Por la tarde, Urrea y el mayor de los Borregos estuvieron dando vuelta a la tierra con el arado en una de las piezas de sembradura próximas a la casa. Nazarín y el Borrego chico regaron los plantíos nuevos de la huerta, a mano, con cubos y regadera, y después escardaron los bancales, que con los abundantes riegos de días anteriores, habían formado costra. Silencioso y atento a su trabajo, el clérigo no hablaba con su compañero más que lo preciso. Ladislao había ido a la fuente del monte, a traer la ropa lavada por Aquilina, y los chicos, después de dar la lección con Halma, se fueron a jugar con los nietos de Cecilio en el campo frontero a la casa de abajo. En la cocina se hallaba la Condesa, de mandil al cinto, fregoteando la loza, cuando Beatriz, que arriba trajinaba, bajó a anunciarle la llegada de los tres señores a caballo. «¡Ah!, no les esperaba tan pronto -dijo la dama, preparándose para recibirles decorosamente-. Vienen como en son de capítulo o consejo. ¿No sabes a qué? Luego lo sabrás».
— Me figuro que será para que admitamos a las tres ancianas enfermas de Colmenar, que quieren venir a Pedralba. Yo creo que tendremos local, pasándome yo al cuarto de Aquilina.
— No es eso: las tres viejecitas llegarán el lunes. Las acomodaremos como se pueda, hasta que el maestro nos arregle los cuartos del Norte. Nuestros tres amigos vienen a otro asunto, muy delicado, por cierto, del cual me habló anteayer D. Remigio. Quiera Dios iluminarles para que conozcan cuán injusto... En fin, no puedo contártelo ahora; es cosa larga.
Salió la señora al encuentro de los viajeros, y subieron los cuatro a la única habitación de la casa, propia para visitas, y aun para cónclaves tan solemnes como el que aquel día en Pedralba se celebraba, porque tenía dotación de sillas hasta para seis personas, y un sofá de principios de siglo con asientos de crin, que a la legua transcendía a cosa eclesiástica y capitular. Encerrados allí la Condesa y sus tres amigos, discutieron y peroraron todo lo que les dio la gana, sin que fuera de la estancia se sintiese rumor alguno, ni había tampoco por allí oreja humana que lo recogiese. A la hora y media, más bien más que menos, salieron, y se marcharon como habían venido. Nadie supo lo que allí con tanto sigilo se había tratado, ni ninguno de los huéspedes de Pedralba, fuera de Urrea, sentía comezón de curiosidad por aquella desusada reunión. Por la noche, en el rosario y cena, notó el ex-calavera muy encendidos los ojos de su prima. Sin duda había llorado. Concluida la cena, y cuando se despedían para marchar cada cual a su dormitorio, la señora dijo a Urrea: «Poco te ha durado el buen acomodo del cuartito de la torre: tú y el padre tendréis que iros a la casa de abajo, porque necesitamos alojar aquí a tres ancianitas. Se os llevarán las camas allá. Ten paciencia, Pepe. Para eso y para todo te recomiendo la paciencia, sin la cual nada de provecho haríamos aquí».
Y no dijo más, ni él se atrevió a expresar cosa alguna, pues al intentarlo se le ponía un nudo en la garganta. La señora, después de dar a cada cual la orden de trabajo para el día siguiente, se retiró. A Beatriz le tocaba aquella noche la función de conserjería, cerrar puertas y ventanas, apagar fuegos y luces, cuidando de que todos, media hora después de la cena, entrasen en sus respectivos aposentos. Buscándole las vueltas para cogerla sola, Urrea pudo cambiar con ella algunas palabras, cuando atrancaba la puerta del Norte, después de cerrar el gallinero.
«Beatriz, por lo que más quieras en el mundo, dime qué han venido a tratar con mi prima esos tres facinerosos».
— ¡Jesús, yo no sé!
— Sí lo sabes. Dímelo por Dios.
— Te has olvidado de una de las principales reglas que nos ha impuesto la señora. Aquí no se permite contar lo que pasa, ni llevar y traer cuentos. Cada cual ocúpese en desempeñar su trabajo, sin cuidarse de lo que digan o hagan los demás.
— Es verdad... Pero como sin duda se trata de alguna conspiración contra mí, tengo que defenderme.
— Yo no sé nada, José Antonio, no me preguntes.
