida seglar a la vida eclesiástica. Bien, me parece bien. Hablaremos cuando usted quiera y todo el tiempo que usted quiera, porque mientras no venga la época de sembrar el garbanzo, de Toledo no pienso moverme... Ya sabe usted que soy labrador... tengo ese vicio, esa chifladura. No sé si en mi estado, y vistiendo estas faldas negras, resulto un poquitín extraviado de los fines canónicos. Yo creo que no; pero bien podría ser que mi pasión del campo menoscabara un poco la santidad de la Orden que profeso. No me atrevo a rascar mucho, no sea que debajo del destripaterrones aparezca el pecador. Lo único que digo en descargo mío es que hago todo el bien que puedo, que no debo nada a nadie, que mi vida es sencilla, casi casi inocente como la de un niño; que si ahorqué los libros, no ahorco los hábitos, y siempre que se me ofrece ocasión de ejercer la cura de almas, allí estoy yo; que no me pesa ser sacerdote, pero que si me pusieran en el dilema de optar entre la libertad de mi castañar y la sujeción canónica, tendría que pensarlo, sí, pensarlo mucho antes de decidirme. Por esto verá usted que no me las doy de perfecto, ni siquiera de modelo de curas... ¡Bueno está el tiempo para modelos! Ni hallará en mí un hombre de ideas alambicadas y rigoristas, de esos que todo lo ajustan a principios inflexibles, no señor... Ya sé yo lo que quiere el Sr. de Guerra: en mí tendrá un consejero leal, un buen amigo, un compañero, que desea serlo más y con lazos de estado común y de amistad más firme. Ya nos conocíamos, Sr. D. Ángel; ya bregué yo en otra parte con personas muy ligadas a usted... cuando el Diablo quería. En fin, que me tiene muy a sus órdenes en mi casa, que es suya, todas las mañanas y tardes y noches... hasta la siembra del garbanzo. (Echándose a reír.) Después, ni un galgo me coge. Tendría usted que ir a buscarme allá, y me encontraría a la sombra de un olivo, o con la escopeta, dándoles un mal rato a los conejos. Ya he dicho a esas buenas señoras y a mi prima Victoria que cuenten conmigo mientras esté enfermo el pobrecito Porras. Conque, ya sabe, calle del Refugio, vulgarmente llamada de los Alfileritos. Con Dios, y hasta cuando guste».

No tardó Ángel en plantarse allá, tal prisa tenía de entrar en consorcio espiritual con un sujeto que le era simpático, que le parecía instruido, fuerte en toda la ciencia humana, así la que se aprende en los libros salidos de la imprenta, como la que anda y habla y come en los textos vivos que llamamos personas, escritos a veces en lenguas muy difíciles de entender. Guerra, no obstante, se ponía en sus manos por vía de ensayo leal, esperando a conocerle de cerca para decidir si debía entregarse definitivamente a él en cuerpo y alma. Más que por su inteligencia tolerante y por su afabilidad seductora, Casado le atraía por una cualidad resultante de la combinación feliz del carácter con circunstancias y accidentes externos. El hombre era absolutamente desinteresado, quizás por la independencia dichosa que gozaba. Sin la seguridad de esta independencia en el que había de ser su iniciador, Guerra no se habría entendido con él, pues quería que su padrino tuviese no sólo el desinterés personal sino el colectivo, es decir, que no apostalizase por delegación de una de esas órdenes poderosas y de organismo unitario, que aspiran a absorber o desleír al individuo, haciéndole desaparecer en la masa común. Así, aunque Ángel había llegado a admirar a los jesuitas y a comprender su irresistible fuerza de catequización, no quería meterse con ellos, porque... lo que él decía: «Me quitarán mi individualidad; perderé en el seno de la orden toda iniciativa, y la iniciativa es parte integrante de la resolución que he tomado. Porque yo me consagro a Dios en cuerpo y alma; le entrego mi vida y mi fortuna; pero quiero entenderme directamente con él, salvo la subordinación canónica y mi incondicional obediencia a la Iglesia; quiero conservar dentro de las filas más libertad de acción de la que tiene el soldado raso, lo cual no impedirá que yo someta mis planes al dictamen augusto del que en lo espiritual a todos nos gobierna. Huiré, sí, cuidadosamente de englobar en persona y mis bienes en un organismo que admiro y respeto, pero que va a los grandes fines por camino distinto del que yo quiero tomar. Y que hay diferentes caminos lo dice la variedad de familias eclesiásticas existentes dentro del Catolicismo, institutos nacidos de las diferentes fases que en el transcurso del tiempo va presentando la sociedad. Yo no entro en la Iglesia docente como átomo que a la masa se agrega; creo que mi misión es otra, y que no soy soberbio al expresarlo así».

Con tales ideas, no es extraño que viera en D. Juan el hombre como de encargo para apadrinarle y dirigirle en aquella empresa. El único pero que, alambicando mucho las cosas, podía ponerle, era el profundo egoísmo que revelaba su exclusivo amor a las delicias del campo y de la agricultura, relegando a segundo término sus obligaciones sacramentales. Pero este egoísmo, como elemental y, si se quiere, constitutivo en la Naturaleza humana, no resultaba odioso, máxime cuando Casado no era tirano con sus deudos y arrendatarios, y hacía mucho bien a la gente menesterosa de la región agrícola en que tenía sus propiedades. No quedaba, pues, como argumento de algún valor en contra suya, más que la afición loca del campo, por el regalo, la libertad y los mil gustos y satisfacciones que le producía, sin los apuros del labrador pobre. Vivía en medio de todos los bienes, paladeando la vida, no dando más que lo sobrante y muy sobrante, viendo trabajar a sus sirvientes, recreándose con los frutos de la Naturaleza, sin ninguna clase de angustias ni afanes para obtenerlos. Pero esta clase de egoísmo, tan refinado y sutil que apenas se distingue entre otros egoísmos groseros y de bulto que hay en la sociedad, no le quitaba la estimación de su apadrinado, el cual era bastante listo para comprender que no se puede pedir a la humanidad, fuera de ciertos casos, más de lo que naturalmente puede dar. Los santos son rarísimos, las criaturas excepcionales, como Leré, nacen de siglo en siglo. Si D. Juan Casado no hubiera sido, de oficio, vendimiador de almas, no habría que ponerle tacha por mirar más a las viñas del hombre que a la del Señor. Seglar, sería un modelo de ciudadanos, perfecta partícula del Estado, piedra robusta y bien cortada de la arquitectura social. Su pasión era la más noble que existir puede, la más útil, y a boca llena lo repetía, apropiándose un texto del amigo Cicerón: Nihil est agricultura melius, nihil uberius, nihil dulcius, nihil homine libero dignius. ¡Ah! ¡pues si él fuera libre! Pero no lo era: en su coronilla llevaba un disco sin pelo, bien rapado, marca de pertenencia a un amo que cultiva y pastorea tierras y ganados mejores que los de Cabañas de la Sagra.

 

 

IV

 

En casa propia vivía Casado, la cual era de las mejores de la calle de los Alfileritos, antigua, con el escudo de cinco estrellas, emblema del cardenal Fonseca, a cuya familia perteneció, habiendo pasado después a ser propiedad de la hermandad del Refugio, que no era otra que la Ronda de pan y huevo.

Nada de particular tenía el patio, de columnas de granito en los cuatro lados. Los evónymus, plantados en enormes macetas rojas como tinajas habían adquirido extraordinario desarrollo: eran verdaderos árboles que elevaban hasta el piso alto sus copas de perenne verdor.

Al entrar de visita, Ángel se pasmó de la longitud de la sala en que le recibieron, pieza que podía competir en dimensiones, si no en ornato, con la Sala Capitular de la Catedral. Las puertas vidrieras que en las cabeceras comunicaban por un lado con el gabinete y alcoba de Casado, por otro con el comedor, eran monumentales, de arco ondulado a estilo de cornucopia, y pintadas de azul. Sus vidrios cortos y el plomo inseguro de las uniones hacían al abrir y cerrar, o cuando pasaba alguien, una especie de musiquilla semejante a la de un piano antiguo, de esos que llevan ya cincuenta o sesenta años sin que hieran sus cansadas teclas más que los chiquillos de tres generaciones. Las paredes de esta disforme cuadra se veían apenas, tan bien cubiertas estaban de objetos mil, por los cuales atónita se esparcía la vista, solicitada de tanto colorín y de tanto mamarracho heteróclito. No era nuevo para Guerra aquel ordenado desorden de cosas diversas, y vio en él la mano de una de esas mujeres hábiles y apañadoras que de todo sacan partido para engalanar su vivienda. Porque no existe cosa alguna de trabajillos manuales ni de habilidades monjiles o de colegio de señoritas, que allí careciese de representación. No faltaba ninguna casta de perritos bordados, ni modelo alguno de marcos para estampas y fotografías, pues los había de paja, de papel cañamazo, de flores de cuero, de talco, de conchitas, de hilillos de vidrio, de cañas, de ramitas de ciprés, de obleas, de peluche y de cuentas ensartadas en alambre. La cantidad de retratos era tal, que con ellos se podía formar un pueblo. Ángel se entretuvo un rato mirando las cartulinas descoloridas o flamantes, grupos de familia, señoras gordas, señoritas flacas, cadetes novios, grupos de niños, criaturas muertas, curas, militares, toda una sociedad, toda una generación, en esas posturas que jamás toman las personas en la realidad. La vista se extraviaba entre tanta baratija, pues todos los espacios, encima y debajo de los muebles, hallábanse ocupados por muñecos mil, frágiles y grotescos, figurillas de nacimiento, y entre ellos, arrimados con cierto arte a los objetos de bulto, cromos pegadizos de los que dan de premio en los colegios, o de los que visten las pastillas de chocolate. Por aprovechar todo, la mano allegadora de la diosa que en aquel recinto imperaba, había colocado también allí, adhiriéndolos a la parte inferior de los fanales que tapaban floreros, envolturas de cajetillas habanas, de esas que ostentan la fábrica de cigarros o un vapor pasando por delante del Morro. Hasta las cubiertas de los librillos de papel de fumar tenían allí su puesto.

Pues digo; si se fueran a examinar una por una las cajitas de cartón, no se acabaría en media semana, pues las había de cuantas clases ha imaginado la industria tenderil, de dulces, de pastillas para la tos, de jabones finos, de paquetes de polvos, todas colocadas buscando la simetría en tamaños y colores. Los caracolitos de diversa forma, los tarros de pomada con el retrato de la emperatriz Eugenia, las tazas sueltas de juegos de té, los palilleros sin palillos, las vajillas de muñecas, los pitos de feria, no se podían contar. De lo que Guerra se admiraba más era de que todo aquel sin fin de cachivaches estuviese limpio de polvo, todo perfectamente ordenado y dispuesto, señal de que existía una persona exclusivamente consagrada a cuidarlos. Sobre las láminas, que eran la historia de Moisés, de lo más malo que en el género de estampas se conoce, con marcos de caoba, lucían algunos penachos blancos, de esa espiga que llaman cinerea, y por aquí y allí colgaban cintajos y lazos que fueron moños de guitarras o panderetas. El sofá y los sillones no podían en rigor carecer de los antimacasares de rosetas de crochet, blancos con motita roja en el centro, y había un almohadón que semejaba un puerco-espín con picos de lanilla de todos colores. Ni faltaba tampoco la alfombra casera, de pedacitos, ni el gorrete tapando el tubo de la lámpara de petróleo, jamás encendida, ni la canastilla de flores de trapo colgada del techo y con funda de tul verde. De antigüedades sólo había un fragmento de bajo relieve en madera estofada, que debía de ser de algún retablo, con una cabeza como de sayón, con turbante, cara grotesca enseñando la lengua, y la mitad de otra cara. Cubría el pavimento de la vasta pieza alfombra de fieltro, flamante, bien cuidada. Cuando no había visita, las pesadas maderas de las dos ventanas se entornaban para que no entrase la luz solar a comerse los colorines de la estampada alfombra; y en el centro, frente al sofá, campeaba un brasero de copa, que por lo limpio brillaba como el oro, y nunca tuvo lumbre. Pero se quería obtener con él sin duda un efecto de calefacción moral, porque las visitas sólo con mirarlo se iban consolando del frío de la sala, aun en la estación más rigurosa.

Más interesante que aquel templo de las baratijas era la divinidad, llamémosla así, que en él moraba, Felisita Casado, viuda de Fraile, hermana del cura, la cual apareció en la sala antes de que Ángel tuviese tiempo de examinarla toda. Era de bastante más edad que su hermano, y habría pasado por su madre si en la fealdad se le pareciese. Pero no: tenía Felisita mucho mejor lámina que el clérigo, y en su rostro, más bien envejecido que viejo, algo había que daba fe y testimonio de no haber espantado a la gente. Ni asomos de presunción quedaban en ella, y se presentó con el busto cruzado por una toquilla obscura, falda de hábito del Carmen con cordón, zapatos de orillo y mitones color de tabaco. Su cuerpo se encorvaba ligeramente como si padeciese un dolor de cintura, y su cabeza no se mantenía bien derecha. Recibió a Guerra con agrado, diciéndole que su hermano no podía tardar, que le esperase. Mirábale con cierto recelo, como si temiera que al sentarse le chafara el cojín de picos, o le ensuciara la alfombrita con el fango pegado a las botas. Quizás por no ver profanado su santuario, en el cual, abierto el balcón para la visita, entraba un sol descarado que se iba a comer los colores de la alfombra, invitó a Guerra a pasar al comedor. «Usted es de confianza -le dijo-, y estará mejor y más a gusto aquí».

