13

Del mismo modo probábamos el canto de los poetas sobre el ejército que comenzaba a dividirse. Pero ocurría este prodigio: que los poetas eran ineficaces y que los soldados se burlaban de ellos.

—Que nos canten nuestras verdades -respondían. El surtidor de nuestra casa y el perfume de nuestra sopa por la noche. ¿Qué nos importan esas chocheras?

Es entonces cuando aprendí esta otra verdad; que el poder perdido no se vuelve a hallar más. Y que la imagen del imperio había perdido su fertilidad. Porque las imágenes mueren como las plantas cuando su poder se ha gastado y sólo son materiales muertos prontos a dispersarse, y humus para las plantas nuevas. Y me aparté para reflexionar sobre este enigma. Porque nada es más verdadero ni menos verdadero. Sino más eficaz o menos eficaz. Y ya no tenía en las manos el nudo milagroso de la diversidad. Se me escapaba. Y mi imperio se arruinaba a sí mismo, pues cuando la tormenta rompe las ramas del cedro y el viento de arena lo seca y cede ante el desierto, no es porque la arena se haya vuelto más fuerte, sino porque el cedro ha renunciado ya y abre sus puertas a los bárbaros.

Cuando cantaba un cantor se le reprochaba exagerar su emoción. Es verdad que lo patético sonaba a falso y nos parecía de otra verdad. ¿Él mismo es víctima, decíamos, del amor que expresa por las cabras, por los carneros, por las moradas y las montañas que son objetos dispares? ¿Es él mismo víctima del amor que experimenta por los recodos de los ríos que no amenazan los peligros de la guerra, y que no merecen la sangre? Y es verdad que los cantores mismos tenían remordimientos de conciencia, como si hubieran contado fábulas groseras a niños que no hubiesen sido ya enteramente crédulos…

Mis generales, con su sólida estupidez venían a reprocharme mis cantores. «¡Cantan en falso!», me decían. Pero yo comprendía su nota falsa, pues celebraban a un dios muerto.

Mis generales, con su sólida estupidez, me interrogaban entonces: «¿Por qué nuestros hombres no quieren combatir más?». Como si hubieran dicho, escandalizados en su oficio: «¿Por qué no quieren ya segar los trigos?». Y yo cambiaba la pregunta que formulada así no conducía a nada. No se trataba de un oficio. Y me preguntaba en el silencio de mi amor: «¿Por qué ya no quieren morir?». Y mi sabiduría buscaba una respuesta.

Porque no se muere por carneros, ni por cabras, ni por moradas, ni por montañas. Porque los objetos subsisten sin que nada se les sacrifique. Pero se muere por salvar el nudo invisible que los anuda y los cambia en dominio, en imperio, en rostro reconocible y familiar. En esta unidad se cambia, porque se la construye también cuando se muere. La muerte paga por causa del amor. Y el que ha cambiado lentamente su vida por la obra bien hecha, y que dura más que la vida, por el templo que se abre camino en los siglos, ése acepta también morir si sus ojos saben cómo separar el palacio de la disparidad de materiales, y si se asombra por su magnificencia y desea fundirse con él. Pues es recibido por algo más grande que él y se entrega a su amor.

Pero ¿cómo aceptarían cambiar su vida por intereses vulgares? El interés antes que nada, ordena vivir. Sea lo que fuere, mis cantores ofrecían a mis hombres moneda falsa a cambio de sus sacrificios. Sin saber desprender el rostro que los hubiera animado. Mis hombres no tenían ya derecho a morir por amor. ¿Por qué morirían entonces?

Y aquéllos que morían por rigidez del deber que aceptaban sin comprender, morían tristemente, tiesos y con los ojos duros, parcos en palabras, con la severidad de su disgusto.

Y por esto buscaba yo en mi corazón una enseñanza nueva que pudiera aprisionarlos. Después, comprendiendo que esto no se logra con sabiduría o razones, ya que se trata de crear un rostro como el escultor impone a la piedra el peso de su arbitrariedad, supliqué a Dios que me iluminara.

Y toda la noche velé a mis hombres entre la lluvia de arena que subía y corría de través sobre las dunas para desencanillarlas y reformarlas un poco más lejos. En esta noche sin edad, en la que la luna aparecía y desaparecía en la humareda rosácea que arrastraban los vientos. Y escuchaba a los centinelas llamarse aún unos a otros en las tres cimas del campamento triangular; pero sus voces eran sólo largos gritos sin creencia, patéticos al encontrarse vacíos.

Y decía a Dios:

—Nada hay para acogerlos… Su viejo lenguaje se ha gastado. Los prisioneros de mi padre eran descreídos, pero flanqueados por un imperio poderoso. Mi padre les había enviado un cantor de quien respondía ese imperio. Por eso en una sola noche, por la omnipotencia de su verbo, los convirtió. Pero esa fuerza no era suya, sino del imperio.

”Pero carezco de cantor y no tengo una verdad y no poseo un manto para hacerme pastor. Entonces, ¿es inevitable que se maten entre sí y comiencen a podrir la noche con esos golpes de cuchillo que golpean en el vientre y son inútiles como la lepra? ¿Bajo qué nombre los reuniría?

Y aquí y allá aparecían falsos profetas que reunían a algunos. Y los fieles, si bien raros, se hallaban dispuestos y animados a morir por sus creencias. Pero sus creencias no valían nada para los demás. Y todas las creencias se oponían entre sí. Y se construían pequeñas iglesias de la misma manera como se odiaban; porque tenían la costumbre de dividir todo en error y en verdad. Y lo que no es verdad es error y lo que no es error es verdad. Pero yo, que sé bien que el error no es lo contrario de la verdad, sino otro arreglo, otro templo construido con las mismas piedras, ni más verdadero ni más falso, sino otro, descubriéndolos dispuestos a morir por verdades ilusorias, sangraba en mi corazón. Y decía a Dios:

—¿No puedes enseñarme una verdad que domine sus verdades particulares y las acoja en su seno? Porque si de esas hierbas que se entredevoran hago un árbol que anime un alma única, entonces esta rama se agrandará con la prosperidad de la otra rama, y todo el árbol será colaboración maravillosa y expansión en el sol. ¿Tendré el corazón estrecho para contenerlos?

Ocurría también que se ridiculizaba a los virtuosos y triunfaban los mercaderes. Se vendía. Se alquilaba a las vírgenes. Se pillaban las provisiones de cebada que habían reservado con vistas a las hambres. Se asesinaba. Pero no era yo tan cándido como para creer que el fin del imperio se debía a esta decadencia de la virtud, pues sabía bien que esta caída de la virtud se debía al fin del imperio.

—Señor -decía-, dame esa imagen en la que se transmutarán en sus corazones. Y todos, a través de cada uno, crecerán en poder. Y la virtud será signo de lo que son.

Ciudadela
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