— Pues dime sólo una cosa. ¿Ha llorado mi prima?
— Eso no puedo negártelo, porque bien se le conoce en los ojos.
— ¿Y sabes el motivo?
— ¡Oh, el motivo!... Que no puede hacer todo el bien que quiere. Su alma tiene grandes alas; pero la jaula es corta... Y no más. Silencio te digo, retírate.
No tuvo más remedio el pobre novicio que meterse en su aposento de la torre, donde encontró a Nazarín de rodillas frente a la imagen del Crucificado. El farolito que alumbraba la estancia estaba en el suelo: iluminadas de abajo arriba las dos figuras vivientes y el estrambótico mueblaje, resultaba todo de un aspecto sepulcral. En el profundo abatimiento de su espíritu, Urrea se creyó en un panteón. Echándose en la cama, como para tomar la postura del sueño eterno, y sin esperar a que el apóstol peregrino acabase su rezo, le dijo: «Padre, ¿se fijó usted en los ojos de mi prima?».
— Sí, hijo mío -replicó el clérigo, siguiendo de hinojos, y moviendo tan sólo la cabeza para mirarle-. La señora Condesa, nuestra reina, nuestra madre, ¡ay!, ha llorado mucho.
— ¿Se enteró usted del conciliábulo?
— Sé que llegaron juntos esos tres señores, y estuvieron aquí largo rato. Como no me importa, ni es cosa de mi incumbencia, no tengo más que decir.
— Creo firmemente que se han reunido para expulsarme de aquí, y que obedecen a intrigas de mi primo Feramor. Me lo dice el corazón, me lo dice la tierra cuando la labro, los troncos cuando les pego con el hacha, me lo dicen los bueyes cuando les pongo el yugo. No puede haber equivocación en esto; el vivir en medio de la Naturaleza, rodeado de soledad, le hace a uno adivino.
— Si eso fuera cierto -dijo Nazarín levantándose, y acudiendo a él con ademán afectuoso-, si en efecto, por estas o las otras razones, se te mandara salir de Pedralba...
— Ya sé lo que usted me dirá... que me vaya, es decir... que me muera.
— Estamos aquí para la obediencia, para la resignación, para no tener voluntad propia. Ya me ves a mí: toma mi ejemplo.
— ¿Pero usted no considera que lanzarme de aquí es ponerme en brazos de la muerte?
— ¿Por qué? Dios velará por ti.
— ¿Y a dónde voy yo, padre?
— Al mundo, a otra soledad como esta, que encontrarás fácilmente. Búscala, que nada abunda tanto en la tierra como la soledad.
— No, no: yo, fuera de aquí, soy hombre concluido. Halma debe suponer que mi expulsión de Pedralba es mi sentencia de muerte. Dígaselo usted.
— Yo no puedo decir eso a la señora, ni nada. Asilado como tú, la regla me prohíbe hablar al superior, cuando este no me habla. Contesto a lo que me preguntan, y nada más.
— Pues se lo diré yo, le diré que desconfíe de esa gente infame...
— No hables mal, no injuries, no aborrezcas.
— ¡Ah! Nazarín es un santo: yo quisiera serlo, pero la maldad antigua, la que existe allá en los sedimentos del corazón no me deja.
— Porque tú quieres. Lucha con tus malas pasiones, pídele a Dios auxilio, y vencerás. Es menos difícil de lo que parece. Si alguien te causa agravios, perdónale; si te injurian, no respondas con otras injurias; si te hieren, resístelo y calla; si te persiguen en una ciudad, huyes a otra; si te expulsan, te vas, y donde quiera que estés, arranca de tu corazón el anhelo de venganza para poner en él el amor de tus enemigos.
— Yo haré todo eso, que es muy hermoso, sí, muy hermoso -dijo Urrea con ligerísima inflexión irónica-; pero antes de adoptar vida tan santa, quiero despedirme del mundo con una satisfacción: le cortaré la cabeza a D. Remigio, que es el alma de este complot indigno.
— Hijo mío, parece que estás loco -díjole Nazarín, posando la palma de su mano sobre la frente ardorosa del calavera reformado-. Pero qué absurdos se te ocurren. ¡Matar!
— ¿Pues no me matan a mí?
— Privarte de estar aquí no es darte la muerte.
Me la daré yo si me arrojan.
