Escena I
PEPE REY, muy abatido, echado en un sillón; DON CAYETANO, que entra por la derecha.
DON CAYETANO.- ¿Pero qué tienes...? ¿aburridito...?
PEPE REY.- ¡Loco!
DON CAYETANO.- Por no hacerme caso... Si hubieras querido ayudarme a coordinar las Vidas de Orbajosonses ilustres... Seis horas se me han pasado en un soplo.
PEPE REY.- Yo no arreglaría a los orbajosenses ilustres y no ilustres, más que de una manera.
DON CAYETANO.- ¿Cómo?
PEPE REY.- A tiros.
DON CAYETANO.- ¡Bah!... ya estás con tu idea maniática.
PEPE REY.- ¡Qué vida la mía! Se reduce a vagar por este feísimo pueblo, en compañía de don Juan Tafetán, que es mi único amigo. Hemos visto la catedral no sé cuántas veces. Por cierto que esta mañana...
DON CAYETANO.- ¿Qué?
PEPE REY.- Nada... Pues el pobre Tafetán se desvive por distraerme: me lleva a las huertas, a visitar ruinas celtíberas o romanas; me pasea por todo el pueblo, me introduce en las tertulias de la botica o de las tiendas, procura, en fin, disipar el tedio inmenso que me consume. (Exaltándose.) ¡Esto es horrible, esto no tiene nombre!... Vivo en esta casa, y ya van cinco días, cinco, que no puedo ver a Rosario... «Que está enferma, que duerme de día, que no quiere ver a nadie, y tal y qué sé yo...». ¡La esconden de mí, me apartan de ella como un apestado!
DON CAYETANO.- ¡Hombre, no! La niña tiene un arrechucho nervioso que exige, según los médicos, descanso, soledad, aislamiento.
PEPE REY.- ¿Pero es tan grave su mal, que yo, su primo, su... iba a decir su prometido, en fin, yo, no puedo pasar a verla?
DON CAYETANO.- No sé...
PEPE REY.- ¡Ah, mi buen don Cayetano, si viera usted qué cosas se me ocurren! Mis pensamientos son negros, huraños, recelosos, como el pueblo en que vivo. He dado en creer que la enfermedad de Rosario es un artificio de su madre para que la pobre niña no pueda verme ni hablarme...
DON CAYETANO.- ¡Por Dios, Pepe...! No, no; eso no te lo paso... ¡Suponer que Perfecta, que es toda bondad, cariño, dulzura...! No, hijo, no, no.