MONCADA, DOÑA EULALIA
MONCADA.- Hermana, hay que sacar de su compromiso a la pobre Marquesa...
EULALIA.- ¿Qué?
MONCADA.- Que tú tienes ahorros.
EULALIA.- ¿Pero qué dices?
MONCADA.- (alzando la voz.) Que puesto que tienes numerario disponible...
EULALIA.- No oigo una palabra. Me he quedado enteramente sorda con los aires colados de esta maldita casa.
MONCADA.- Tú recibes puntualmente tus rentas y no gastas un céntimo.
EULALIA.- Te repito que no oigo nada... ¿Dinero yo?, ¡qué cosas tienes! Si quieres auxiliar a Florentina háblale a tu yerno, a ese D. Judas de California que ha sabido apoderarse de la casa de Moncada...
MONCADA.- ¡Qué tontería!
EULALIA.- Sí, y concluirá por echarnos de Santa Madrona... Vamos, tu actitud de sumisión y pasividad, parécenme a mí un síntoma de chochez... (Contrariada de que Moncada no da importancia a sus expresiones.) No tenemos vergüenza, si toleramos tanta humillación. ¡Un hombre que no nos consulta nada, que apenas me saluda, que nos tiene ahí como figuras decorativas, como adornos de su grosería sobredorada! Somos tú y yo al modo de un par de jarrones que pone... así... a los lados de su grotesca personalidad para hacerla lucir... Por mí no me importa. Sé padecer, sé anularme... La humildad es mi orgullo, y mi incienso los ultrajes... ¡Pero tú...! No, no, Juan; tú no debes tolerarlo.
MONCADA.- Pero mujer...
EULALIA.- (sin dejarle meter baza.) Tu poquedad de ánimo... para que lo sepas... es un grandísimo pecado... Y ofendes a Dios entregando tus negocios en las manos puercas de ese Holofernes. Sin ir más lejos, considera las limosnas que se repartían en tu tiempo, y las que se reparten ahora.
MONCADA.- (suspirando.) ¡Y qué le hemos de hacer!
EULALIA.- ¿Pues y la indecencia de negar a la Orden Tercera un terreno que le pertenece?
MONCADA.- Bueno... ¿Y qué?
EULALIA.- ¡Me gusta tu calma! ¡Los pobres! ¡los ministros del Señor!... Por ti, claro, que los parta un rayo. ¡Bonita manera de ser religioso! ¿Y crees que te vale andar todo el día de hocicos en los Franciscanos, y llevar la velita en las procesiones, y quitarle motas al padre Cleto? No, hijo, esas exterioridades no te valen para el fin sin fin, que dijo el otro.
MONCADA.- (interrumpiéndola.) ¡Eulalia!... ¡Bah!
EULALIA.- No, no me callo. Tú con tal que te echen puntualmente la sopa boba, transiges con ese hereje...
MONCADA.- ¿Hereje? ¿Pero si tú fuistes(4) quien armó la conspiración para hacerle mi yerno?
EULALIA.- (con viveza.) Porque creí que casándole le amarraríamos al lábaro de la fe. Pero luego ha resultado que Victoria carece de poder evangélico... ¡Vaya un fiasco! Bien merecido le está por meterse a redentora... y sin pedir consejo a nadie... por sí y ante sí, la muy estrafalaria.
MONCADA.- (alzando más la voz.) Respóndeme a lo que te pregunto.
EULALIA.- Respondo que Victoria no sabe amansar al feroz vestiglo... ¡Y para esto abandonó la pureza y santidad del Socorro!... Que oiga, sí, que oiga lo que dicen de ella las Hermanas... y sacerdotes respetabilísimos... Que procedió muy de ligero, que no consultó el caso con la Superiora, ni con el Director de la Congregación...
MONCADA.- (incomodado.) Basta... ¿Oyes o no lo que te digo?
EULALIA.- Pero ¿qué?
MONCADA.- ¿Quieres o no auxiliar a Florentina?
EULALIA.- (como haciendo un esfuerzo para oír.) ¡Ah!... ya... Florentina... ¡También esa!.. No es que yo la critique. Pero bien se ve que la levantan de cascos las vanidades de este mundo, todo lo temporal y transitorio...
MONCADA.- No pretende más que salvar el Clot.
EULALIA.- ¿Y para qué quiere ella fincas?... ¡con un pie en la sepultura, sin necesidades ya! Mejor pensará en prepararse para una buena muerte.
MONCADA.- (nervioso, fuera de sí.) No se te puede sufrir, hermana. Estás hoy de remate.
EULALIA.- Lo que te digo es que no pienso volver a poner los pies en este caserón donde no se oye hablar más que de la porquería de los negocios...
MONCADA.- Bah... déjame...
EULALIA.- Y decididamente me voy de aquí, me retiro a mi casita del Ampurdán, donde haré vida recogida y de estrechísima penitencia... Imítame, hombre; vente conmigo. Viviremos como ermitaños sin pensar más que en Dios y en la muerte.
MONCADA.- Gracias... vete tú.
EULALIA.- Y tú conmigo. Hermano querido, no adores más al infame becerro.
MONCADA.- (desesperado.) Que te calles, por Dios. No te puedo aguantar.
EULALIA.- Piensa que no somos sólo materia; que tenemos un espíritu...