Antes de que Ángel pasara al comedor, Felisita entornó las maderas, expulsando al sol con un gesto tiránico y de pocos amigos. ¡Bonita se pondría la alfombra, y todo, Señor, todo, con aquella luz que entraba tan atrevidamente a curiosear en la sala! En el comedor ya podía colarse de rondón, porque el piso estaba cubierto de estera de empleita ordinaria, amarilla y roja, formando algo como las barras de Aragón, y aunque las paredes y el aparador igualaban a la sala en lujo de chucherías, éstas no eran tan selectas como las otras. Dos señoras bastante entradas en años, amigas de la viuda, se congregaban junto a un brasero, no simbólico como el de la sala, sino lleno de cisco bien pasado. El comedor tenía cierro de cristales a la calle, con dos jaulas de codornices y una de jilguero o verderón. El gato hermosísimo, gordo, manso, perezoso, de color cenizo y ojos de topacio, se amodorraba sobre el sofá de Vitoria con cojinetes de percalina encarnada.

Atendía Felisita al visitante, sin olvidar a sus dos amigas, y mientras le hablaba para entretenerle, no podía dejar de pensar que los paños de crochet de los sillones de la sala se habían torcido con la visita; que uno de ellos, pegándose a la espalda del Sr. de Guerra, al levantarse éste, se había caído al suelo, y que la alfombrita de pedazos quedó con la punta doblada y con algunas impresiones de barro sobre sus inmaculados colorines. ¡Vaya que tener las cosas tan bien arregladitas, y pasarse la vida cuidándolo todo, para que lo desarregle y lo ensucie el primero que viene de la calle! ¡Qué vida esta, Señor, tan miserable y angustiosa!

Pero nada de estas quemazones internas dejaba traslucir Felisita conversando con Ángel, y en tono gangoso y con los más comunes y manoseados conceptos hablábale del frío extremado de aquel año, de las funciones de la Catedral y de la subida del pan. La buena señora compartía su vida entre dos afanes: consistía el primero en madrugar y ser de las primeras que aguardaban, en la Puerta Llana, a que Mariano el campanero abriese la Catedral, y de allí no salía hasta después de misa mayor, para volver por la tarde a vísperas. El resto del tiempo consumíalo el afán de arreglar su casa y tener bien limpio todo aquel matalotaje, cada cosa en su sitio. Y tan a pechos tomaba estos dos órdenes de ocupaciones, que por cualquier falta o contratiempo que en una u otra ocurriera se ponía mala. Lo mismo le daba el mal de corazón o la dispepsia flatulenta cuando alguien le ensuciaba la sala o le descomponía sus altaritos, que cuando al señor Deán le dolían las muelas y no podía asistir al Coro, o cuando Palomeque, por ser un tumbón muy amigo de su comodidad, dejaba de decir la primera misa del Sagrario. La vida de Felisita era un continuo sufrir. Tres días horribles de flato y acideces y rescoldera de estómago pasó una vez por que al pertiguero D. Lucio de la Rosa se le cayó la peluca en una festividad solemne. La distribución de su tiempo y de su atención entre estas dos esferas de actividad variaba según las ausencias y presencias de su hermano. Hallándose Juan en Toledo, acortaba la señora por el lado eclesiástico, aumentando por el doméstico, y al revés cuando el clérigo se iba a Cabañas. Eran en sus gustos y aficiones tan contrarios, que Felisita detestaba el campo, y por nada de este mundo habría acompañado al clérigo en sus excursiones fuera de la ciudad natal. Las hermosuras de la Naturaleza eran para ella como caracteres de un idioma desconocido. Su verdadero campo era la Catedral, y el ambiente más regalado el que a incienso y cera trascendía. ¿Qué árboles más bonitos que los haces de columnas que sostienen las bóvedas, ni qué cielo más hermoso que éstas? ¿Qué pajarillos más canoros que el flauteado del órgano? ¿Qué mugido de buey igualaba a la voz de Fabián? ¿Ni cómo habían de compararse las faenas de la recolección con una fiesta doble de primera? ¡Cuánto más simpáticos los canónigos, salmistas, pertigueros y monagos que toda la caterva de mozos de labranza, peones, gañanes y pastores, gente ruda, mal hablada, con aquellas manazas que parecen pezuñas y aquellas greñas sin peinar... puf...!

Su continua presencia en la Catedral durante luengos años habíale dado un saber litúrgico que ya quisieran para sí muchos clérigos. Sin haber hojeado nunca la cartilla de la diócesis, se sabía el color de las vestiduras para todos los días del año, y en cuanto al complejo ceremonial de las dominicas de Adviento, y desde Septuagésima a Resurrección, podría dar quince y raya al propio maestro de ceremonias. Conocía la serie de arzobispos desde D. Gil de Albornoz para acá, sin que se le perdiera uno en la cuenta, llamándolos el señor Tal, el señor Cual, y su hermano le consultaba más de una vez, por no tener tan bien ordenados los catálogos de su memoria.

Cuando Juanito estaba en el campo, la viuda de Fraile y su criada, una chiquilla sagreña, vestida de estameña de Madridejos y pañuelo de talle de los llamados del zurriago, figurilla parecida a las de nacimiento, se mantenían con muy poco. Un diario de cinco o seis reales les bastaba. Hallábase entonces Felisita en sus glorias, porque en la cocina no había nada que hacer, no venían visitas a revolver la sala, y todo estaba limpio, ordenado, cerradito. Podía eternizarse en la Catedral sin limitación de tiempo, hasta que bajaba el campanero con las llaves y el perro para cerrar la Puerta Llana.

Menos tiempo del empleado en dar a conocer a Felisita tardó en llegar D. Juan, quiero decir, que se apareció en ocasión que corresponde a la mitad de las referencias que acaban de leerse: al concluir éstas, ya el catecúmeno y el sacerdote se habían ido al cuarto de este, pasando por la sala, y allá estaban metidos en substanciosa conversación, de la cual algo, desde fuera, al través de los frágiles vidrios, se traslucía.

 

 

V

 

Entre otras prendas eminentes, dio el Cielo a Felisita una curiosidad a prueba de secretos, pues mientras más enigmáticas eran las cosas, más empeño ponía ella en descifrarlas. No habría tenido precio para egiptóloga, y si la emprende con los jeroglíficos de Menfis o con cualquier clase de garabatos en piedra o papiro, de seguro que les saca toda la enjundia que tuvieran, y aun un poco más. Su vista era de lince; su oído cazaba al vuelo toda sílaba perdida y las inflexiones lejanas de la voz. Desde que su hermano y Guerra se encerraron en el despacho o gabinete del primero, no tuvo sosiego, y para poder arrimar el hocico a la vidriera, despidió a sus amigas a fin de quedarse sola. Deslizose a lo largo de la sala, cuyas maderas cerró completamente para rodearse de obscuridad; sus zapatillas de fieltro eran el silencio mismo; pasó, cual si fuera a caza de un ratón, agachándose junto a los vidrios y aplicando la oreja derecha, que era la más lista de las dos y la que principalmente funcionaba en casos de espionaje mayor.

«¿Qué tratarán? ¿Será cosa de compras de tierras? No sé para qué quiere este hombre más fincas, cuando tiene ya media Sagra. ¡Ay, las tierras! no las puedo ver. Siempre pensando en el nublado, en el pedrisco. Y por causa de las condenadas tierras, tiene una que alegrarse cuando llueve, yo que detesto la lluvia.

A la primera sílaba pescada, entendió que no se trataba de tierras, sino de cielos, es decir, de cultivos espirituales. «Es cosa de conciencia -se dijo relamiéndose de gusto-. Ya; este señor será algún pecador muy malo, que quiere enmendarse, o algún marido burlado que pide el divorcio, y quizás están de por medio hijos naturales o esposas artificiales... Anda, anda, parece que hablan de una monja, de una hermanita del Socorro...»

Aguzó de tal modo el oído, que era como una lezna. ¡Y qué conceptos tan raros ensartó en el aire la sutil punta! Juanito preguntaba al señor aquel si su vocación era sincera, si no habría en ello alguna jugarreta de la imaginación, de esas que, por lo bien tramadas, engañan a la misma sabiduría. Luego contestaba el otro en voz baja y apenas perceptible, con gran impaciencia y enojo de la viuda de Fraile, que habría querido que gritara como un energúmeno. En cambio don Juan todo lo decía tan clarito, que un aspirante a sordo lo podría entender desde la sala. «Porque hay casos, se han dado y se dan casos de pasiones que a sí propias se creían espirituales y místicas, y luego ha resultado que por dentro de ellas corría el aliento de Satanás. Hay que estar muy en guardia y escarbar mucho, hasta descubrir el tuétano». Felisita sonreía admirando el talento de su hermano. ¡Pasión mística, resabios de amor mundano, vocación de sacerdote, monja de por medio! ¡Qué comidilla más sabrosa! La espía se chupaba los labios, como si tuviera entre ellos una pastilla dulcísima o un licor delicioso. Pero aquel condenado de hombre no se explicaba claro. Su voz era un muje muje, del cual apenas se destacaba tal cual sílaba, o alguna frase más bien adivinada que oída. Supliendo el conocimiento auditivo con la interpretación libre, entendió Felisita que la cosa había empezado por noviazgo, u otra forma cualquiera de amoroso enredo. Pero al fin, todo era puramente espiritual, y en cuanto a su vocación... Aquí la voz de Juanito arrojó nuevamente claridades deslumbradoras sobre el obscuro diálogo, y la escuchante pudo comprender que el sujeto aquel deseaba cantar misa. Realizada cumplidamente en él la más radical metamorfosis, el hombre viejo había perecido, cual organismo que muere y se descompone, saliendo de sus restos putrefactos un hombre nuevo, un ser puro... Luego siguieron palabras en tropel que apenas se entendían, porque D. Juan se puso de espaldas a la vidriera y echaba la voz para el otro lado.

Felisita no volvía de su asombro. ¡Aquel señor quería ser presbítero! ¡Cosa más rara! ¡Y ella creía que el presbítero nace y no se hace, es a saber, que la carrera eclesiástica se empieza siempre en la juventud, mejor dicho, en la niñez, y que sólo la siguen muchachos pobres y campesinos, rarísima vez los señoritos de familias urbanas y acomodadas! Entre las frases sueltas que pudo pescar, había oído «mi hija». ¡Luego era viudo, o tenía familia a espaldas de la Iglesia! Y sin duda era rico, porque algo dijeron también de cuantiosos intereses y de fundar un Asilo para pobres... ¡Vaya, vaya, que un caso como aquel no lo había visto la viuda de Fraile en todos los días de su vida! ¡Un caballero de buen porte, viudo, rico, meterse cura, consagrarse a cuidar enfermos y recoger mendigos callejeros! ¿En qué tiempos vivimos? ¿Podrá tal cosa suceder? El sueño, la historia, que viene a ser como un sueño retrospectivo, ¿pueden acaso revestirse de realidad y hacerse sensibles a la vista y al tacto del hombre despierto? La dama curiosa pensaba que es muy divertido vivir, cuando viviendo se ven cosas tan raras, y se puede llegar a la consoladora tesis de que nada es mentira.

Gran confianza tenía Casado en su hermana, y de todo le daba noticia, exceptuando, claro está, los asuntos de conciencia. Así pues, en cuanto se retiró el otro, no fue preciso que Felisita le instara para saber de su boca lo que en buena ley podía ser contado. Escuchó lo que con avidez la viuda, coordinándolo con los retazos tornados al oído por ella, y de todo formó su composición. Dígase en honor suyo que la curiosidad y manía de enterarse no iban acompañadas del furor chismoso, máxime en asuntos que pudieran relacionarse con su hermano. Era incapaz de profanar las confidencias delicadas que éste le hiciese, llevándolas a las tertulias de beatas que suelen improvisarse en algún rincón de Reyes Nuevos o de San Ildefonso, antes y después de las misas tempranas, o al círculo de cotorronas que en el comedor de su propia casa y al amor del brasero algunas tardes se formaba.

Pero de nada valía la discreción, pues a los dos días de la visita de Ángel a D. Juan, observó Felisita que era público y notorio parte de lo que ella escuchó pegada a la vidriera. En la casa de Mariano el campanero, allá en las alturas de la torre, donde tiene su vivienda el que modula todo aquel vocerío misterioso de los sonoros bronces, oyó hablar del caso, como noticia corriente en Toledo. A Guerra le conocían de vista dos señoras que hablaron de su próxima investidura eclesiástica; pero entre las verdades metieron mil exageraciones y patrañas: que el tal D. Ángel había sido masón de los peores; que en una de las trifulcas de Madrid mató él solo más de doscientos militares, y que su fortuna era tan grande, pero tan grande, que gozaba una renta de tantísimos miles de duros diarios. A cada paparrucha, seguía otra mayor, desafiándose las bocas a cuál disparataba más. Salió a relucir allí la rutinaria conseja, ordinariamente atribuida a un inglés, de que el Sr. de Guerra quería comprar al cabildo el cuadro del Expolio, dando por él la cantidad de onzas que cupieran bien colocadas sobre la tela, hasta cubrirla, y la otra fábula, también antiquísima y popular, de que el edificio proyectado por D. Ángel había de tener un número de puertas y ventanas igual al de los días del año. Todo esto se picoteaba en la galería de piedra del frontispicio de la Catedral, sobre la puerta llamada de los Escribanos o del Infierno, tomando el sol de la tarde. La tal galería, que corresponde a la morada del campanero, y es como balcón o solana a más de veinte metros de la calle, no tiene precio para sitio de tertulia. Los únicos ruidos que allí pueden turbar la placidez de la charla son el mugido del viento forcejeando con la torre, y el clamor vibrante de las campanas próximas. Entre las columnas de granito hay algunos tiestos, que alteran, desde fuera, la severidad arquitectónica. Las palomas, avecindadas en desconocidos agujeros de aquellas alturas, cruzan sin cesar por delante de la galería, desde la cual se ven también, considerablemente agrandados, los profetas y obispos que decoran el frontis, disformes, cabezudos, unos con mitra colosal, otros con emblemas de bronce o hierro en sus manos ingentes. El gato del campanero suele familiarizarse con toda aquella vecindad escultórica, y no tiene que brincar mucho para echar una siesta sobre el libro de San Fulgencio, que parece un Diccionario, o sobre el arpa de David.

