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Aquella noche, en el silencio de mi amor, quería escalar la montaña para observar la ciudad una vez más, después de silenciarla y privarla de sus movimientos al ascender; pero hice alto a mitad de camino retenido por mi piedad: pues de las llanuras oía subir las quejas y deseé comprenderlas.

Se alzaban del ganado en los establos. Y de las bestias del campo y de las bestias del cielo y de las bestias del borde de las aguas. Porque sólo ellas testimonian en la caravana de la vida, pues el vegetal carece de lengua; y aunque el hombre la posee, viviendo a medias la vida del espíritu, comienza a emplear el silencio. Porque, aquél que el cáncer trabaja, lo ves morderse los labios y callar su sufrimiento cambiándose, al superar su carne removida, en árbol espiritual que extiende sus ramas y sus raíces en un imperio que no es de las cosas, sino del sentido de las cosas. Por esto te angustia más el sufrimiento que calla que el sufrimiento que grita. El que se calla llena la cámara. Llena la ciudad. Y no hay distancia para escaparle. La amada que sufre lejos de ti, si tú la amas, te domina donde estés por su sufrimiento.

Así, pues, escuchaba las quejas de la vida. Porque la vida se perpetuaba en los establos, en los campos y al borde de las aguas. Porque mugían las becerras parturientas en los establos. Porque escuchaba también las voces del amor subidas de las ciénagas ebrias de sus ranas. Escuchaba también las voces de la carnada, porque piaba el gallo en el matorral donde se había cazado al zorro, balaba la cabra que sacrificabas para tu comida. Y sucedió a veces que una fiera hizo callar la comarca con un solo rugido, tallándose de un golpe un imperio de silencio donde toda vida sudaba miedo. Porque las fieras se guían por el olor agrio de la angustia, que carga el viento. Apenas había rugido, cuando todas sus víctimas brillaban para él como un pueblo de luces.

Después se deshelaban de su estupor las bestias de la tierra y del cielo y del borde de las aguas, y reanudaban la queja de parto, de amor y carnada.

«¡Ah! -me dije-, ésos son los ruidos del acarreo, porque la vida se delega de generación en generación, y esta marcha a través del tiempo es como la del carro pesado cuyo eje grita…».

Entonces me fue dado comprender algo de la angustia de los hombres; pues también ellos se delegan, emigrando fuera de ellos mismos, de generación en generación. Y las divisiones se persiguen día y noche, inexorables, a través de ciudades y campiñas, como un tejido de carne que se desgarra y se repara; y sentí en mí, como si hubiese sentido una herida, el trabajo de una muda lenta y perpetua.

«Pero esos hombres -me decía- viven no de las cosas, sino del sentido de las cosas y es absolutamente preciso que se deleguen el santo y seña.

”Por esto los veo, apenas el niño les ha nacido, aclararle el uso de su lenguaje, como sobre el uso de un código secreto; pues es la llave de su tesoro. Para transportarle ese lote de maravillas abren en él laboriosamente los caminos de acarreo. Porque difíciles de formular y graves y sutiles son las cosechas que se trata de pasar de una generación a la otra.

”Ciertamente, es radiante ese pueblo. Por cierto, es patética esa casa del pueblo. Pero la nueva generación, si ocupa casas de las que nada sabe sino el uso, ¿qué hará en ese desierto? Porque lo mismo que para complacerlos con un instrumento de cuerdas, precisas enseñar a tus herederos el arte de la música, lo mismo precisas que sean hombres y experimenten los sentimientos de hombre, enseñarles a leer en la disparidad de las cosas el rostro de tu casa, de su dominio y de tu imperio.

”A falta de esto, la generación nueva acampará como bárbaros en la ciudad que te haya tomado. ¿Y qué alegría extraerían los bárbaros de tus tesoros? No saben servirse de ellos, no teniendo la clave de tu lenguaje.

