Los mismos; Vicenta, Señora y Señoritas de González. Las cuatro con mantón de Manila y claveles en el pelo. Una de las señoritas trae un manojo de claveles, y Vicenta un mantón en caja o pañuelo.
Vicenta. A dar a todos mi enhorabuena y a llevarnos a María.
Señora de González. Señora Marquesa, reciba usted nuestros plácemes.
Señorita ª. Señor Marqués, nos alegramos infinito.
Don Pedro. Gracias, mil gracias, señora y señoritas...
Vicenta. (Mostrando el mantón a María.) Para usted traigo éste, que será de su gusto.
María. ¡Oh, sí... está muy bien! (Lo desdobla.)
Señorita ª. A ver, a ver. (Se lo pone.) ¡Oh, qué bien!
Filomena. ¡Admirable! (Todos aprueban. Suenan más cerca los cantos y músicas populares.)
Don Pedro. ¡Oh... todo es júbilo!
Señorita ª. (A María.) Ahora los claveles. (Con ademán de ponérselos. María se sienta.)
María. (Dejándose adornar.) Ponédmelos a vuestro gusto.
Bravo. (Aparte a Corral, señalándole a María.) ¡Vea usted qué preciosidad!
Corral. (Torciendo el rostro.) No la miro; no quiero mirarla. Se me va la vista; me da el vértigo. (Pasan por el foro animados grupos de mozas del pueblo, con mantón de Manila, tocando panderetas; muchachos con guitarras y bandurrias. Marchan al son de un pasacalle.)
(Para ver la muchedumbre alegre, acuden a las rejas todos menos María, que permanece a la derecha en actitud silenciosa y triste. Don Rafael a ella se aproxima.)
Don Rafael. (A María.) Hija mía, veo que no está usted alegre, y aquí vengo yo.
María. (Consternada.) Lo que a mis buenos padres tanto regocija, a mí me anonada.
Don Rafael. Pero usted es un corazón fuerte, y afrontará valerosa las desventuras que la esperan.
María. (Muy afligida.) ¿Y cree usted que podré...?
Don Rafael. Lo veo muy difícil. A los fuertes se debe la verdad. Lo creo imposible.
María. ¡Desdicha inmensa si usted me abandona!
Don Rafael. Yo, no. ¡Creo en Mariucha!
María. Pues prométame hacer lo que yo le diga... Usted me ha dado la mayor prueba de estimación y confianza entregándome, para ayudarme a sostener a la familia, el dinero del Cielo.
Don Rafael. Era lo más cristiano.
María. Dígame: ¿pasado mañana habrá también fiesta?
Don Rafael. Ya lo creo: será el gran día. Tiene usted que venir con mis sobrinitas a la alborada, y después...
María. Pues pasado mañana...
Don Rafael. ¿Qué tengo que hacer?
María. Bien poca cosa: no separarse de mí, ir siempre a mi lado. (Permanece meditabunda y llorosa.)
Don Rafael. ¿Y no es más que eso? Iré con usted, a donde quiera.
Don Pedro. (Que se aparta de la reja, con los demás, visto ya el paso de la multitud alegre.) Mariucha, ¿pero no has visto...? (La observa llorosa.) Hija mía, ¿lloras?
María. (Secándose las lágrimas.) No, no, papaíto, es que...
Don Rafael. Lloraba de gozo.
Don Pedro. Vamos, ven, y confundamos nuestro gozo con la alegría popular.
Filomena. Alegre está todo: el Cielo, la villa, el pueblo.
María. (Rehaciéndose, con potente esfuerzo, hace rápida transición de la tristeza al contento: su pecho se ensancha, sus ojos resplandecen.) Y yo, también. (Con efusión de su alma cogiendo el brazo de don Rafael.) Yo también soy pueblo... porque soy pobre.
Don Pedro. (Un poco sorprendido de la frase.) ¿Qué, qué?
María. Llevadme a la fiesta, al campo, al sol... al sol, que es la pompa de los humildes.