Pues, como se iba diciendo, Felisita, en la tertulia campaneril, a la cual no pocas tardes concurría sin temor de los ciento diez escalones, se dio bastante tono, manifestándose mejor informada que las preopinantes, poniendo las cosas en su verdadero lugar, y atribuyendo a su hermano el mérito de la preciosa conversión del madrileño. Se habían hecho tan amigos, que D. Ángel no daba paso alguno sin previa consulta con su director, y no pasaba día sin que a la puerta llamara dos o tres veces. «Ya no tengo manos para tirar del cordón, y el tal entra ya en casa como si fuera la suya propia. Eso sí; es hombre fino, que cuando le estropea a usted un cojín o le deja barro en las alfombras, pide mil perdones, y a la chica me la tiene trastornada de tantas propinas como le da. Enjambres de pobres le esperan a la puerta cuando sale, por lo cual tengo el zaguán perdido de pulgas... y de otra cosa peor. Mi hermano le da libros y papelorios para que lea y se vaya enterando». Alguien dijo después haber oído que en cuanto Guerra se ordenase le harían arzobispo, pues era hombre muy bienquisto en la Corte, y se tuteaba con Ministros y personajes que fueron compinches suyos en la masonería.

 

VI

 

Era la viuda de Fraile gran madrugadora. Al toque de alba (doce solemnes campanadas que da Mariano poco antes de romper el día, y que se oyen de toda la ciudad), saltaba de su lecho y presurosa se vestía. En ayunas salía de casa, y arrebujada en su mantón color de papel de estraza, con zapatos de patio grueso y mitones obscuros, emprendía la marcha hacia la Catedral, por el jardinillo de los Postes y el Nuncio Viejo, comúnmente sin encontrar un alma. Ya los pájaros piaban saltando de rama en rama en las acacias de la plazuela de San Nicolás. La luz de la aurora, tímida y soñolienta, principiaba a dar vida y color a las partes altas de la ciudad; las sombras de las calles se atenuaban; oíanse cantos de codornices y algún esquilón de convento lejano, cuyo sonido parecía temblar de frío, como la mano de la monja que desde el coro tiraba de la cuerda. En las boca-calles refilaban corrientes de aire glacial, cortantes como espadas de la tierra. Aún no se oían los pregones del lechero y carbonero, ni el trote vivo de los caballos en que se reparte el pan a domicilio.

Llegaba Felisita a la Puerta Llana antes que las otras abonadas, a excepción de una de ellas, ciega, que debía de ir a media noche, pues la más madrugadora siempre la encontraba allí, hecha un ovillo junto a la vera. No tardaba en comparecer doña Mauricia, la tía de los dos capellancitos mozárabes, Úrsula Morote y otras beatas más o menos viudas, con quienes la de Fraile conversaba un ratito, echando pestes contra Mariano por su tardanza en abrir. Llegaba también un viejo con trazas de obrero inválido, capa raída de raja parda color de regaliz, calzón azul manchado de yeso, y montera o boina de lo más traído. Éste y otro de igual empaque eran candidatos a apóstoles, es decir, que habían puesto en juego sus influencias para figurar en el lavatorio del próximo Jueves Santo. Felisita les apoyaba con toda su privanza sacristanesca y capitular; pero se temía que vencieran otros pretendientes con mejores aldabas. Luego aparecía el monaguillo que ayudaba la misa del Santo, y al poco rato otros que para entrar en calor se ponían a jugar a la pelota contra el muro de la Catedral. Abríase la confitería de enfrente, y un señor arreglaba en el escaparate las bandejas de yemas y bizcochos.

La conversación de los fieles cristianos versaba sobre cosas pertinentes al objeto que allí les llevaba. «Hoy no nos dice la misa D. Julián, porque está de semana...» «Pues la del Cristo tendido la dice hoy el Sr. Luque, por que el Sr. Cascajares sigue fastidiado con sus dolores de estómago, y el médico le ha prohibido coger los fríos de la mañana...» «Don Francisco la dice hoy, pero no en San Ildefonso, sino en el altar de la Señora... » «¡Pero cómo se le pegan las sábanas a este Mariano! No tardarán las seis». El reloj confirmó esta opinión cantando por todo lo alto las seis, a punto que asomaba por el extremo occidental de la calle, como viniendo de San Justo, el canónigo Sr. Luque, tapándose boca y nariz con el manteo, y antes de llegarse a la Catedral se metió un momento en la confitería. No tardó en recalar por el Pozo Amargo don Francisco Mancebo, también embozado hasta los ojos, mejor dicho, hasta las vidrieras, que aquel día estaban de servicio. Oyose por fin el áspero chirrido de la llave con que María no abría, y fue saludado con un murmullo de satisfacción, como el que suena en los teatros cuando dan gas. La pesada puerta, se abrió despacio, y apareció el campanero, de capa, con un gorro negro calado hasta el pescuezo, y el manojo de llaves en la mano. Mientras abría la verja, las personas que esperaban le recriminaron por su tardanza, y él les gruñía, menos amable que su perro Leal, negro y de hermosa estampa, el cual salió brincando, dejándose acariciar de las beatas y olfateando a todos, dueñas y monaguillos. Precipitose dentro el grupo impaciente, y Mariano, seguido del perro, corrió hacia el otro lado de la iglesia para abrir las puertas de la Feria y las dos del Claustro.

Los feligreses madrugadores se esparcieron por las naves solitarias, frías, obscuras aún, anegadas en una penumbra suave que atenuaba los ángulos, profundizaba las concavidades y estiraba los haces de columnas. La luz matutina se introducía por lo más alto, y las ventanas orientales del crucero eran las primeras que se teñían de vivos colores, proyectando tonos naranjados sobre los segmentos de las bóvedas. La sombra se iba contrayendo hacia abajo, cortada duramente por las claridades azules que penetraban, al abrir y cerrar las hojas de los canceles. Las lamparitas de la Capilla Mayor y del Sagrario, lucían como lejanísimas estrellas, moteadas sobre las masas confusas de arquitectura, que a cada instante se iban desnudando irás de la sombra que las envolvía. Pocos minutos después de abierta la iglesia, salía la primera misa, que en tiempo frío se celebra en Reyes Nuevos, como el lugar más abrigado de la Catedral. Felisita y sus protegidos los presuntos apóstoles, algunas veces Teresa Pantoja, la oían, y ésta y la viuda de Fraile solían comulgar después de ella.

No pocas veces fue también D. Ángel, y una de las mañanas más frías de Marzo, cuando Felisita embocó a la Puerta Llana media hora antes de abrir, le encontró allí hablando con la ciega, que era la primera que llegaba. Saludáronse, y charlaron de cosas pertinentes al ramo de misas matutinas. Al entrar, propúsose ella no perderle de vista; pero por más que ojeó, no le fue fácil seguirle dentro de la vastísima cavidad del templo. En Reyes Nuevos no estaba, y mientras oía su misa, la Casado se devanaba los sesos calculando si D. Ángel oiría la del padre Mancebo en la capilla de San Ildefonso, o la de D. Julián en el Sagrario. Esto la desazonaba, porque ¿no era más natural que oyese las misas que a ella se lo antojara designarle? «Nada, Señor, que estos hombres convertidos no saben lo que se pescan». Grandes zozobras turbaban su espíritu, produciéndole, como fenómeno reflejo, dispepsia flatulenta y una molestísima opresión del epigastro. Las causas de su mal eran muy complejas: que D. Ángel no hacía las cosas a gusto de ella; que a la sobrina del canónigo Tesorero se le habían enconado los sabañones, y que se susurraba que aquel año no daría el Gobierno los ocho mil reales para el Monumento. Así se lo dijo un vara de plata, añadiendo otras noticias lastimosas, a saber: que las monjas de San Juan de la Penitencia, al arreglar las planetas moradas que debían usarse el Domingo de Ramos, las habían dejado cortas, y los señores canónigos y beneficiados no querían ponérselas ni a tiros.

¡Cuánto chismorreó la viuda de Fraile aquellos días, los de la primera y segunda semana de Cuaresma, ya en la tertulia de Mariano el campanero, ya en los corrillos que se formaban a la salida de la santa iglesia, en los cuales solía meter baza Teresa Pantoja, y algunas veces también D. Francisco Mancebo! Baste decir que allí se comentaron sucesos diferentes relacionados con lo que aquí se va contando; algo se dijo de la profesión de Leré, verificada sin ningún aparato en el Socorro, con asistencia tan sólo de Guerra, los de Mancebo y los de Suárez, comenzando la nueva hermanita, desde el siguiente día, a prestar el servicio de enfermera en las casas que lo solicitaban. Algo se habló también de la prosperidad del Socorro con el dinero de tantísima limosna, mientras perecían las pobres monjas de los monasterios de clausura. (Grandísima pena de Felisita, con bolo histérico, pirosis y titilación del párpado derecho), y de paso se dijo que el Sr. de Guerra tenía encantados a sus maestros por la inteligencia y aplicación que desplegaba. Mas era un hombre que no se sometía enteramente, y algo traía entre ceja y ceja. Mancebo no supo disimular bien la dentera que le causaba el verle en manos de D. Juan Casado.

A los graves motivos de pena que hacían infeliz a la viuda, debía unirse pronto otro de los más terribles. Fue a su casa, y ¡oh sorpresa dolorosa! su hermano y D. Ángel habían tomado la sala por suya, y se paseaban en ella de largo a largo como si fuera el Miradero o la alameda de Merchán. ¡Pero qué insolencia y qué desparpajo y qué falta de respeto al sagrado de una sala tan bien puesta! Acechando desde la puerta vidriera del comedor, vio que no sólo había osado el intruso abrir de par en par las maderas, sino que con los pisotones que daba había convertido la alfombrita en un guiñapo; los paños de crochet yacían arrugados en el suelo, revueltos con papeles rotos. Felisita ¡ay! observó aquellos estragos con amargura hondísima, considerando las pruebas horribles a que somete nuestro Padre Omnipotente a las criaturas. ¡Que vivamos para ver tales cosas! ¡Que de ningún modo que miremos el mundo deja de presentársenos como un valle de amargura, duelo y tristeza!

¿Y qué demonios trataban? ¿No podían platicar en el cuarto de Juan? ¿Acaso el asunto exigía las amplitudes de la sala, para manotear como molinos de viento? ¿No se podía discutir todo lo divino y lo humano sin arrojar colillas sobre una alfombra riquísima, de a veinte y dos reales la vara, y que se conservaba como el día que salió de la tienda, con sus llores tan preciosas y frescas como las flores de verdad? Vaya, vaya, todo aquel exterminio, y las voces que uno y otro daban, a manera de estudiantones en casa de huéspedes de a seis reales, eran porque D. Ángel sostenía... que... Pero la cólera no permitió a la viuda enterarse. Hubiera entrado con un zorro y les habría echado de allí a zurriagazos para que se fueran con sus teologías a otra parte, y despotricaran todo lo que quisieran en mitad de un corral.

 

VII

 

La amistad de Casado y Guerra crecía y se afianzaba con el trato. La copiosa biblioteca del cura feo iba pasando, volumen a volumen, por las manos de su discípulo, el cual se permitía comentar sus lecturas con una libertad que otro menos despierto y tolerante que D. Juan no hubiera consentido. Charlaban más que discutían, aunque a veces Ángel hizo gala de opiniones extrañas y un tanto sediciosas, que el otro celebraba por su originalidad, y rebatía con la argumentación de carretilla usada por los escolares en las academias de gimnasia dialéctica. En cuanto a los estudios, no toda la ciencia eclesiástica era igualmente atractiva para Guerra, pues si los Lugares teológicos le causaban tedio, la Liturgia le enamoraba, como arte de los ritos que tiende a sensibilizar todas las ideas cristianas. Estudiábalo con deleite, admirando el poder imaginativo de los creadores del maravilloso simbolismo, inspirador del arte religioso, sistema que entraña una peregrina adaptación de las ideas a la forma, y que ha tenido la mayor parte en la universalidad y permanencia de la fe católica. No hay que decir que le bastó ejercitar un poco el latín eclesiástico para dominarlo.