”Para aquéllos que han emigrado a la muerte, esa ciudad era como un arpa, con la significación de los muros, de los árboles, de las fuentes y de las casas. Y cada árbol diferente por su historia. Y cada casa diferente por sus costumbres. Y cada muro diferente a causa de sus secretos. De este modo has compuesto tu paseo como una música, extrayendo el sonido que deseabas de cada uno de tus pasos. Pero el bárbaro que acampa no sabe hacer cantar a tu ciudad. Se aburre, y chocando con la prohibición de no penetrar en nada, derriba tus muros y dispersa tus objetos. Por venganza contra el instrumento del que no sabe servirse propaga el incendio que le paga, al menos, con un poco de luz. Después de lo cual se descorazona y bosteza. Porque es preciso conocer lo que se quema para que la luz sea bella. Así, con la de tu cirio delante de tu dios. Pero la llama de tu casa no hablará al bárbaro, al no ser llama de un sacrificio».

Así, pues, me frecuentaba la imagen de esta generación instalada como intrusa en la cáscara de otra. Y me parecían esenciales los ritos que en mi imperio obligan al hombre a delegar o recibir su herencia. Tengo necesidad de habitantes, no de ocupantes que no vienen de parte alguna.

Por esto te impondré como esenciales las largas ceremonias con las que recoseré las desgarraduras de mi pueblo, a fin de que nada de su herencia se pierda. Pues el árbol, por cierto, no se preocupa de sus semillas. Cuando el viento las arranca y las lleva, eso está bien. El insecto no se preocupa de sus huevos. El sol los educará. Todo lo que poseen se mantiene en su carne y se transmite con la carne.

Pero ¿qué sería de ti si nadie te tomase por la mano para mostrarte las provisiones de una miel que no es de las cosas, sino sentido de las cosas? Visibles, por cierto, son los caracteres del libro. Pero te debo atormentar para hacerte don de suplicar esas llaves del poema.

Así con los funerales, que quiero solemnes. Pues no se trata de colocar un cuerpo en tierra. Sino de recoger sin perder nada, como de una urna que se ha quebrado, el patrimonio del que tu muerto fue depositario. Es difícil saldar todo. Se tarda mucho en recoger a los muertos. Precisas largo tiempo para llorarlos y meditar su existencia y festejar sus aniversarios. Precisas volverte muchas veces para ver si no olvidas algo.

Así con los matrimonios, que preparan los crujidos del nacimiento. Porque la casa que os encierra se transforma en bodega, granero y almacén. ¿Quién puede decir lo que contiene? Precisaréis reunir vuestro arte de amar, vuestro arte de reír, vuestro arte de gustar el poema, vuestro arte de cincelar la plata, vuestro arte de llorar y de reflexionar, para delegarlos a vuestro turno. A vuestro amor lo quiero navío para una carga que debe franquear el abismo de una generación a otra y no concubinato para el reparto futuro de provisiones vanas.

Así con los ritos del nacimiento; pues se trata allí de esa desgarradura que importa reparar.

Por esto exijo ceremonias cuando te desposas, cuando pares, cuando mueres, cuando te separas, cuando vuelves, cuando comienzas a construir, cuando comienzas a habitar, cuando almacenas tus cosechas, cuando inauguras tus vendimias, cuando comienzan la guerra o la paz.

Y por esto exijo que eduques a tus hijos a fin de que se te parezcan. Porque no corresponde a un ayudante transmitirles una herencia, la cual no puede contenerse en su manual. Si otros fuera de ti pueden instruirlos con su acero de conocimientos como con tu pequeño bazar de ideas, perderán al serte cercenados todo lo que no es enunciable y no se contiene en el manual.

Los construirás a tu imagen por temor a que más adelante se arrastren, sin alegría, en una patria que será para ellos campamento vacío, del cual al no conocer las llaves, dejarán podrir sus tesoros.

Ciudadela
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