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Volvió a verme ese profeta de ojos duros que noche y día incubaba un santo furor, y que, además, era bizco.
—Es conveniente -me dijo- salvar a los justos.
—Ciertamente -le contesté-, no hay razón evidente que motive su castigo.
—Distinguirlos de los pecadores.
—Ciertamente -le contesté. El más perfecto debe ser erigido como ejemplo. Eliges como pedestal la mejor estatua del mejor escultor. Lees a los niños los mejores poemas. Deseas reina a la más bella. Porque la perfección es una dirección que conviene mostrar, aunque esté fuera de tu poder alcanzarla.
Pero el profeta, inflamándose:
—Y una vez seleccionada la tribu de los justos, importa salvarla sola y así, de una vez por todas, aniquilar la corrupción.
—¡Eh! -le dije-, vas muy rápido. Porque pretendes separarme la flor del árbol. Ennoblecer la cosecha suprimiendo el abono. Salvar a los grandes escultores decapitando a los malos escultores. Y yo no conozco sino hombres más o menos imperfectos y, desde la turba hacia la flor, la ascensión del árbol. Y digo que la perfección del imperio reposa en los impúdicos.
—¡Honras la impudicia!
—Honro igualmente tu necedad, porque conviene que la virtud se ofrezca como un estado de perfección perfectamente deseable y realizable. Y que se conciba al hombre virtuoso, aunque no pueda existir, primeramente porque el hombre es inválido, luego porque la perfección absoluta, donde resida, acarrea la muerte. Pero conviene que la dirección adquiera el aspecto de finalidad. De otro modo te cansarías de andar hacia un objeto inaccesible. Yo sufrí duramente en el desierto. Primeramente aparece como invencible. Pero hago de esa lejana duna la feliz escala. Y la alcanzo, y se vacía de su poder. Hago entonces de una marca en el horizonte la feliz escala. Y la alcanzo, y se vacía de su poder. Me elijo entonces otro punto de mira. Y de punto de mira en punto de mira, emerjo de las arenas.
”La impudicia, o es un indicio de simplicidad e inocencia, como lo es la de las gacelas, y, si te dignas informarla, la convertirás en virtuoso candor, o bien extrae sus alegrías de la agresión al pudor. Y reposa en el pudor. Y vive de él y lo funda. Y cuando pasan los soldados ebrios, ves a las madres correr a sus hijas y prohibirles que se muestren. En cambio, como los soldados de tu imperio de utopía tienen por costumbre bajar castamente los ojos, sería como si estuviesen ausentes, y no hallarías inconveniente en que las niñas se bañasen desnudas. Mas el pudor de mi imperio no es ausencia de impudicia (porque los más púdicos, entonces, son los muertos). Es fervor secreto, reserva, respecto de sí mismo y valentía. Es protección de la miel cumplida, con miras a un amor. Y si pasa por algún lugar un soldado ebrio, ocurre que él funda en mi imperio la calidad del pudor.
—Deseas pues que tus soldados ebrios griten sus miserias…
Ocurre por el contrario que los castigue para fundar su propio pudor. Pero ocurre igualmente que mientras más fundado está, más atrayente se hace la agresión. Más alegría te produce escalar el pico elevado que la colina redonda. Vencer a un adversario que se te resiste, que a un tonto que no se defiende. Sólo donde las mujeres llevan velo te quema el deseo de leer su rostro. Y juzgo la tensión de las líneas de fuerza del imperio por la dureza del castigo que equilibra el apetito. Si obstruyo un río en la montaña, me gusta apreciar el espesor del muro. Es indicio de mi poder. Porque, ciertamente, contra la pobre charca me basta una muralla de cartón. ¿Y por qué desearía soldados castrados? Los quiero pesados contra la muralla, porque sólo entonces serán grandes en el crimen o en la creación que trasciende al crimen.
—Los deseas, pues, hinchados de sus deseos de estupro…
—No. No has entendido nada -dije.