Lectorem delectando, pariterque monendo, logró Casado arrancar a su discípulo multitud de preocupaciones, y quitarle repugnancias de antiguo existentes en su alma, entre las cuales la más difícil de extirpar fue la que el Seminario le inspiraba. Era como un miedo pueril que se cura, mirando de cerca el objeto de que proviene. Trabajillo le costó a don Juan llevarle al Seminario, como de visita; pero una vez allí, la aprensión se disipó como por encanto. Casi todos los profesores eran amigos y compinches del cura sagreño, personas simpáticas y agradables, que recibieron bien y agasajaron a D. Ángel, poniéndose a sus órdenes, franqueándole la biblioteca, y mirándole, en suma, como una adquisición preciosa que debía ser tratada con todo miramiento. Al salir le decía Casado: «¿Lo ve usted? Estos infelices no se comen los niños crudos. Pertenecen a lo que, no sé si con bastante razón, se llama el elemento ilustrado. Hay de todo, naturalmente; pero uno con otro, resulta un conjunto muy bonito. Lo que a usted le ha puesto carne de gallina es la idea o el temor de que la enseñanza estuviera en manos de la célebre Compañía. Tranquilícese, amigo. En Toledo no tienen casa los jesuitas ni se les ha ocurrido restablecer la que tuvieron en San Juan de la Leche. ¿Para qué la quieren, si Toledo es pueblo pobre?».

Resultado de esta visita y de las buenas amistades que en el Seminario hizo, fue su asistencia a la cátedra de canto. Casado no le podía enseñar esta parte importante de la Liturgia, no sólo porque su oído era detestable, sino porque desconocía la técnica musical. Con el profesor de solfeo y canto litúrgico hizo el aspirante a clérigo buenas migas desde el primer día, y ambos pasaban ratos muy agradables, examinando teórica y prácticamente la inagotable riqueza coral de la Iglesia. Como Ángel tenía buen oído y excelente gusto, aquellas conferencias, que a veces se prolongaban dos horas después de clase, eran fuente de purísimos deleites, no sabiendo en rigor si era el sentimiento religioso o el artístico lo que despertaba en su alma tan grande y puro entusiasmo.

El cura sagreño llegó a sentir por su educando simpatía profunda, y si al principio el carácter del maestro al del discípulo se impuso, apareciendo éste en una especie de subordinación filial, lentamente se iban cambiando les términos de aquel parentesco del espíritu; pues con movimiento de balanza, pausado y casi inapreciable, el subordinado se iba poniendo por encima del director, y el carácter firme de D. Juan parecía plegarse ante las durezas mayores del de Ángel. Verificábase este fenómeno en la esfera de las opiniones más que en la del sentimiento, y lo más raro era que, igual supremacía iba adquiriendo el neófito sobre otros clérigos que con curiosidad mezclada de respeto le trataban. Todos creían ver en él una adquisición inapreciable. No había otro ejemplo de persona de viso y de gran fortuna que abrazase el estado eclesiástico en tiempos tan de capa caída para la religión.

Si las tardes venían buenas, ahijado y padrino se iban al cigarral. Allí, el cura campestre no se podía contener, y dando de mano a las teologías y rúbricas, dejaba correr la vena de su saber agronómico. Tiraba chinas a Cornejo por la detestable poda de los árboles, daba su opinión sobre la manera de cavar, uniendo la acción a la palabra si a mano venía. Jusepa les hacía chocolate, y se lo tomaban plácidamente sentados a la sombra de los cipreses, contemplando el cielo purísimo, y embebeciéndose en la dulce melancolía del paisaje rocoso salpicado de olivos. Los almendros y albaricoqueros hallábanse ya cuajados de flores, blancas en unos, rosadas en otros, y los efluvios de la vegetación naciente inundaban el aire de aromas, llevando al sentido la idea de renovación de la existencia, del vivir otra vez y tornar a la juventud.

Algunas tardes, cuando Guerra estaba solo, íbase paso a paso hacia la Virgen del Valle por la vereda polvorosa y solitaria, entre cercas de tapial de tierra, de un color de ocre tan vivo que parecen amasijos de rapé. La tosquedad primitiva de las construcciones agrarias le encantaba, el desorden de los plantíos, lo accidentado del terreno, el árbol que se sale por medio del tapial ostentando sobre el camino sus ramilletes de flores, el derrengado puentecillo, el arroyo que se desliza entre peñascos con tan poca agua que apenas se le siente, las casitas humildes, blanqueadas, las pitas de un verde cerúleo, con sus pinchos como navajas, y que parecen defender la heredad como la defendería un perro de presa. Excitada su mente en aquellos días por la estética musical, aplicaba con avidez el oído a cuantos rumores venían de las fragosidades que por todas partes le rodeaban. No tardó en afirmar que ninguna música escrita por los hombres igualaba a la sonatilla de los cencerros de las cabras que se precipitan por aquellas barranqueras, de regreso del monte. El encanto de la tal musiquilla ¿consistía, más que en los sonidos, en la serenidad inefable de la hora crepuscular, reflejando las vibraciones recónditas del alma del oyente? Ello es que le sumía en dulce éxtasis, y la estaba oyendo hasta que se perdía por el alejamiento del rebaño, y después de perdida llamábala a su cerebro, y en él la voluntad la repetía.

En la Virgen del Valle solía detenerse hasta muy entrada la noche. Bajaba después por la rápida pendiente, para pasar el Tajo en la barca, y en verdad sentía que el viaje fuese tan corto, pues gozaba lo indecible con el espectáculo de las márgenes de áspero cantil, que a la luz de la luna ofrecen un claro obscuro pavoroso y sublime, paisaje dantesco en el cual las calvas peñas, la corriente cenagosa y arremolinada, la barca misma, hermana de la de Aqueronte, sobrecogen el ánimo y encariñan la voluntad con las arideces de la vida ascética. Si no le daba por quedarse un rato platicando con los barqueros en el más próximo ventorrillo, subía hacia San Pablo, en cuya vecindad solía hacer una visita antes de dirigirse a su casa.

Don Tomé, desde principios de cuaresma, no era ya huésped de Teresa Pantoja, pues habiéndose establecido en Toledo unos tíos suyos, se fue a vivir con ellos. Eran marido y mujer, él de extraordinaria flaqueza, por lo cual irónicamente le llamaban Anchuras, ella no menos seca y amarilla, sin más apodo que la supresión de la primera sílaba de su nombre. Trabajaba él en curtidos, y había venido de Cebolla para ponerse al frente de un taller de pellejos y botas en las Tenerías. Con lo que allí ganaba y la ayuda del capellancito, se mantenían todos con relativa holgura. Para D. Tomé, el tío Anchuras era como un segundo padre, pues le había costeado la carrera y auxiliado siempre en sus necesidades. En cuanto a la tía Gencia, mujer de pocas palabras y de sórdidos instintos, nacida y criada en Erustes, bien puede decirse que era la persona más inteligente y dispuesta de la familia. La casa en que vivían, en la calle de los Doctrinos, era un tabuco arqueológico de los más peregrinos de Toledo, y Anchuras se maravilló de que una madriguera que le costaba seis duros al mes fuese tan a menudo visitada de extranjeros y de pintores que llegaban a la puerta pidiendo permiso cortésmente para examinar el patio. En su espacio breve, ofrecía a la admiración de los artistas dos puertas platerescas, un par de arquitos árabes, zapatas y canecillos tallados con gracioso arte y una ventana gótica cubierta de cal. D. Tomé llevó a su amigo Palomeque, el cual, absorto ante aquella olvidada joya, aseguró de buenas a primeras que allí había vivido el Greco. Mentira: el Greco vivió hacia San Bartolomé. A los pocos días sostuvo que el morador de la casa fue Diego Copín. En las paredes de una habitación alta se encontraron, rascando cuidadosamente el revoco, algunos dibujos platerescos que concordaban con los de la cajonería de la antesala capitular.

La tal casucha era un encanto. Para hacerla más bonita, Anchuras embadurnó de color sangre de toro los pilastrones de madera, las puertas bajas y las tinajas que hacían de tiestos con plantas diversas, blanqueó las paredes, remendó con yeso el brocal del pozo, y tendió de una parte a otra cuerdas para colgar la ropa lavada. Los domingos trabajaba de carpintero, y de albañil, o de adornista, pues con unos cuantos colores de temple pintó en la galería alta unas cenefas que parecían chorizos colgados al humo, y unas flores que semejaban huevos fritos. «Ya que vienen tantos señores a verlo -decía el buen hombre-, que lo vean bien pulido».

Pues en aquel nido se pasaba Ángel algunos ratos, mayormente si volvía del cigarral por la barca. Ocupaba D. Tomé la mejor pieza de la casa, y allí tenía su inocente biblioteca de manuales y libros de rezo, la mesa con los apuntes de historia, las varias colecciones de acericos, y una detestable reproducción del Cristo de la Cruz al revés. Después de charlar un poco con su amigo, Guerra se iba a su casa, que por San Juan de la Penitencia, San Justo y el callejón del Toro no distaba más de diez minutos de la calle de los Doctrinos.

Y conviene advertir que en aquella temporada había momentos en que la soledad nocturna de las calles toledanas llegó a imponer cierto temor a la misma persona que otras veces tanto había gustado de ella. Durante toda la Cuaresma, parte por desgana, parte por imposición propia, Ángel comía muy poco, a veces tan sólo lo preciso para tenerse en pie; no reparaba con el sueño la falta de nutrición, porque apenas dormía, y se pasaba las horas meditando o leyendo, sin sentir la necesidad del descanso. De aquí provino tal vez que algunas noches le turbaran alucinaciones que si al principio le hacían cierta gracia, concluyeron por producirle indecible inquietud. Ya no era nuevo en él contemplar mentalmente su propia persona ya transformada; pero de esto a verla con los ojos de la cara había gran diferencia. Dentro de la Catedral, a la hora postrera de la tarde, poco antes de cerrar, cuando todo es allí silencio y sombras que convidan a místicos ensueños, Ángel veía que un clérigo de buena estatura atravesaba por el crucero de Sur a Norte. Desde la obscura capillita del Cristo de la Columna le miraba pasar, reconociéndose en él. «Soy yo mismo -se decía-, sólo que sin barba y con traje clerical. Bastante más delgado, eso sí; pero soy el mismo: no tengo la menor duda». El misterioso sacerdote se perdía de vista, y con la mayor ingenuidad del mundo murmuraba Guerra: «Vaya, me he metido en la antecapilla del Sagrario. Tengo costumbre de orar allí todas las tardes». Una fuerza psíquica bastante poderosa le impulsaba a seguir al que creía su propio ser, pero otra fuerza más grande, como instintivo miedo, le paralizaba. A los pocos minutos, el clérigo salía del Sagrario, atravesaba el crucero, y haciendo genuflexión ante la Capilla Mayor, iba derecho a la Puerta de los Leones, y en ella se desvanecía. «Esto sí que es gracioso -dijo Guerra, que habiendo seguido de lejos a su alter ego, se detuvo al verle desaparecer-. ¿Cómo es que he salido por la Puerta de Leones, estando cerrada?» La confusión y el mareo que sintió no pueden definirse. Las naves se agrandaban desaforadamente, hasta el punto de que viendo venir a Mariano y al perro Leal, que hacían la ronda por las capillas antes de cerrar, tardó, a su parecer, más de media hora en llegar hasta ellos. «Mariano -preguntó a gritos al campanero-, ¿está abierta la Puerta de Leones?»

-El Sr. Palomeque no ha venido esta tarde.

-¿Cómo explica usted que, estando cerrada esa puerta, he salido yo por ella? -dijo, aplicando la boca al oído del campanero, que era sordo como una empanada.

-Mañana es doble de segunda, con cuatro capas -replicó Mariano con afabilidad.

Salió Ángel murmurando: «Pues yo tengo que poner esto en claro. ¿Y a dónde habré ido ahora con mi cuerpo, y mi sotana y manteo, que bien se ve que son nuevecitos? Vaya usted a saber a dónde he ido yo ahora...»

 

VIII

 

Por la noche, equilibrado su espíritu, consideró el caso como un fenómeno mental muy en consonancia con la vida que hacía. Pero no dejaba de pensar en él. Después de las nueve, volviendo de la casa de D. Tomé, en medio de una gran obscuridad, vio delante de sí al clérigo, andando a distancia como de veinte pasos. Al principio dudó si era la imagen que en la Catedral había visto; pero pronto la tuvo por la misma que calzaba y vestía, el propio hijo de doña Sales con teja y manteo. «Me reconozco -pensó-; soy yo mismo; es mi aire, mi andar». Si aceleraba el paso, el clérigo también iba más de prisa; a veces se le perdía en las obscuridades proyectadas por las paredes de San Juan de la Penitencia; a veces, pasando bajo un farol del alumbrado público, veíale tan claro, tan claro, que todas las dudas se disipaban. Dio el fantasma la vuelta de la Cuesta de San Justo, y al ir hacia la devota imagen de Cristo que en el ángulo de la parroquia se venera, cantaba en voz clara el gradual Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem. «Es mi propia voz -decía Ángel, casi sin aliento-. Y ¡qué casualidad! ese mismo gradual lo canté yo esta tarde en la lección del Seminario; luego lo he repetido durante todo el paseo, y paréceme que ahora mismo, sin darme cuenta de ello, repitiéndolo estoy».

