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Así sucedía con la música que yo escuchaba. Y que ellos no podían comprender. Y se me planteó este simple litigio: o bien les haces escuchar cantos que comprenden -y no progresan-, les enseñas una ciencia que comprenden -y no ganan nada-, les encierras en los usos que practican después de mil años y no nacerá de ellos un árbol que al crecer elabore frutos y flores nuevas -pero que en cambio será plegaria serena, sabiduría y sueño del Dios-; o bien, por el contrario, marchando hacia el porvenir empujas y los sobresaltas y los fuerzas a desembarazarse de sus costumbres, y pronto sólo conduces un rebaño de inmigrantes que se ha vaciado de patrimonio. Un ejército que acampa siempre; pero que no asienta jamás sus cimientos.

Pero toda ascensión es dolorosa. Toda muda es sufrimiento. Y no penetro en esta música si primero no sufro. Pues es sin duda el fruto mismo de mi sufrimiento y no creo en aquéllos que se alegran de las provisiones amasadas por otros. No creo que baste sumergir los hijos de los hombres en el concierto o el poema o el discurso para otorgarles la beatitud y la gran embriaguez del amor. Porque, ciertamente, el hombre está facultado para el amor; pero lo está también para el sufrimiento. Y para el tedio. Y para un mal humor desagradable como el de un cielo lluvioso. Y aun para los que sabrían gustarlo, el poema es sólo alegría por él mismo; porque de otra manera jamás estarían tristes. Se encerrarán en el poema y se divertirán, sin crear nada. Mas el hombre está hecho de tal modo que sólo se regocija de las cosas que crea. Y ha precisado, para gustarles, escalar el poema. Pero al igual que el paisaje descubierto en la cima de las montañas, se gasta pronto en el corazón y no tiene sentido si no es una construcción de la fatiga, una disposición de los músculos, y que bien pronto, una vez repuesto y ávido de marcha, el mismo paisaje te hace bostezar y nada tiene que mostrarte, lo mismo pasa con el poema que no ha nacido de tu esfuerzo. Porque incluso el poema del otro es producto de tu esfuerzo, de tu ascensión interior; los graneros forman sólo sedentarios que carecen de la calidad del hombre. No dispongo del amor como de una reserva: es, primero, ejercicio de mi corazón. Y no me sorprende: que haya tantos que no comprendan el dominio, el templo, o el poema, o la música y, sentándose a contemplarlo, dicen: «¿Qué hay en ellos sino disparidad más o menos rica? Nada hay que merezca gobernarme». Ésos, como ellos dicen, son razonables, escépticos y llenos de ironía, que no pertenece al hombre sino al cangrejo. Porque el amor no te ha sido dado por el rostro, como la serenidad no es el resultado del paisaje, sino de tu ascensión vencida. Sino de la montaña dominada. Sino de tu establecimiento en el cielo.

Así sucede con el amor. Porque la ilusión es lo que se encuentra cuando se descubre. Y se equivoca el que yerra en la vida para hacerse conquistar, conociendo por cortas fiebres el gusto del tumulto del corazón y soñando encontrar la gran fiebre que lo envolverá toda la vida, cuando ella es sólo, por la delgadez de su espíritu y la pequeñez de la colina que ha vencido, una débil victoria de su corazón.

De igual modo, el amor no es reposo si no se transforma día a día como la maternidad. Pero tú quieres sentarte en tu góndola y que el canto de gondolero en el que te transformas, dure toda la vida. Y te equivocas. Porque es sin significado lo que no es ascensión o pasaje. Y si te detienes, sólo hallas el tedio, pues el paisaje ya nada tiene que enseñarte. Y apartarás a la mujer cuando eres tú el primero que deberían apartar.

Por esto jamás me ha impresionado el argumento del incrédulo y del lógico cuando me decían: «Muéstranos, pues, el dominio, el imperio de Dios; porque veo y toco las piedras y los materiales y creo en las piedras y en los materiales que toco». Jamás he pretendido instruirlos con la revelación de un secreto demasiado descarnado para ser formulado. Lo mismo que no los puedo transportar sobre la montaña a fin de descubrirles la verdad de un paisaje que no será para ellos victoria, ni puedo hacerles gustar la música que antes no han vencido. Se dirigen a mí para ser enseñados sin esfuerzo, como otros buscan la mujer que depositará en ellos el amor. Y eso no está en mi poder.

Yo los tomo y los encierro y los atormento con el estudio, sabiendo bien que lo que es fácil es estéril por esta misma razón. Y mido la importancia del trabajo en la torsión y en el sudor. Y por esto he reunido a los maestros de mis escuelas y les he dicho: «No os equivoquéis. Os he confiado los hijos de los hombres no para pesar más adelante la suma de sus conocimientos, sino para regocijarme de la calidad de su ascensión. Y no me interesa aquél de vuestros discípulos que haya conocido, llevado en litera, mil cimas de montañas y así observado mil paisajes, porque en primer lugar no conocerá uno solo verdaderamente, y luego, porque mil paisajes no constituyen más que una partícula de polvo en la inmensidad del mundo. Me interesará sólo el que haya ejercitado sus músculos en la ascensión de una montaña, aunque sea la única, y así estar capacitado para comprender todos los paisajes por venir y, mejor que el otro, vuestro falso sabio, los mil paisajes que le han enseñado.

”Y si quiero que nazca el amor, fundaré el amor en él por el ejercicio de la plegaria».

Su error proviene de que han visto que aquél que ha ejercitado el amor descubre el rostro que lo exalta. Y creen en la virtud del rostro. Y de que comprueban que el que ha dominado al poema es exaltado por el poema, y creen en la virtud del poema.

Pero yo les repito aún: cuando digo montaña, significo montaña para ti, que te has desgarrado en sus zarzas, saltando sus precipicios, sudando contra sus piedras, cogido sus flores y respirado finalmente a pleno aire en su cumbre. Yo señalo pero no impongo nada. Y cuando digo «montaña» a un boticario gordo, no agrego nada a su corazón.

Y no es porque muera la eficacia del poema por lo que ya no hay poemas. Porque muera la eficacia del rostro que ya no hay amor. Y la eficacia de Dios que ya no hay en el corazón del hombre tierras arables, prisioneras de su noche, de las que el arado hará alzarse cedros y flores.

Porque he escuchado con verdadera atención las relaciones entre los hombres y he descubierto claramente los peligros de la inteligencia: la que cree que el lenguaje aprisiona. Y las respuestas en las disputas. Pues no es por vía del lenguaje que transmitiré lo que está en mí. Lo que está en mí no se puede decir con una palabra. No puedo significarlo sino en la medida que lo entiendes por otros caminos distintos a la palabra. Por el milagro del amor o porque, nacido del mismo dios, tú te me asemejas. De otra manera tiro por los cabellos al mundo sumergido en mí. Y, al azar de mi torpeza, muestro éste o aquel único aspecto, como de esa montaña que expreso bien, al querer identificarla, diciendo que es alta. Mientras que ella es muy otra cosa; y como si hablara yo de la majestad de la noche cuando se tiene frío en las estrellas.

Ciudadela
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