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Me llegó la tarde en que debía descender de mi montaña sobre la vertiente de las generaciones nuevas, de las que no conocía ningún rostro, cansado por adelantado de las palabras de los hombres, sin hallar ya en el ruido de su ajetreo, ni en el de sus yunques el canto de sus corazones -y vacío de ellos como si ya no conociera su lengua, e indiferente a un porvenir que en adelante ya no me concernía, enterrado, me parecía. ¡Cómo me desesperaba de mí, murado detrás de ese pesado muro de egoísmo! «Señor -decía a Dios-, te has retirado de mí por esto abandono a los hombres». Y me preguntaba qué me había decepcionado en su comportamiento.
Sin necesidad de solicitarles con manejos lo que sea, ¿para qué cargar con nuevos rebaños mis palmares? ¿Para qué aumentar mi palacio con nuevas torres cuando ya arrastraba mi manto de sala en sala como un navío en la espesura de los mares? ¿Para qué alimentar otros esclavos cuando ya siete u ocho se mantenían en cada puerta como pilares de mi morada? Me cruzaba con ellos a lo largo de los corredores, borrados contra el muro por mi pasaje, al ruido de mi traje. ¿Para qué capturar otras mujeres cuando estaban ya encerradas en mi silencio, por haber aprendido a no escuchar para poder oír? Porque había asistido a su sueño, una vez cerrados los párpados y los ojos aprisionados en esos terciopelos… Las dejaba entonces, lleno del deseo de subir a la torre más alta, templada en las estrellas, y recibir de Dios el sentido de su sueño; porque entonces duermen el vocerío, los pensamientos mediocres, las habilidades degradantes, y las vanidades que les vuelven al corazón con el día, cuando se trata exclusivamente de prevalecer sobre la compañera y de destronarla en mi corazón. (Pero si olvidaba sus palabras, quedaba sólo un juego de pájaro y la dulzura de las lágrimas…).