Al llegar junto al Cristo, ya no vio más al clérigo, y tan sobrecogido estaba, que se arrodilló un ratito con intención de rezar. Otra noche, entrando por el callejón del Toro, que es el paso más breve para la calle del Locum, sintió pisadas que venían hacia él. Arrimose todo lo que pudo a la pared, pues resulta bastante difícil el cruce de dos personas en aquel estrechísimo conducto, más bien camino de topos que de cristianos. Aunque la obscuridad era densa, como de viaje subterráneo, Guerra vio claramente su propia personalidad vestida de sacerdote, y cuando se encontraron, detuviéronse ambos, por la imposibilidad de salir de allí sin que uno de los dos retrocediera. Vio su cara como si se hallara delante de un espejo que tuviese la virtud de limpiar de barbas el rostro. Los ojos, la mirada, la expresión, el aliento eran los mismos. El fantástico presbítero le puso ambas manos en los hombros, y él puso las suyas con confianza enteramente autopersonal en los del otro. A un tiempo y con una sola voz dijo el clérigo al seglar, y el seglar al clérigo: «domine, ¿quo vadis?»

Y en el mismo instante, Ángel sintió un golpe en el cráneo, y despertó en el sofá de su cuarto de la calle del Locum. Apoyada la cabeza en la palma de la mano, ésta hubo de deslizarse, y la cabeza rebotó contra el duro brazo del mueble.

«Ha sido sueño -se dijo-. Pues otras veces no lo fue, porque despierto y bien despierto estaba.

Tres días después, la misma historia. A eso de las ocho de la mariana viole pasar por la calle de San Marcos en dirección como de San Cristóbal... Pronto se le despareció, dejándole confuso. «Sin duda -se dijo-, voy a celebrar en el Socorro». Y aquel mismo día, cansado de dar vueltas, se metió en Santa Isabel, y sentándose en el banco próximo a una de las rejas del coro, se quedó como en éxtasis, es decir, que perdió la noción del tiempo, y aun la del lugar en que se encontraba. En medio de aquella vaguedad soñolienta se le presentó su misteriosa imagen, saliendo de la sacristía y avanzando hacia él con decidido paso. Sentose a su lado, y en tono de reprensión amistosa le dijo: «¡Tú aquí tan tranquilo, rondando monjas, mientras nuestro buen amigo D. Tomé se muere! ¿No sabes que cayó gravemente enfermo hace dos días y que los médicos dicen que no la cuenta?». Restregose Ángel los ojos, y salió de la iglesia como alma que lleva el Diablo, pensando así: «Pues sueño no es, que bien despabilado estuve... Como que vi a la monja sacristana recogiendo las ropas por el cajón del coro. Bien claro lo vi... no tengo duda».

Fue corriendo a casa del capellán, y en efecto, el pobrecito había caído con una gástrica, que pronto degeneró en tifoidea de las más malignas. A Gencia y Anchuras se les podía ahogar con un cabello, tan afligidos estaban con el triste pronóstico que hizo el médico aquella misma mañana. «Luego no fue sueño -pensaba Ángel, razonando la última aparición de su yo clerical-. Y lo demuestra el haber resultado cierta la enfermedad de este bendito... Luego yo existo en otra forma, soy un ser doble, soy una proyección de mí mismo en el tiempo futuro...» No tardaron en apuntar en su mente algunas dudas, que se diseñaron mejor al poco rato, porque dio en sospechar que Teresa Pantoja le había dado cuenta la noche antes del grave mal de D. Tomé. «Hay en mí como un eco apagadísimo de la voz de Teresa contándomelo... No lo puedo asegurar; pero tampoco puedo negarlo. Es fácil que Teresa me lo dijera, y que yo lo oyese con poca o ninguna atención. No me enteré; pero en mi cerebro quedó como un dato suelto, caído, que después, al revolverse las ideas, asoma por donde menos se piensa, y lo ve uno y... De alguna manera tuve noticia del hecho, y me lo recordé mediante el fenómeno ese del dualismo... Y en último caso, ¿a qué devanarme los sesos indagando lo que hoy no es accesible a mi razón, mientras tengo delante un hecho real que reclama toda mi energía?».

Pronto echó de ver que su amigo estaba mal cuidado, pues los tíos, principalmente la señora Gencia, tenían más fe en supersticiones y artes charlatánicas que en la ciencia médica. Guerra fue a ver al Deán, protector decidido de D. Tomé; el buen señor se trasladó lo más pronto que pudo a la calle de los Doctrinos, y enterado de las condiciones deplorables en que el enfermo se hallaba, propuso que se llamase a una hermanita del Socorro.

Las aficiones de Anchuras al arte pictórico tomaron un vuelo colosal, y sus ratos de ocio, que eran muchos por estar en reparación aquellos días la fábrica de curtidos, dedicábalos al manejo constante de brochas y pinceles. Sintiéndose agitado del numen divino, quiso que su vivienda fuese digna de las visitas de los rebuscadores de rarezas, y no se le ocurrió nada mejor que pintar de amarillo y rojo todo el gracioso ornamento de las dos ventanas del patio, esmerándose en las bichas y en los flameros para que destacaran bien. En las habitaciones altas cubrió con lechada de cal hasta las vigas añosas, de un precioso tono de melaza con vetas de carey, y no pareciéndole bien el azul pálido, al temple, de puertas y ventanas, les arreó dos manos de verde de persiana, al óleo, sin reparar que en la estancia donde así desplegaba su genio artístico dormía el pobrecito D. Tomé. Entre humedades de cal, y colores frescos de aceite pasó el bendito capellán noches y días sin chistar, insensible a los accidentes de la naturaleza física, e incapaz de protestar contra las molestias aunque las notara.

A mayor abundamiento, Gencia tenía instintos prenderiles y una predisposición genial al acopio de restos, desperdicios y menudencias. Aprovechar quiso su estancia en Toledo para reunir cuanto trasto viejo cayera en sus manos, con objeto de escoger lo utilizable y llevárselo a su residencia de Erustes. Lo mismo se traía a casa la mitad de un anafre que una silla con sólo dos patas, un paraguas sin tela que una muñeca descabezada. Todo lo recogía y apilándolo iba en la sala baja y en el patio, sin perjuicio de clasificar y apartar el género con criterio genuinamente mercantil. De semejante morralla pensaba sacar partido en Erustes, en Cebolla o en el mismo Talavera, vendiéndola a buen precio. Con el trabajo crecía y se afinaba la afición, tentándole la codicia y acariciando la idea de traficar más en grande, por lo cual, a los pocos días empezó a traer trapos de diferentes telas, cascos de vidrio, fragmentos de hierro de todas clases, huesos no enteramente mondados de carne. «Yo creo -dijo a Guerra el señor Deán, al salir, echando una ojeada de repugnancia sobre aquellas improvisadas Américas-, que esto es muy malsano, y que hay aquí, con los pinceles del uno y los trebejos de la otra, bastante veneno para inficionar a media humanidad.

Tan trastornado estaba el enfermo por la fuerza de la calentura, que a nadie conocía. Su boca habíase vuelto negra; sus dedos no cesaban de pellizcar las sábanas, y a ratos deliraba espantosamente, queriendo echarse del lecho. Frecuentes hemorragias agotaban sus fuerzas, y el delirio versaba entonces sobre historia de España para niños. Su amigo Ángel era D. Fernando el de Antequera, el con de D. Julián, o Recesvinto en persona, y su tía Gencia doña María de Molina, o la propia mamá de San Fernando. Preguntábales su significación histórica, con las mismas fórmulas de catecismo del Epítome que había compuesto. Anchuras, al darle friegas en el espinazo, oyose interpelar de este modo: «Y qué hizo usted, Sr. D. Alonso, después de lo del Salado?».

Ángel tuvo con los dueños de la casa más de una reyerta, porque Gencia porfiaba que el más eficaz remedio de la calentura era un escapulario dentro del cual se introdujera bien dobladita la oración de San Casiano, y que al exterior tuviera el aditamento de la muela de un difunto. Igual fe tenía en los exorcismos y proyecciones de vaho sobre la boca, pecho y estómago del enfermo, marcando al propio tiempo cruces, con la punta del dedo mojado en aceite de una lamparita que hubiera estado encendida tres viernes delante de cualquier estampa de la Virgen.

Felizmente, llegó por la tarde la hermanita del Socorro, una tal Sor Facunda, madrileña, y desde entonces tuvo D. Tomé la esmerada asistencia que su acerbo mal exigía. El buen amigo se pasaba allí largas horas del día y de la noche, observando el proceso terrible de la enfermedad, que a los siete días de iniciada llegó a tomar un carácter aterrador, excluyendo toda esperanza. Un lunes por la mañana salió para ir a su casa, llevando la seguridad de que a la vuelta encontraría difunto al capellancito. Al regreso encontrose con una novedad que le causó gratísima sorpresa, mejor dicho, con dos novedades: la primera fue que en vez de Sor Facunda estaba allí Leré. La superioridad las había cambiado de casa. La segunda era que D. Tomé vivía.

«Milagro, milagro -dijo Guerra si poder contener el júbilo que se desbordada en su alma-. Contigo ha venido Dios a esta casa, y por entrar tú, ya el enfermo parece otro. Satanás te tiene miedo, y en cuanto te ve, recoge sus bártulos, enfermedades y pestilencias, y sale como un cohete.

 

 

IX

 

Tiempo hacía -replicó Leré riendo-, que no oíamos al amigo D. Ángel desatinar de esa manera. ¿Es que se le ha concluido la formalidad que adquirió no hace mucho? ¡Quiá! no, no. Ahí donde le ven, es menos niño de lo que parece. Si D. Tomé está mejor, hombre de Dios, es porque el Señor lo había dispuesto así. ¿Qué tiene que ver eso con que yo venga o deje de venir?

-Piensa tú lo que gustes, conforme a tu santa modestia, y déjame. Lo único bueno que hay en mí es esta idea que tengo de tu poder espiritual, y si la perdiera, quedaría reducido a un hombre insignificante y vulgar. ¿Por qué es disparate creer que Dios obra maravillas por intercesión tuya? Bendito error el mío, si lo es, pues equivocándome me salvé.

A todas estas, D. Tomé se había despejado, y hablaba como el que despierta de un largo sueño o vuelve de un remoto viaje. La remisión demasiado brusca anunciaba una crisis favorable. Leré le observó cuidadosamente, enterándose del plan prescripto, y examinó las medicinas, haciendo observaciones de enfermera experimentada.

«¿Tanta, tanta quinina será conveniente? Esperemos a ver lo que dice el médico. Dígame, D. Tomé: ¿no le duele el oído derecho? Puede que tenga algo de superación. ¿Comería usted un alón de pollo? ¿Tiene repugnancia del caldo? ¿Le gustaría que se le añadiera un poquitín de Jerez?»

La alcoba era irregular, lóbrega y mal ventilada, sin ventana a la calle. Seguía una sala grandona, por el estilo de la de Casado, desmantelada, sin estera, fría como un panteón. Allí, sobre la propia mesa en que el capellán tenía sus libros y papeles, veríais el arsenal farmacéutico, recetas y frascos de diferentes drogas, cucharillas, mostaza, la candileja de las veladas, el termómetro clínico y todo lo que tratamiento tan complejo exigía. Guerra explicó a Sor Lorenza el plan del facultativo, quien no tardaría en llegar, y como expresara ideas optimistas acerca de aquella favorable crisis, la enfermera movió la cabeza y dio un suspiro, indicando que no participaba de tal confianza. «En poco tiempo he visto algunas caras de enfermos, y la de este pobrecito capellán me parece que no es cara de vivir mucho. Desconfiemos de las remisiones bruscas. La tifoidea se retira, sí, pero endosando el caso a otra enfermedad peor. Dios resolverá».

El médico, que entró poco después, hombrecillo microscópico y nada joven, bastante práctico en el oficio, pareció contento de la vuelta que había dado el mal, aunque algo dijo de los peligros de la convalescencia y de si los pulmones estaban así o asá. Transcurrió el día con esperanza; D. Tomé molestado a ratos por una tos ronca y dolores vivísimos en el pecho; Leré asistiéndole y consolándole con palabras cariñosas, a veces humorísticas, atendiendo a todo con ligereza y prontitud increíbles; Ángel ayudando en lo que podía y se le mandaba, gozoso de que su maestra compartiera con él obra tan meritoria y santa.

Por la tarde se dejó ver Palomeque, y no pudo resistir la tentación de rascar las paredes de la sala buscando trazos de Diego Copín, y aunque es cierto que no encontró ni rastro de ellos, no había quien le apeara de sus temerarias opiniones. También fue Casado, que se llevó a Guerra a dar un paseo, y al volver éste, ya de noche, encontró a Leré comiendo con Gencia en un cuartito próximo a la sala, lleno de trastos viejos. Hacía las veces de mesa una voluminosa caja de cartón colocada encima de dos sillas, y las comensales se sentaban, la una en una cesta boca abajo, la otra en un rollo de persianas liadas con bramante. Aparecieron los postres dentro de un morrión de miliciano, y la botella de vino, de la cual sólo Gencia bebía, asomaba por la boca de un saquito de viaje. Otra botella desempeñaba muy bien el papel de candelero. Guardaba la tía del capellán algunas cosas dentro de la caja de un violín, igual a un ataúd de niño. Semejante instalación hubo de provocar algunas risas y comentarios graciosos. Leré, concluida la comida, se puso a rezar el oficio de la Virgen, junto a la mesa de la sala, y Ángel daba conversación a don Tomé, que parecía muy animado. Desde su lecho, por la vidriera entreabierta, contemplaba a la hermanita del Socorro, cual si con los ojos se la quisiera tragar.

