El ojeo
Una mujer y un hombre penetraron después de las diez en la posada de la viuda de Cuzco, y salieron de ella dadas las once y media.
— Ahora, señora doña María -dijo el hombre-, la llevaré a usted a su casa, porque tengo que hacer.
— Aguarde V., Sr. Ramos, por amor de Dios -repuso ella-. ¿Por qué no nos llegamos al Casino a ver si sale? Ya ha oído Vd... Esta tarde estuvo hablando con él Estebanillo, el chico de la huerta.
— ¿Pero Vd. busca a D. José? -preguntó el Centauro de muy mal humor-. ¿Qué nos importa? El noviazgo con doña Rosarito paró donde debía parar, y ahora no hay más remedio sino que la señora tiene que casarlos. Esa es mi opinión.
— Usted es un animal -dijo Remedios con enfado.
— Señora, yo me voy.
— Pues qué, hombre grosero, ¿me va Vd. a dejar sola en medio de la calle?
— Si Vd. no se va pronto a su casa, sí señora.
— Eso es... me deja Vd. sola, expuesta a ser insultada... Oiga Vd., Sr. Ramos. D. José saldrá ahora del Casino, como de costumbre. Quiero saber si entra en su casa o sigue adelante. Es un capricho, nada más que un capricho.
— Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van a dar las doce.
— Silencio -dijo Remedios-, ocultémonos detrás de la esquina... Un hombre viene por la calle de la Tripería alta. Es él.
— Don José... Le conozco en el modo de andar.
Se ocultaron y el hombre pasó.
— Sigámosle -dijo María Remedios con zozobra-. Sigámosle a corta distancia, Ramos.
— Señora...
— Nada más sino hasta ver si entra en su casa.
— Un minutillo nada más, doña Remedios. Después me marcharé.
Anduvieron como treinta pasos, a regular distancia del hombre que observaban. La sobrina del Penitenciario se detuvo al fin, y pronunció estas palabras.
— No entra en su casa.
— Irá a casa del brigadier.
— El brigadier vive hacia arriba, y D. Pepe va hacia abajo, hacia la casa de la señora.
— ¡De la señora! -exclamó Caballuco andando a prisa.
Pero se engañaban; el espiado pasó por delante de la casa de Polentinos, y siguió adelante.
— ¿Ve Vd. cómo no?
— Sr. Ramos, sigámosle -dijo Remedios oprimiendo convulsamente la mano del Centauro-. Tengo una corazonada.
— Pronto hemos de saberlo, porque el pueblo se acaba.
— No vayamos tan a prisa... puede vernos... Lo que yo pensé, Sr. Ramos; va a entrar por la puerta condenada de la huerta.
— ¡Señora, Vd. se ha vuelto loca!
— Adelante, y lo veremos.
La noche era oscura y no pudieron los observadores precisar dónde había entrado el señor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mohosas que oyeron, y la circunstancia de no encontrar al joven en todo lo largo de la tapia, les convencieron de que se había metido dentro de la huerta. Caballuco miró a su interlocutora con estupor. Parecía lelo.
— ¿En qué piensa Vd...? ¿Todavía duda Vd.?
— ¿Qué debo hacer? -preguntó el bravo lleno de confusión-. ¿Le daremos un susto?... No sé lo que pensará la señora. Dígolo porque esta noche estuve a verla, y me pareció que la madre y la hija se reconciliaban.
— No sea Vd. bruto... ¿Por qué no entra Vd.?
— Ahora me acuerdo de que los mozos armados ya no están ahí, porque yo les mandé salir esta noche.
— Y aún duda este marmolejo lo que ha de hacer. Ramos, no sea Vd. cobarde y entre en la huerta.
— ¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?
— Salte Vd. por encima de la tapia... ¡Qué pelmazo! Si yo fuera hombre...
— Pues arriba... Aquí hay unos ladrillos gastados por donde suben los chicos a robar fruta.
— Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puerta principal para que despierte la señora, si es que duerme.
El Centauro subió, no sin dificultad. Montó a caballo breve instante sobre el muro, y después desapareció entre la negra espesura de los árboles. María Remedios corrió desalada hacia la calle del Condestable, y cogiendo el aldabón de la puerta principal, llamó... llamó con toda el alma y la vida tres veces.