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Mi regalo será, por ejemplo, ofrecerte, hablándote de ella, la vía láctea que domina la ciudad. Pues, ante todo, mis regalos son simples. Te dije: «He aquí distribuidas las moradas de los hombres bajo las estrellas». Es cierto. En efecto, donde vives, si te diriges a la izquierda, encuentras el establo y tu asno. A la derecha, la casa y la esposa. Ante ti el huerto de olivos. Detrás la casa del vecino. He aquí las direcciones de tus diligencias en la humildad de los días tranquilos. Si te gusta conocer la aventura de otro para acrecentar la tuya -pues entonces adquiere un sentido- vas a golpear a la puerta de tu amigo. Y su niño curado es dirección de curación para tu niño. Y su rastrillo, que le fue robado durante la noche, aumenta la noche con todos los ladrones de paso de terciopelo. Y tu vigilia se torna vigilante. Y la muerte de tu amigo te hace mortal. Pero si quieres consumar el amor te vuelves hacia tu propia casa, y sonríes al traer como presente la tela de filigrana de oro, o el jarro nuevo, o el perfume o cualquier cosa que uno trueca en risa, tal como se alimenta la alegría de un fuego invernal al arrojarle el mudo leño. Y si, llegada el alba, debes trabajar, entonces, algo pesado, vas a despertar en el establo al asno dormido de pie, y, después de acariciarle el pescuezo, lo haces avanzar delante de ti hacia el camino.
Si, en cambio, respiras tan sólo, sin usar de unos ni de otros, sin tender hacia uno o hacia otro, te sumerges sin embargo en un paisaje imantado en que hay cuestas, llamadas, solicitaciones y rechazos. En que los pasos arrancarían de ti estados diversos. Tú posees en lo invisible un país de selvas y de desiertos y de jardines y eres, aunque ausente de corazón en este instante, de tal ceremonial, y no de otro.
Si agrego ahora una dirección a tu imperio, pues mirabas hacia adelante, hacia atrás, a derecha e izquierda, si te abro esta bóveda de catedral que te permite, en el barrio de tu miseria donde acaso mueres ahogado la diligencia espiritual del marino; si despliego un tiempo más lento que el que madura tu centeno y te hago así viejo de mil años, o joven de una hora bajo las estrellas, entonces una dirección nueva se sumará a las otras. Si te vuelves hacia el amor, antes irás a lavar tu corazón en tu ventana. Dirás a tu mujer, desde el fondo de ese barrio de miseria donde mueres ahogado: «Henos aquí solos, tú y yo, bajo las estrellas». Y mientras respires, serás puro. Y serás indicio de vida, como la planta nueva que ha crecido en la meseta desierta entre el granito y las estrellas, semejante a un despertar, y frágil y amenazada, mas con el peso de un poder que se distribuirá a lo largo de los siglos. Serás eslabón de tu cadena y pleno de tu misión. O aun si, en casa de tu vecino, te acuclillas junto a su fuego para escuchar el ruido que hace el mundo -¡oh!, tan humilde, pues su voz te contará la casa vecina, o el regreso de algún soldado, o la boda de alguna muchacha-, entonces yo habría construido en ti un alma más apta para recibir esas confidencias. La boda, la noche, las estrellas, el regreso del soldado, el silencio, serán para ti música nueva.