«Creo como usted -dijo con recatada voz a su amigo-, que mi enfermera tiene algo de sobrenatural. Lo mismo es verla que sentir en mí un alivio, un descanso... Hasta el aire que hace al entrar consuela. ¿Qué tiene esa mujer en los ojos, que al mirarle a uno parece que le mira la propia esperanza?»

Guerra oyó estas palabras con asombro, no porque su sentido le extrañara, sino porque era la primera vez que hablar le oía con tanta animación. Nunca había sido el capellán muy amañado para expresar su pensamiento; siempre fueron sus conceptos descoloridos y vulgares. Pero ¿acaso deliraba otra vez, y la fiebre le concedía facultades imaginativas y retóricas que jamás tuvo? Mirándole de cerca, observó Ángel que los ojos del enfermo brillaban; luego siguió éste hablando de un modo tan reposado y discreto, que no cabía suponer que delirase.

«Sí -le dijo Guerra-, esta mujer es excepcional. El Espíritu Santo mora en ella. Posee un saber inspirado, revelado más bien, que excede a cuanto pudiéramos imaginar. Es la pureza misma, el compendio de todas las virtudes, persona escogida por Dios y destinada a grandes fines... lo ha de ver usted...

-Vaya si lo es -dijo D. Tomé mirando al techo-. Así lo he pensado hoy, viéndola al lado mío. Santa entre las más santas... Hoy me dormí dos veces, y las dos veces soñé que me llevaba en sus brazos hacia el Cielo... No, no crea usted que es cosa muy disparatada. ¡Peso tan poco! Soy como una pluma, y un niño me llevaría en volandas.

Guerra se asombró más, y no supo qué contestar a su amigo, el cual volvió a extasiarse contemplando a Leré, que en la sala próxima, junto a la luz, continuaba absorta en su lectura, sin sospechar que se hablaba de ella.

-De veras le aseguro, amigo D. Ángel -prosiguió el autor del Epítome dando un suspiro-, que desde que nací hasta hoy, vamos, en todo el tiempo de mi vida, no he visto una persona que me haya impresionado como esta benditísima hermana.

-Y la impresión ha sido honda -dijo el otro, algo picado-, porque se le desata a usted la lengua; piensa con más libertad y más brío, y encuentra las palabras más fieles al pensamiento. Parece usted otro hombre, amiguito D. Tomé. La crisis de anoche le ha transformado.

-Puede... La crisis fue como nube tempestuosa, de la cual salió esta hermana, esta virgen mandada por el Cielo, al modo de centella, para prender en mí y no dejarme apagar. ¡Qué mudanza de ayer a hoy! Ayer muriéndome, hoy vivo. Sin duda esta señora benditísima trae a Dios en sí. Y su entrada en esta casa fue señal de salir yo de aquella caverna dolorosa en que me consumía.

-Don Tomé, (En el colmo del estupor.) algo pasa en ese cerebro. Ahora por primera vez, desde que le conozco, le oigo a usted emplear figuras en la conversación.

-Es que parece que siento en mí una transfusión de talento. La ideal enfermera ha penetrado en mi cerebro con una luz, y adiós tinieblas, adiós telarañas que en él entretejían mil obscuridades polvorientas.

-Vaya, vaya, que estamos inspirados. Ea, no conviene excitarse, amiguito. Me temo que no va a dormir esta noche si sigue tan dado a la retórica. Déjese de hacer figuras, y consuélese con la idea de su rápida mejoría, y de que ha escapado milagrosamente.

-¡Ay, no! (Dando un gran suspiro.) Alguien me secretea en el fondo del alma que esta mejoría es para cambiar de género de muerte.

-¿Pues no dice que la hermanita es la esperanza, y que cuando le mira...? Descuide usted, que ella pedirá a Dios por su salud, y Dios no le niega nada.

-Creo, como esa es luz, que estoy sentenciado a morir pronto, y que la hermanita no podrá salvarme. Bien lo sabe ella. ¿Cree usted que no lo sabe? ¡Ay, si tuviera crueldad bastante para decir ciertas verdades, vería usted qué pronto nos desengañaba! Adviértole, amigo D. Ángel, que no temo la muerte, que casi la deseo; pero me moriría más gozoso, me moriría en la plenitud de la dicha, si la hermana Lorenza y yo expiráramos juntos.

-¡Caramba!

-Porque juntos nos iríamos a la morada celestial, y eternamente juntos viviríamos, gozando de Dios.

 

X

 

«¡Pobre niño! -se decía Ángel, que sólo le contestaba con monosílabos, incitándole de continuo al descanso. Anchuras, que acababa de cenar en la cocina, entró en la sala, de puntillas, mientras la señora Gencia, desbaratándose de sueño, bajaba casi a gatas para acostarse. La primera mitad de la noche fue mala para el pobre enfermo, que parecía deshacerse con la tos, y extinguirse en cada acceso de disnea. Sobre las once, se tranquilizó. Anchuras, que ya había descabezado más de un sueñecico, enroscándose en una silla, cogió la puerta y descendió a los aposentos del patio. Quiso Leré que Ángel se marchara; pero éste no la obedeció, temiendo que el capellán se agravase. A las doce, D. Tomé dormía, y ambos enfermeros platicaban en la mesilla de la sala, separados por una luz y varias medicinas.

Hablaron reposadamente, sin recelo alguno, con infantil abandono, Ángel dándole cuenta de su preparación para la nueva vida, Leré animándole a seguir sin vacilaciones ni desmayos. Luego se trató del Socorro, y sostuvo la hermana que la Congregación, tal como estaba constituida, apenas podía remediar parte mínima de los males que afligen a la humanidad.

«La mía, la nuestra -dijo Guerra con ardor-, tendrá una esfera mucho más amplia. Ya el arquitecto me está trazando los planos del santo retiro que levantaré en Guadalupe. Aguarda... ya sé lo que vas a decirme. El edificio no puede existir sin cimentación, y por ésta entiendes no sólo el fundamento y afirmado de piedra, sino las bases morales del instituto. A eso vamos.

-Créame, D. Ángel, el cuaderno que me llevó hace tres días no contiene más que generalidades, muy bonitas, sí, pero que no me dan luz sobre cosas tan importantes como la regla o canon que debemos seguir. Ha escrito usted cosas muy buenas acerca de nuestras relaciones con los enfermos y menesterosos; pero lo de nuestras relaciones con Dios se le quedó en el tintero. Ya sé que ello saldrá, y lo estoy esperando.

-Esa parte tan principal es de tu incumbencia.

-¡Ay, no!... Sería soberbia en mí ponerme a dictar reglas... No faltaba más... Conste que yo no soy quien funda, sino usted. La gloria, si gloria resulta, mía no será. Yo no tengo que hacer más que aceptar el puesto que me señalen, y desempeñar en él las funciones que en él me correspondan. ¿Que me echan al último lugar? Pues en él me estoy. ¿Que me ponen, como usted desea, al frente de la sección de mujeres? Pues allá me voy, y veremos si sé gobernar, pues esta es la hora en que ignoramos si saldré enteramente inepta para todo lo que no es obediencia.

-¡Inepta tú! No te achiques. Sirves para meterte en el bolsillo, no digo ya la sección de mujeres, sino la de hombres, y para regir la cristiandad entera. La persona que ha tenido poder bastante para hacerme a mí clérigo, será capaz de mover de un soplo las montañas.

-No soy yo quien ha obrado ese prodigio, D. Ángel (Gozosa, con gracejo, doblando y desdoblando un papelito.) No me cuelgue usted milagros. El Señor es quien lo ha hecho, tocándole a usted en el corazón.

-El Señor lo confirmó; tú lo hiciste. Sobre cosa tan grave, no se puede llegar a una afirmación categórica sin ahondar mucho en la conciencia. Lo que hemos escarbado y revuelto en ella no te lo quiero decir. Por fin, con ayuda de Casado, hombre muy práctico y muy buen minero de estas capas profundas del alma, he logrado encontrar la verdad, y vas a saberla, aunque te escandalice un poco. Pues...

-¿Pero qué? ¿se va a confesar conmigo? (Sonriendo, sin quitar los ojos del papelito que doblaba.)

-¿Y por qué no? ¿Por qué no repetirte lo que hemos hablado D. Juan y yo, en secreto íntimo, tratándonos de sacerdote a sacerdote, o como amigos del alma que nada deben ocultarse? Cuanto pasa en mí debes saberlo tú, que eres mi maestra, mi doctora...

-No... (Asustadilla, sin mirarle.) Guarde sus confesiones para D. Juan, y déjeme a mí.

-Don Juan es hombre observador, muy sagaz, muy zahorí, y a poco de empezar nuestras conferencias... no hará de ello más de quince días... me dice: «Amigo D. Ángel, la vocación de usted es una vocación contrahecha. La loca de la casa le engaña. Su inclinación a la vida mística no tiene más fundamento que el hallarse revestida de misticismo la persona de quien anda enamorado...» y lo soltó así, en crudo. «Trátase de una pasioncilla mundana como otra cualquiera, de las que para bien o para mal perturban a los hijitos de Adán». Yo le contesté que mi pasión mística había tenido quizás el origen que él decía; pero que ya, transvasada enteramente, era puro amor de las cosas divinas, y por lo que a ti respecta, adoración santa de un ser superior, digno de estar en los altares.

-Y D. Juan ¿no se reía de tantísimo disparate? (Mirándole con ligera expresión burlona.)

-Pues se mofaba de mí, llamándome niño inocente. Instábame a examinar bien mi conciencia, y así lo hice. En ella permanecía estampada la locura que me inspiraste, Leré de mis pecados, locura que aún miro dentro de mí, como cosa relegada a segundo término. De ti dependió que aquella fiebre se convirtiese en esta otra, ya limpia de toda liviandad, en esta ansia de nueva y mejor vida. Hay que decirlo todo muy claro para que se entienda bien. Tú, quitándome toda esperanza por el lado humano; tú, obstinada en no quererme más que en Dios, cambiaste la dirección y el carácter de mis afectos. Siempre te quiero; me dejaría matar por ti, pero el cariño que ahora te tengo es fraternal, al modo angélico. ¿Si vieras qué trabajo me costó hacerle comprender esto a Casado? Se obstinaba en que eso del amor angélico no es más que fantasmagoría... Pero tanto le argüí, y de tal modo afinó la dialéctica, que al fin no tuvo más remedio que admitir como buena nuestra mística unión.

-Eso de mística unión -dijo Leré, mordiendo el papelito tantas veces doblado-, no me hace ninguna gracia, amigo D. Ángel. Déjese usted de uniones.

-Llámala amistad.

-No prodigar vocablos que den a entender algo parecido a esos delirios tontos, que dice usted fueron origen de... (Inquieta.) A mí no me hable usted de esas cosas. Cierto que el mal pasó, pero una vez curada la llaga, no conviene manosearla, no sea que reverdezca. Todo eso que usted me cuenta de enamorarse, de querer con fuego distinto del que Dios pone en nuestro corazón para adorarle, todo eso, Sr. D. Ángel, es para mí... como si me hablara usted en chino. Ya se lo dije otra vez, si no recuerdo mal. Y lo que de ello resulta es que no reconozco ningún mérito en mí por ser como soy. No hay lucha, porque no hay estímulos de pecar. He venido al mundo con esa bendición, y Satanás maldito, que lo sabe, ni siquiera se me acerca. De modo que no me vuelva a contar si tuvo o no tuvo locura por mí, pues soy yo muy cuerda, don Ángel, y aunque no estuviera imposibilitada de corresponderle por la religión que profeso y los votos que hice, jamás me encontrará en ese terreno, del cual no digo nada, ni sé si es bueno o malo. Póngase siempre en el terreno de la religión y nos entenderemos.

-En él estoy. No hago más que referir historia, y mostrarte la evolución de mi espíritu. Me has acrisolado, hija mía, y la prueba de ello es que puedo hablar contigo de cosas tan delicadas sin peligro ninguno, sin recelo de que vuelva yo a los diabólicos orígenes de esta veneración que siento por ti. No creas que esto es nuevo. Si se hubiera escrito todo lo que han sentido muchos que fueron santos, leeríamos páginas semejantes a esta que hoy saco a relucir ante ti. Que te quise con amor distinto del que ahora siento. Que me hubiera casado contigo. ¿Pues qué duda tiene? ¿Por qué no he de decirlo si es verdad? No, no puedo abominar de haberte querido en otra forma. Ya, ya sé que no me habrías correspondido nunca. No hay que repetirlo tanto. No podemos variar la naturaleza de las cosas, y el ser tú como eres es la causa verdadera de que yo haya venido a ser como soy. Y si ahora...

A esto llegaba cuando D. Tomé, despertando, dijo en alta voz y tono de canto llano: Salvum me fac Deus: quoniam intraverunt aquae usque ad animan meam. Infixus sum in limo profundi: et non est substantia.

