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Así me pareció que el hombre no era digno de interés cuando, no solamente era incapaz de sacrificio, de resistir a las tentaciones y de aceptar la muerte -porque entonces ya no tiene forma-, sino que, de igual modo, fundido en la masa, sufría sus leyes. Porque esto sucede con el jabalí o el elefante solitario y con el hombre en su montaña, y la masa debe permitir su silencio a cada uno y no reducirlo a él por rencor a que se parece al cedro, cuando domina la montaña.

Aquel que me viene con su lengua para asir y expresar al hombre con la lógica de su exposición me parece semejante al niño que se instala a los pies del Atlas con su balde y su pala y hace el proyecto de tomar la montaña y transportarla a otra parte. El hombre es lo que es, no lo que se expresa. Por cierto, el fin de toda conciencia es expresar lo que es; pero la expresión es obra difícil, lenta y tortuosa, y el error consiste en creer que aquello no puede ser enunciado. Porque enunciar es concebir en el mismo sentido. Pero es débil la parte del hombre que hasta hoy aprendí a concebir. Pues lo que he concebido un día existía lo mismo la víspera, y me engaño si imagino que lo que no puedo expresar del hombre no es digno de ser considerado. Porque tampoco expreso la montaña, sino que la significo. Pero confundo significar y asir. Significo para quien conoce, pues si la ignoraba, ¿cómo podría transmitirle esta montaña con su grieta de piedras rodantes y sus pendientes de lavanda y su cima, almenada, en las estrellas?

Y sé cuando ella no es fortaleza desmantelada o barca sin dirección cuya cuerda se desata a gusto de uno para conducirla adonde se quiera, sino existencia maravillosa, con las leyes de su gravitación interna y sus silencios más majestuosos que el silencio de la maquinaria de las estrellas.

Así, pues, se me planteó el litigio dominante de admirar en mí al hombre sometido y al hombre irreductible que muestra lo que es. Sabiendo comprender el problema, pero no formularlo. Porque aquéllos regidos por la disciplina más dura y que a un signo mío, aceptan la muerte, los mismos que mi fe imanta, pero tan endurecidos en su disciplina que puedo, en su presencia, injuriarlos y someterlos como a niños, y que, por el contrario, dejados a la aventura y lanzados contra los otros, muestran el temple del acero y la cólera sublime y el coraje en la muerte.

He comprendido que eran dos aspectos del mismo hombre. Y que a aquél que admiramos como a la semilla irreductible, o a aquélla imposible de someter, y ausente en mis brazos como un navío en alta mar, a aquél que yo llamo un hombre, porque no transige, ni pacta, ni hace componendas, ni se deshace de una parte de sí, por habilidad o codicia o cansancio, a aquél que puedo aplastar bajo la muela del molino sin hacer brotar el aceite del secreto, a aquél que lleva en su corazón ese duro carozo de olivo, a aquél que no admito que sea constreñido por la multitud o el tirano, transformado en diamante en el corazón, siempre le he descubierto esa otra faz. Y sometido, y disciplinado y respetuoso y pleno de fe y de abandono, hijo prudente de una raza espiritual y depositario de sus virtudes…

Pero aquéllos a quienes llamaba libres y que decidían en todo por sí mismos, e inexorablemente solos, a aquéllos que no son gobernados, falta el viento en su arboladura y sus resistencias son siempre caprichos incoherentes.

Así, yo que odio ese ganado y al hombre vaciado de su sustancia, y sin patria interior, y que no quiero ni como jefe ni como maestro castrar a mi pueblo y cambiarlo en hormigas ciegas y obedientes, he comprendido que mediante mi sujeción podía y debía vivificarlo, y no perderlo. Y que su dulzura en mi iglesia y su obediencia y su asistencia a los otros no eran las de un bastardo; porque sólo él puede servirme en los límites de mi imperio de piedra angular. Porque nada hay que esperar de uno, sino, sólo de la maravillosa colaboración del uno a través del otro…

Así, al que aplastaba el peso de las murallas y por quien vigilaban los centinelas, que yo podía crucificar sin que abjurara, aquél del que sólo se obtendría una risa despreciativa bajo la prensa de mis verdugos, sería juzgado erróneamente si viera en él un refractario. Porque su poder le viene de otra religión, es otra faz suya, tierna. Otra imagen de él, la de un hombre que se sienta, y escucha con las manos sobre las rodillas, con su sonrisa cándida, y hay pechos que le dieron a beber su leche. Así comió aquella cautiva en mi torre y que marcha de uno a otro lado en la jaula del horizonte, y no puede ser violada ni tomada, y no dirá la palabra de amor que se le solicita. Y que es, simplemente, de otra comarca, de otro incendio, de una tribu lejana, y plena de su religión. Y, fuera de la conversión, no sabría conseguirla.

Odio ante todo a los que no son. Raza de perros que se creen libres porque son libres de cambiar de parecer, de renegar (¿y cómo sabrán que reniegan si son jueces de sí mismos?), libres de trampear y de perjurar y de abjurar y a los que hago cambiar de parecer, si tienen hambre, nada más que mostrándoles el comedero.

Así fue la noche de esponsales y del condenado a muerte. Y tuve así el sentimiento de la existencia. Guardad vuestra forma, sed permanentes como la roda, y lo que tomáis del exterior cambiadlo en vosotros mismos a la manera del cedro. Yo soy el marco y la armadura y el acto creador del que nacéis; es preciso, ahora, como el árbol gigante que desarrolla su ramaje y no los ramajes de otro árbol, forma sus agujas o sus hojas, no las de otro, crecer y estableceros… .

Pero llamaré rocalla a todos los que viven de los hechos de los otros y que, como el camaleón, se colorean con sus colores, aman de donde vienen los presentes, y gustan de las aclamaciones y se juzgan en el espejo de las multitudes: porque no se los encuentra, porque no están, como una ciudadela, cerrados sobre sus tesoros y no delegan de generación en generación su santo y seña, sino que dejan crecer sus niños sin amasarlos. Y se multiplican como hongos en el mundo.

Ciudadela
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