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Y por cierto todos sabemos cuán engañosos son los razonamientos. A aquéllos que miraban los argumentos más hábiles y las demostraciones más imperiosas no lograban convencerlos. «Sí -decían-, tienes razón. Y sin embargo, no pienso como tú…». Se les llamaba estúpidos. Pero comprendí que no eran estúpidos, sino, muy por el contrario, los más prudentes. Respetaban una verdad que las palabras no aportaban.
Porque los otros se imaginan que el mundo repara en las palabras y que la palabra del hombre expresa el universo y las estrellas y la dicha y el sol poniente y el dominio y el amor y la arquitectura y el dolor del silencio… Pero yo he conocido al hombre enfrentado con la montaña que tenía la obligación de coger palada a palada.
Pienso, por cierto, que los geómetras que han dibujado las murallas tienen en sus manos la verdad de sus murallas. Y que se las sabrá construir según sus figuras. Porque hay en las murallas una verdad para los geómetras. Pero ¿qué geómetra comprende la importancia de la muralla? ¿Dónde leéis en su dibujo que las murallas constituyen un dique? ¿Qué os permite descubrirlas semejantes a la corteza del cedro, en cuyo interior se edifica la ciudad viviente? ¿Dónde veis que las murallas son corteza para el fervor y que permiten el cambio de las generaciones en Dios, en la eternidad de la fortaleza? Ven en ellas piedras, cemento y geometría. Pero son igualmente las armazones del navío y el refugio para los destinos particulares. Y creo, antes que nada, en los destinos particulares. Sin mezquindad por ser tan limitados. Porque esta flor única es la ventana abierta sobre el nacimiento de la primavera. Es la primavera transformada en flor. Porque nada sería para mi una primavera que no hubiera formado flores.
Puede no ser importante, quizá, el amor de esa esposa que espera el regreso del esposo. Ni tan importante la mano que se agita antes de la partida. Pero puede ser signo de algo importante. Puede no ser tan importante la luz particular que brilla en el interior de la muralla como la linterna de navío; he aquí, sin embargo, una vida que irrumpe, cuyo valor no sé medir.
Las murallas le sirven de corteza. Y esta ciudad es larva contenida en su vaina. Y esta ventana: una flor del árbol. Y detrás de esta ventana puede haber un niño pálido que bebe aún su leche sin saber aún su plegaria y que juega y balbucea, pero que será mañana un conquistador y fundará ciudades nuevas que engrandecerá con sus murallas. Y he aquí la simiente del árbol. Más importante, menos importante, ¿cómo saberlo?… esta cuestión para mí no tiene sentido; porque al árbol, ya lo he dicho, no es preciso dividirlo para conocerlo.
Pero ¿qué geómetra conoce estas cosas? Cree comprender las murallas porque las construye. Cree que su geometría contiene las murallas enteras porque basta con imponerla al cemento y a la piedra para que la ciudad se fortifique. Pero hay otra cosa que los domina; y si deseo mostraros qué es una muralla os reuniré alrededor de mí y, año tras año, aprenderíais a descubrirla sin jamás agotar el trabajo; porque no hay palabras para contenerla en su esencia. Y no muestro más que signos, como es signo la geometría pero también ese brazo del esposo alrededor de la esposa encinta, grávida con un mundo, y que él protege.
Como aquél que viene con sus pobres palabras a demostrar a otro que hace mal en estar triste. ¿Acaso veis que el otro haya cambiado? O que hace mal en estar celoso o en amar. ¿Y acaso veis que el otro se cure del amor? Las palabras tratan de desposar la naturaleza y de raptarla. Así, he dicho «montaña», y llevo la montaña en mí con sus bienes y sus chacales y sus barrancas plenas de silencio y su ladera que sube hacia las estrellas, hasta las crestas mordidas por el viento…, pero es un vocablo que es preciso colmar. Y cuando he dicho «muralla» es preciso colmar la palabra. Y los geómetras le agregan algo, y los poetas y los conquistadores y el niño pálido, y la madre, que, gracias a ellos, puede ocuparse de soplar sobre las brasas para recalentar la leche de la tarde sin que la matanza la distraiga de su tarea. Y si me es posible razonar acerca de la geometría de las murallas ¿cómo razonaría sobre esas murallas que mi lenguaje no sabe contener? Porque lo que un signo torna verdadero se vuelve falso por otro.
Para mostrarme la ciudad se me conduce a veces a la cima de una montaña. «¡Mira nuestra ciudad!», me decían. Y admiraba lo ordenado de las calles y el dibujo de las murallas. «He aquí -me decía yo- el colmenar donde duermen las abejas. Al amanecer se dispersan por la llanura de la que succionan las provisiones. Así los hombres cultivan y cosechan. Y procesiones de borriquitos conducen a los graneros y los mercados y las reservas, el fruto del trabajo del día… La ciudad dispersa sus hombres en la aurora, luego los recoge en sí con sus fardos y sus provisiones para el invierno. El hombre es aquél que produce y que consume. Por tanto lo favoreceré estudiando sin dilación sus problemas y administrando el hormiguero».
Pero otros para enseñarme su ciudad me hacían atravesar el río y admirarla desde la otra orilla. Descubría sus casas perfiladas en el esplendor del crepúsculo, unas más altas, otras menos altas, unas pequeñas, otras grandes; y la flecha de los alminares traspasando como mástiles la humareda de purpúreas nubes. Se revelaba en mí semejante a una flota que parte. Y la verdad de la ciudad no era ya orden estable y verdad geométrica, sino asalto de la tierra por el hombre en el gran viento de su crucero. «He aquí -decía yo- el orgullo de la conquista en marcha. Al frente de mis ciudades colocaré capitanes, porque es de la creación de donde el hombre extrae principalmente sus alegrías y el gusto poderoso por la aventura y la victoria». Y esto no era más verdadero ni menos verdadero, sino otra cosa.
Algunos, sin embargo, para hacerme admirar su ciudad me llevaban con ellos al interior de sus murallas y me conducían primero al templo. Y entraba, conmovido por el silencio y la sombra y la frescura. Entonces meditaba. Y mi meditación me parecía más importante que el alimento y la conquista. Porque me había nutrido para vivir, había vivido para conquistar, y había conquistado para retornar y meditar y sentir mi corazón más vasto en el reposo de mi silencio. «He aquí -decía yo- la verdad del hombre. Existe por su alma. Al frente de mi ciudad instalaré poetas y sacerdotes. Y harán dilatarse el corazón de los hombres». Y esto no era más verdadero ni menos verdadero, sino otra cosa…
Y si ahora, en mi sabiduría, empleo la palabra ciudad, no me sirvo de ella para razonar, sino para especificar simplemente todo lo que ella carga en mi corazón y que la experiencia me ha enseñado y mi solicitud en sus callejas y la partición del pan en sus moradas y su gloria de perfil en la llanura y su orden admirado desde lo alto de las montañas. Y muchas otras cosas que no sé decir o en las cuales no pienso en este momento. ¿Y cómo emplearía yo la palabra para razonar, pues lo que es verdadero bajo un signo es falso por otro?