 

XI

 

Nunca le había oído Guerra cantar en voz alta, como no fuera en los oficios. Sano y en la iglesia, nunca entonó tan bien ni con tanto brío como postrado en el lecho, medio cuerpo ya dentro de la sepultura. Fue verdadero canto de cisne. Pasó el resto de la noche inquietísimo, entre toses horribles y disneas que le ahogaban. No quería que la hermana se separase de él ni un minuto, y para suplicarle que estuviese presente, su voz tomaba tonos infantiles, quejumbrosos. Semejante transformación del carácter anunciaba una crisis nerviosa de las más profundas, y el médico lo declaró así por la mañana, con pronóstico muy poco lisonjero. Si Dios no hacía un milagro, D. Tomé sucumbiría de una tisis pulmonar galopante, y a la ciencia no le quedaba nada que prescribir, como no fuera paliativos. La exaltación afectiva marcábase más a cada instante, determinando un desusado brillar de la inteligencia. Bien pudiera decirse que le había salido imaginación, como pudiera salir un tumor. En las cavidades cerebrales debió de verificarse fenómeno parecido a la erupción volcánica, al modo que en un olvidado y frío monte se abren cráteres que vomitan fuego. Fuera de los accesos que avisaban la muerte, como delanteros o heraldos, D. Tomé no padecía físicamente, y en lo moral, el delirio de amor sobrehumano producíale delicias inefables que arrebolaban su rostro y encendían su mirar. Al contrario de lo que en las postrimerías de los tísicos suele acontecer, el capellancito no hacía proyectos de vida, sino de muerte, ni perseguía la quimera de ponerse bien. La ilusión que tenía de áureos matices sus últimos instantes era morir santamente. ¿De dónde provenían las palabras tiernas que brotaban de sus labios, de dónde las ideas luminosas que relampagueaban en su cerebro? No es fácil decirlo. Pero aquel arrebato de amor espiritual no habría sido tan vivo y ardiente sin la presencia de la hermanita del Socorro. Mirándola se quedaba como en éxtasis, y pronunciaba frases y expresiones que podrían conceptuarse dichas por un ser intruso, escondido en la caduca armazón corporal del pobre don Tomé.

«Bien veo ahora -le decía-, que somos hermanos, que nuestras almas suenan acordes. ¿Por qué no nos conocimos antes? Dios dispuso que viviéramos ignorado el uno del otro, hermanos místicos que vagan errantes por diferentes regiones, y que se juntan en el abrazo de la muerte, en ese abrazo que nos da la impresión de calor del seno de Dios nuestro Padre... Hermana Lorenza, ¡qué dicha tan grande morir en vuestros brazos! Vos deseáis morir también. ¿Cómo no, si apenas sois humana? Dios dispone que a mí se me acabe el destierro antes que a vos, porque no tengo aquí ninguna misión grande que cumplir. Mi insignificancia me redime antes que a vos vuestra grandeza. Pero se os guarda en la mansión etérea un trono de los más altos, y cuando vayáis, me encontraréis prosternado en el más bajo escalón de él.

Leré no sabía qué responderle. Semejante lenguaje no concordaba con su manera llana y natural de producirse. Sus palabras piadosas eran glosadas al instante por D. Tomé con el énfasis sermonario de que atacado estaba, como de intensa fiebre. «Mirándoos, parece que me encandilan los resplandores de la celestial Sión, esa cumbre excelsa cuya luminosa gala no es apreciable a nuestros flacos sentidos. Oyéndoos, paréceme que oigo las armonías angélicas. Miradme, sostenedme con vuestra voz mientras yo tuviere algo de vida, pues cuando os alejáis de mí, véome rodeado de tinieblas y de un silencio triste».

Gencia se apartaba llorando y decía: «¡Pero qué malito está! No habla cosa alguna al derecho». Por la tarde, la inquietud insana se había calmado, y la beatífica adoración de su enfermera presentó carácter más humano y razonable. Ya no usaba el enfático tratamiento de vos. «Hermana Lorenza -le dijo-, dichosos los enfermos que usted asiste, por que se ven tocados por esas manos divinas y alentados por ese corazón que a Dios pertenece. No sé en qué consiste que ahora, próximo a entregar mi alma a Dios, todo lo veo claro, y a usted la veo como una santa. Déjeme besar la orla de su vestido.

-Don Tomé, por Dios (Con afabilidad graciosa.) no me confunda con alabanzas tan estrepitosas. ¡Santa yo! ¿en qué lo ha conocido?

-¡Ay, no me equivoco... hermana! Sin acabar de salir de este mundo, principio a llegar al otro. Tengo la mitad de mi ser aquí, la otra mitad allá. La mitad de allá me da la penetración de las cosas humanas. No me parezco a mí mismo. Mi entendimiento siente ya las ramificaciones con la ciencia eterna. ¿Cuándo me veré enteramente libre? ¿Cuándo podré exclamar con toda mi alma: exultet iam angelica turba caelorum?

En esto, entró Guerra de la calle, y el capellán le dijo: «D. Ángel, habría sentido irme sin darle un abrazo. Es usted de los buenos. Pero aún le falta andar parte del caminito para desprenderse de algo malo que se adhiere a su costra mortal. Viva como yo en la obscuridad, en la pobreza humilde, sano de cuerpo y espíritu, sin pretender nada, en absoluta castidad, sin las sacudidas de la pasión mundana, amando sólo a Dios y la mirada siempre fija en la muerte. Así, cuando le llegue la hora, estará tan tranquilo como ahora yo lo estoy».

Guerra le abrazó conmovido, y no supo qué decirle. El consuelo vulgar de ilusionarle con la vida le pareció improcedente.

«La hermana seráfica -prosiguió D. Tomé-, queda encargada del amigo querido para encaminarle allá, y así nos juntaremos los tres en la eternidad dichosa.

Leré se apartaba para que no la viese llorar, y volvía con semblante risueño a satisfacer el ansia de oírla y verla que aquel bendito sentía, satisfacción que era como anticipado goce de la dicha celestial. Luego rezaron los tres, y por iniciativa de D. Tomé leyeron el oficio de difuntos. Alternativamente leían Leré y Ángel, y el enfermo, que se sabía de memoria casi todo el texto, cantaba de vez en cuando con entonación fervorosa algún versículo: Audivi vocem de caelo dicentem mihi: Beati mortui qui in Domino moriuntru... Requiem aeternam dona eis, Domine. Et lux perpetua luceat eis.

Temiendo fatigarle, suspendieron la lectura; pero él les incitaba a seguir, y no quería más conversación que aquella, ni otras suertes de distracción. La hermanita rezó un rato en voz baja, el rosario entre los dedos, D. Tomé le respondía sin quitar de ella los ojos. Por último rompió a cantar con exaltado acento la antífona: Vidi turbam magnam, quam dinumerare nemo poterat, ex omnibus gentibus, stantes ante thronum. Y después: ¡O quam gloriosum est regnum in quo cum Christo gaudent omnes Sancti! Amicti stolis albis sequuntur Agnum quocumque ierit. Vinieron luego los comentarios del texto, en los cuales desplegó todo su entusiasmo y exaltada facundia. Leré no le quitaba los ojos cuando el pobrecito capellán describía la turbamulta de santos en las regiones de bienaventuranza, vestidos de blanquísimos cendales, siguiendo al Cordero, al Cristo por donde quiera que iba.

Aunque el médico auguró aquella tarde que D. Tomé no llegaría al día siguiente, ello fue que pasó la noche con relativo bienestar, y la aurora le encontró como dispuesto a seguir tirando. Su propio fervor de muerte prolongaba las palpitaciones de la vida, y reanimaba el cuerpo miserable. Fue el Deán a verle y también Casado, y hallándole con bastante despejo, ordenaron que se le diera el Señor, lo que se cumplió con humilde majestad, si así puede decirse, en la tarde de aquel día. D. Tomé parecía iluminado por resplandores sobrenaturales. Su rostro no era el mismo. Su demacración le embellecía, y el gozo vivificaba sus muertas facciones. Sin haberle visto no se podría formar idea de la unción ferviente con que dijo las palabras: Domine, non sum dignus... etc.

A la conclusión cantaba a media voz el salmo: Celestis urbs, Jerusalem -Beata pacis visio -Quae Celsa de viventibus -Saxis ad astra tolleris, etc...., llegando hasta el final sin olvidar un solo verso. Leré y Guerra no podían contener sus lágrimas. Y él les dijo: «¿A qué ese llanto, si debéis festejar mi partida y despedirme con canciones de triunfo?».

Cayó después en un colapso, del cual no creyeron que saldría; pero la vida se agarraba al cuerpo por vicio de costumbre. Lo más particular fue que hasta tuvo apetito aquella noche, y tomó algún alimento, quedándose dormido después con tranquilo sueño. Leré, rendida, se fue a descansar un rato en un cuarto próximo al de los trebejos, en el cual Gencia le había puesto un colchón sobre el duro suelo y una manta. Ángel en tanto hizo la guardia en la sala, primero leyendo o meditando, y atormentado al fin por pensamientos que le hicieron pasar horas amarguísimas, las cuales habían de ser, por razones que él mismo dirá, memorables.

A la madrugada, sintió rezongar a D. Tomé, y acudió junto al lecho. Reclamó el capellán su enfermera, sin cuya vista no podía pasarse, y Guerra le dijo que convenía no interrumpir el sueño de la pobrecita hermana, pues no podía tenerse ya de puro fatigada. Convino el enfermo en dejarla descansar, y entabló con Ángel uno de aquellos diálogos espirituales que eran como el numen sibilítico de su vida expirante.

«¡Qué feliz soy, amigo mío! ¡Ay, quién tuviera autoridad para dar a usted un consejo, en mi despedida de la existencia, al estrechar por última vez la mano de un amigo que ha sido conmigo tan bueno!

-No es preciso que usted se muera -le dijo Guerra-, para tener autoridad ante mí.

-Pues si mi palabra tiene algún valor para usted, las últimas que le digo son que persista en su idea de hacerse sacerdote, sobreponiéndose a los desfallecimientos y flaquezas que pudieran asaltarle. ¿Verdad que hay flaquezas, dudas y desmayos?

-Ya lo creo... ¡Cómo adivina usted, y qué claro lo ve todo! -dijo Guerra afligidísimo, pues aquella noche su alma se había llenado de sombras-. No merezco la benevolencia de un ser tan puro y santo. Amigo mío, soy un miserable: lo digo sin atenuación alguna, sin falsa modestia. Nada más tonto que la ilusión de querer regenerarme. Mis caídas son tremendas. La indignidad de mi ser al propio Satanás espantaría.

-¿Qué es ello? ¿Ha tenido algún mal pensamiento?

-¿Uno solo? (Golpeándose la cabeza.) Diga usted que no hay en mí pensamiento que no sea malo.

-Cuando salen víboras, se lucha con ellas y se las estrangula.

-Eso intento, eso quiero; pero... ellas son las que me estrangulan a mí.

-Encomiéndese a Dios y a la Virgen.

-Ya lo hago, hombre, ya lo hago, y... Gracias a mis esfuerzos no me he perdido aún, pero me perderé, crea usted que me perderé. Hay dentro de mí una raíz mala, que a veces parece muerta; pero está tan viva como yo, y cuando menos lo pienso, echa unos brotes que me cogen toda el alma y me la ahogan, me la envenenan.

-Ánimo, D. Ángel. No se conquista en una hora la fortaleza tremenda de uno mismo, defendida por nuestros hábitos, por nuestros apetitos que, como familiares, conocen muy bien todas las entradas y salidas.

-Pero usted, ¿cómo sabe esas cosas?

-Por experiencia propia nada sé. He sido desde chiquito un caso de hombre teórico. Mis ideas vienen de fuera, no de dentro.

-Bienaventurados los que no conocen el mal sino por lo que oyen, o por lo que les cuenta un libro.

-Al contrario, bienaventurados los que lo ven vivo, dentro o alrededor de sí, porque esos tendrán el gusto y la gloria de patearlo.

-Cuando no son pateados por él. (Con amargura.) No, amigo D. Tomé, vale más ser así, como usted; nacer inmune, nacer tibio y refractario a las pasiones.

-No, no, vale más luchar... Amigo D. Ángel, sea usted animoso; hágase fuerte. Meta en un puño a esa maldita concupiscencia, que es la que surte de condenados el Infierno.

-Lo sé ¡ay! lo sé.

-Paréceme que ya es de día -dijo el enfermo, variando bruscamente de ideas-. Entra la claridad del sol, de ese sol que ya no veré más, porque hoy me muero, hoy sin falta. ¿Qué quiere usted apostar? Pero valiente cuidado me da a mí de no ver esta candileja, cuando veré otras, y miles de millones mucho más resplandecientes.

-¡Y que serán bonitas! Pero a mí me da el corazón que no las verá en algún tiempo. Hoy está usted mejor.

-¿Mejor? Por dentro empezó ya la desbandada. La vida se va retirando. Ya no la siento sino en algunas partes de mi naturaleza... Y cuanto más pronto mejor. Dios que me ha hecho tantos favores dándome unas cosas y privándome de otras, me concederá una agonía fácil... (Con volubilidad.) Dígame... en confianza. Estos días pasados, cuando deliraba, ¿he dicho muchos disparates?

Guerra le tranquilizó, asegurándole no haberle oído nada que no fuera la misma discreción. «Hablaba usted de Historia».

-¡Ah! (Dándose una palmada en la frente.) Ya no me acordaba de que he sido profesor de Historia. Veo mi ser antiguo como si fuera una vida lejanísima, una vida mil años ha, con largo espacio de muerte entre ella y la actual, si es que la actual merece nombre de vida. ¿Con que hablé de Historia? Ahora recuerdo que me atormentaba la idea de numerar los Reyes de Castilla con la cifra que les correspondía como de León... Y dígame: en otro orden de cosas, ¿no disparaté? Porque la hermana Lorenza, por su bondad y su cara risueña y tranquila, me impresionó de tal modo que creo haberle echado flores, como si en mí resurgiera un ser nuevo.