— Bah, eres un niño; pero yo estoy al cuidado tuyo, y procuraré que no hagas mañas.
— No puedo, no podré vivir fuera de aquí... Cuando salga, o me arrojaré con una piedra al cuello en el primer río por donde pase, o buscaré un abismo bien negro y profundo que quiera recoger mis pobres huesos.
Su pecho se inflaba. Una opresión fortísima en la caja toráxica (11) le impedía expulsar todo el aire recogido por sus ávidos pulmones. Se ahogaba; le faltó la voz, y de su garganta salía un gemido angustioso. Al fin, rompió a llorar como un niño.
«Llora, llora todo lo que quieras -le dijo el curita manchego sentándose a su lado-. Eso es bueno. Las penas de la infancia, con el lloro quedan reducidas a nada».
— ¡Ah, bendito Nazarín -exclamó Urrea entre sollozos, estrechándole la mano-, soy muy desgraciado! Reconozca usted que no hay infortunio como el mío.
— Pues hijo, de poco te quejas. Tú eras malo, muy malo, tú mismo me lo has dicho. La señora Condesa quiso corregirte, y lo ha conseguido hasta un punto del cual no ha podido pasar. Pero luego viene Dios a completar la obra, te coge por su cuenta, y te manda adversidades y amarguras para que con ellas puedas alcanzar tu completa reforma. Bendice la mano que te hiere, resígnate, anúlate, y sentirás en tu alma un grande alivio.
— No podré... no podré... -replicó José Antonio, afectado de una gran inquietud nerviosa-. Usted, como santo, ve todo eso muy fácil... y naturalmente, por ser usted así, dicen que está loco... No lo está, yo sé que no lo está... pero por eso lo dicen, por no ser usted humano como yo... Fórmeme a su imagen y semejanza, hágame divino, y entonces... ¡ah!, entonces yo también perdonaré las injurias, y bendeciré la mano negra de D. Remigio que me hiere, y la boca sucia de Laínez que me escupe.
Y como si le pincharan, saltó del lecho, gritando: «No puedo, no puedo estar en ese potro... Necesito salir, respirar el aire, ver las estrellas...».
— Salir al campo es imposible: la regla no lo consiente, y además, la puerta está cerrada.
— Pues yo quiero salir, correr... ver el cielo.
— Abriendo la ventana lo verás. Ven: ahí lo tienes. ¡Cuán hermoso esta noche!
Ambos contemplaron un instante el estrellado firmamento, y ante la inmensidad muda, indiferente a nuestras desdichas, Urrea sintió crecer su inmensa pena. Retirándose de la ventana, dijo suspirando: «Padre Nazarín, si usted me quiere, hable de esto con mi prima».
— Yo no puedo hablarte de esto ni de nada. ¿Qué soy yo aquí? Nadie, un triste acogido. Ni tengo autoridad, ni voz, ni opinión, y sólo en caso de que la señora me preguntara, le manifestaría mi humilde parecer. Calificado de demente, me han puesto en esta santa casa al amparo de la sublime caridad de la Condesa de Halma. Figúrate tú si es posible que esta pida consejo a un hombre cuya razón se cree perturbada, y si yo a dárselo me atreviera, figúrate el caso que haría de mí.
— Catalina, como yo, no cree que nuestro querido Nazarín padezca de enajenación. Esas son vulgaridades en que un espíritu superior como el suyo no puede incurrir. Sabe que usted posee la verdad divina, y que su voz es la voz de Dios...
— No digas desatinos, Pepe. Confórmate con lo que el Señor disponga de ti. No luches contra su poder... entrégate.
Urrea se arrojó en una silla, abatiendo sus brazos como un hombre rendido de luchar.
«Aunque usted todo lo sabe y todo lo penetra -dijo después de una larga pausa-, yo necesito confiarle cuanto hay dentro de mí. Más que por deber, lo hago por necesidad, porque el corazón no me cabe en el pecho, porque me ahogo si no le cuento a alguien mi pena, la causa de mi pena, y la imposibilidad del remedio de mi pena».
— Pues sentémonos aquí, y cuéntame todo lo que quieras, que si no tienes sueño, yo tampoco, y así pasaremos la noche.
Tanto y tanto habló Urrea que, al concluir, ya palidecían las estrellas, y se difundía por el cielo la purísima luz del alba.