-Nada le dijo usted que no pudiera decirle yo, u otro cualquiera de los que tanto la admiramos.

-Bien; me tranquilizo. Criatura sin igual es la hermana Lorenza. Yo, si pudiera, la cogería entre mis brazos, la apretaría fuerte, muy fuerte, y me la llevaría conmigo. Hágase usted cargo de la absoluta pureza de este amor, remedo del de Cristo a su esposa mística la Iglesia. Me creerá usted cuando le diga que en mí no existe ni ha existido jamás nada que ni remotamente trascienda a sensaciones de amor físico o sensual. El Señor me hizo este beneficio desde que me puso en el mundo.

-Lo creo, lo creo.

-Y soy tan puro hoy como el día que nací. Por eso, no vacilo en abrazarme con la hermana Lorenza y en regalar su oído con palabras cariñosas. El lenguaje místico se parece al que no es místico. La diferencia está en la limpieza de los labios que lo pronuncian. Los míos no articulan palabra que no se pudiera decir a la hostia consagrada. Y lo mismo que beso el ara donde consagramos el pan y el vino, besaría el rostro de la hermana Lorenza. ¿No haría usted lo mismo?

-¿Yo?... Creo que no.

-¿No lo intentará siquiera? ¿No se educará para llegar a eso?

-¡Educarme! ¿Cómo?

-Azotando la propia naturaleza con disciplina de pensamientos castos, y si es preciso punzantes. Así lo recomiendan las obras piadosas escritas por santos y sabios que fueron pecadores. Yo, como no lo he sido, repito la receta, sin añadir nada por cuenta mía. Sólo digo a usted que nunca tuve de hombre más que la apariencia, y esa no muy clara, porque un amigo mío que conmigo tenía gran confianza me dijo un día: «Tomé, ¿sabes lo que cuentan de ti los compañeros? Pues dicen que tú no eres hombre, sino una mujer disfrazada». Al oír esto, amigo D. Ángel, sentí cólera, la única vez que en mi vida la he sentido, y cierto rubor, cierta vergüenza... Me eché a llorar... Después, en distintas ocasiones de mi vida, me atormentaba la idea de que la gente creyese, como dijo aquel pícaro, que yo era mujer disfrazada de cura. Disparate, Sr. D. Ángel; pero disparate a medias, porque yo no soy mujer, pero tampoco hombre: soy un serafín... ¿Qué... no lo cree?

-¿Pues no he de creerlo?

-Quiero decir que en la tierra he sido todo lo serafín que se puede ser, o de pasta y pura calidad serafinesca

 

 

XII

 

Apareció Leré, la cara risueña, fresca, recién lavada con agua fría, y sus primeras palabras fueron para informarse de cómo estaba el niño. Empleaba un tono semejante al que se emplea con las criaturas. «Bendita sea usted y benditísima la hora en que vino al mundo -le dijo D. Tomé cruzando las manos.

Púsose a rezar mientras Leré cogía la escoba para barrer la sala. No tardaron en sentir a la señora Gencia, revolviendo en el patio, y ella y Anchuras, saltando sobre montones de trapos, huesos y herrajes, subieron a ver cómo había pasado la noche el sobrinico. Quiso Gencia quitarle la escoba a la hermana; pero ésta no lo consintió. Al fin tuvo que soltarla, porque al capellán le dio una congoja tan fuerte que creyeron se quedaba en ella. La tía, que fácilmente se acobardaba, empezó a llorar como un ternero. El médico, que vino cuando D. Tomé no había salido aún de su paroxismo, mandó que trajeran la Extremaunción, y Ángel fue a avisar a San Justo. Al llegar con el cura que traía los Santos óleos, D. Tomé se había repuesto, y recibió el Sacramento en estado de completo despejo mental. Conmovedora fue la ceremonia, y admirables la serenidad y alegría con que el moribundo se dejó imponer la cristiana unción, señal de ser despachado irrevocablemente para el otro barrio.

Concluido el acto, y retirado el coadjutor de San Justo, D. Tomé se despidió de todos, haciendo a Gencia y Anchuras mil prolijas recomendaciones para que las transmitieran a la familia, y distribuyendo su peculio, consistente en setenta y dos reales y algunos céntimos, entre los parientes más pobres. Los efectos que poseía los repartió también, dando a Guerra casi todos sus libros, a Teresa Pantoja, que se apareció por allí, los acericos y un San Antonio, y a Palomeque dos mapas y el Cristo de la cruz al revés. Mandó que su ropa se repartiera entre los pobres que la quisieran, y tuvo un recuerdo de piadosa amistad para el rector del colegio en que daba lecciones, para los alumnos, para las monjitas de San Juan de la Penitencia, que seis veces al día mandaban a la portera con afectuosos recados. Quitose luego dos escapularios que tenía, y los destinó a su madre, entregándoselos a Gencia. El breviario fue para Guerra, y un librito de rezos en castellano, muy mono y con viñetas, para Leré, acompañado de dos o tres medallas y de una cruz con el corazón de Jesús en medio y un pelícano en la cabeza.

«Sería gracioso -dijo recostándose fatigado del esfuerzo de la distribución-, que listo ya para marchar, y bien despedido y encomendado, resultara que la muerte me desprecia. No, Señor mío amantísimo, no, Virgen Santa, no me digáis que tengo que vivir más. ¡Viva la muerte, y muera la vida! Pronto, pronto. Quítenme, quítenme esta putrefacta envoltura, que me pesa y me incomoda. Pase a ser propiedad de los señores gusanos; y que les aproveche. Ya no respiro más que con la cuarta parte de un pulmón; ya no sé lo que es paladar; ya no puedo mover las piernas. El oído me falta, y la vista se me enturbia. Hermana Lorenza, aunque me quede ciego y vivo, os veré, porque estampada estáis en mi alma. Muerto y renacido, allá os veré mejor, y vos me veréis a mí, porque entre uno y otro no mediarán las tinieblas de la muerte. Vos viva, morís conmigo, y yo muerto, vivo en vos, porque nuestros espíritus no reconocen distancias de tiempo ni obscuridades de espacio... Señor y Padre mío, acogedme, no me dejéis aquí... ¡Ah! por fin me lleváis, ¡oh dicha! Ya subo. ¡Qué tristes estarán allá abajo los que siguen en aquel horrible destierro, cargando un cuerpo todo miseria y necesidades asquerosas! ¡Y cómo les deben pesar aquellas carnazas, todo aquel matalotaje de piernas, brazos y estómago! Yo sí que soy feliz ahora: ya no tengo huesos, ni pulmones, ni corazón, ni nervios, ni nada de aquella piltrafería inmunda. Apenas me que da un poquillo de sesos, que se van escurriendo y dejándome limpio... Ya se acabaron los sentidos; ya no tengo tacto, ni vista, ni me moría... no me acuerdo de nada... ya no sé lo que es hambre y sed. Las últimas gotas de sangre se desprenden y caen. Las siento escaparse de mí y dejarme puro. Dentro de un momentito veré a Dios con otros ojos, con otra suerte de mirar y de ver, y por más que discurro no acierto a figurarme cómo será. Es que aún no me he desprendido de toda aquella costra grosera... Ya, ya... ya no padezco, no siento nada; ya no...

Las diez serían cuando el pobre D. Tomé, inerte en el lecho, balbucía con incierta voz aquellas descosidas expresiones. Lo que dijo después no se entendió. Eran sonidos inarticulados que se confundían con la cadencia lenta de la ya difícil respiración. La agonía fue larga, pero serena, sin sufrimiento, y expiró cuando el reloj de la Catedral cantaba con pausada retumbancia las doce.

Anchuras y Gencia hicieron duelo estrepitoso en una tesitura que no podía durar. En la primera media hora, creyérase que perdían un hijo; en la segunda, que era sobrino el muerto; en la tercera, primo en tercer grado, ya la cuarta ya era D. Tomé pariente lejano. Retirose Leré, después de orar un buen rato de rodillas junto al cadáver, que amortajaron Ángel y Anchuras, poniéndole un hábito de San Francisco mandado por las monjas de San Juan, y encima el traje de cura. Como no tenía carnes que perder, no se desfiguró, ni parecía menos vivo en el féretro que cuando yacía durmiendo en su angosta cama. Ángel no se separó de él sino el tiempo preciso para ir a cenar a su casa.

Día fue aquel para Guerra de los más críticos de su vida, lleno de cruelísimas dudas, de abatimientos que le desplomaban el alma a los profundos abismos, de negra tristeza y de presagios horribles. Caldeada la cabeza por un continuo batallar con dos o tres ideas, salió después de anochecido, y no había llegado a San Justo, cuando apareció delante de él la visión del clérigo, su propia persona con sotana, manteo y teja. En vez de temor, como otras veces, sintió enojo de aquel encuentro, y acelerando el paso se aproximó al fantasma y le puso la mano en el hombro. Volviose la sombra, y al mirarle de cerca la faz, Ángel dio un grito de sorpresa, pues el tal no era una imagen de simple apariencia espectral, sino el propio D. Eleuterio García Virones, muy conocido en Toledo, de complexión fuerte, clerizonte llorón, estrafalario y mísero que pasaba por buen latino, y solía predicar sermones gerundianos en los pueblos de la provincia.

«Dispénseme -le dijo Guerra-. Yo creí que era...

-¿Quién?

-Un amigo mío... pero muy amigo. El andar, la estatura... vamos; que se confunde usted con...

-Celebro confundirme con sus amigos para tener el gusto, el honor... -dijo D. Eleuterio con refinada amabilidad-, de que usted me hable. ¡Ay, Sr. D. Ángel! este encuentro casual me parece a mí que es cosa de la divina Providencia. Si yo le asegurara que en el momento de sentir su mano en mi hombro, venía pensando en usted... ¿qué diría?

-Pues diría que... no diría nada.

-Pensaba en usted ahora, sí señor; recordaba que sólo una vez tuve el gusto de verle en el cuartito bajo de Granullaque, y me condolía de no tratarle más para atreverme a pedirle un favor.

-¿Un favor... a mí?

-A usted que tan grandes los hace a cuantos tienen la suerte de... Dispénseme; este encuentro providencial me produce tal trastorno...

-Explíquese mejor y dígame en qué puedo servirle.

-Pues como los tiempos están tan malos, Sr. D. Ángel, (Dándole la derecha y caracoleando a su lado con oficiosa cortesía.) he pensado que esa capellanía de monjas que ha dejado vacante el pobrecito Tomé, le vendría muy bien a un servidor. En ello venía pensando ahora, y decía: «Si ese D. Ángel Guerra me quisiese apoyar, estábamos de la otra parte. Porque él tiene gran metimiento con las monjitas de San Juan, y metimiento con el cabildo catedral, y metimiento en Palacio...»

-Calle usted, hombre, y ponga punto a esos metimientos, que sólo están en su imaginación.

-Yo sólo que me digo, y dispense. Me llamo Eleuterio Virones, muy servidor de usted. Si se digna echar un memorial por mí, y lo toma con empeño, mía es la plaza; dos mil cochinos reales al año; ya ve usted que turrón. Pero con eso y algo que saque por otro lado, nos iremos arreglando. Creen algunos que no hay más pobres que los que piden a las puertas de las iglesias, y otros andan por ahí, vestidos de paño negro, que merecen más el óbolo de las personas caritativas.

-Pues que Dios les ampare -dijo Guerra, que aquella noche no estaba en disposición de soportar tales acometidas en medio de la calle-. ¿De dónde saca usted...? Yo no puedo, no puedo...

Y se alejó rápidamente hacia la Tripería para poner punto final. Quedose el otro en medio de la plazuela de San Justo, sorprendido de las despachaderas poco urbanas del Sr. de Guerra. El cual no se había alejado cien pasos cuando sintió resquemor de conciencia por su desconsideración con aquel infelizote; y como hombre de impresiones repentinas y de cambiazos bruscos en el temperamento, volvió a la plazuela, y viendo al clérigo retirarse cabizbajo hacia la Cuesta de San Justo, le llamó con grandes voces.

«Eh! D. Eleuterio... venga acá... dispénseme... iba distraído. Yo tendré mucho gusto en servirle, sí, hombre, mucho gusto, y haré los imposibles. Si de mí dependiera, mañana mismo».

Poco faltó para que el otro le besara la mano. Fue dándole matraca hasta la calle del Locum. Cenó Ángel de prisa y corriendo, y se volvió a la guardia y vela del cadáver de su amigo, no separándose ya de allí hasta la hora del entierro, las diez de la mañana, el cual fue modestísimo, acompañado de unas veinte personas, entre las cuales descollaban el Deán, Palomeque y D. Juan Casado. Los anónimos eran dos o tres caballeros de paño pardo, naturales de Cebolla o Erustes, otros tantos compañeros de Anchuras, algún profesor del colegio en que el difunto enseñaba Historia, el sacristán y acólitos de San Juan. Pocos llegaron hasta el cementerio, entre ellos Guerra, con quien volvió su inseparable amigo Casado, platicando de cosas tan interesantes, tan íntimas, tan graves, que bien merecen ser puntualmente referidas.

Las obras de Benito Pérez Galdós
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