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He comprobado que se equivocaban acerca del respeto. Porque yo mismo me he preocupado exclusivamente de los derechos de Dios a través del hombre. Y ciertamente, sin exagerar su importancia, he concebido al mendigo mismo como un embajador de Dios.
Pero los derechos del mendigo y de la úlcera, del mendigo y de su fealdad honrados por ellos mismos como ídolos, no los he reconocido.
¿He contorneado yo algo más repelente que ese barrio de ciudad construido en el flanco de una colina y que se deslizaba como una cloaca hacia el mar? Los corredores que desembocaban en las callejas vertían por bocanadas blandas un hálito apestoso. La gentuza emergía de esas profundidades esponjosas para injuriarse con voz gastada y sin cólera verdadera, a la manera de esas burbujas blandas que estallan regulares en la superficie de las mareas.
He visto allí a ese leproso, riendo largamente y enjugándose el ojo con un lienzo sórdido. Era, ante todo, vulgar, y se presentaba a sí mismo por bajeza.
Mi padre decidió el incendio. Y esa turba apegada a sus pocilgas mohosas comenzó a fermentar, reclamando en nombre de sus derechos. El derecho a la lepra en el moho.
—Es natural -me dijo mi padre-, porque la justicia, según ellos, consiste en perpetuar lo que es.
Y gritaban su derecho a la podredumbre. Pues creados por la podredumbre, pertenecían a la podredumbre.
—Y si dejas multiplicar a los camanduleros -me dijo mi padre-, entonces nacerán los derechos de los camanduleros. Que son evidentes. Y nacerán chantres para celebrártelos. Y te cantarán cuán grande es la patética de los camanduleros amenazados de desaparecer.
—Ser justo… -me dijo mi padre-, es preciso escoger. ¿Justo para el arcángel o justo para el hombre? ¿Justo para la llaga o para la carne sana? ¿Por qué escucharía yo al que viene a hablarme en nombre de su pestilencia?
”Pero lo curaría a causa de Dios. Porque también es morada de Dios. Pero no según su deseo, que es sólo deseo expresado por su úlcera.
”Cuando lo haya limpiado y lavado y enseñado, entonces su deseo será otro y renegará de sí mismo tal como era. ¿Y por qué serviría yo de aliado a aquél que él mismo renegaría? ¿Por qué le impediría, según el deseo del leproso vulgar, nacer y embellecerse?
”¿Por qué tomaría yo el partido de aquél que es, contra aquél que será? ¿De lo que vegeta contra lo que está en potencia?
—La justicia mía -me dijo mi padre- consiste en honrar al depositario a causa del depósito. En el mismo grado que me honro a mí mismo. Porque refleja la misma luz. Por muy poco visible que sea en él. La justicia estriba en considerarlo como vehículo y como camino. Mi caridad consiste en ayudarlo a parirse a sí mismo.
”Pero esa cloaca que se vuelca en el mar me entristece con su podredumbre. Dios está ya tan manchado allí… Espero de ellos el signo que me mostrará al hombre y no lo recibo.
—Sin embargo, he visto a tal o cual -dije a mi padre- compartir su pan y ayudar al más podrido que él a descargar su saco o compadecerse del niño enfermo…
—Ponen todo en común -respondió mi padre-, y de esta papilla hacen su caridad. Lo que llaman caridad. Comparten. Con este pacto que también hacen los chacales alrededor de una carroña pretenden celebrar un gran sentimiento. ¡Quieren hacernos creer que existe allí un don! Pero el valor del don depende de aquél a quien se lo dirija. Y aquí, el más bajo. Como el alcohol al ebrio que bebe. Así, el don es enfermedad. Pero yo doy la salud, corto pues esta carne…, y ella me odia.
—Llegan -me dijo aún mi padre-, en su caridad, a preferir la podredumbre… Pero ¿si yo prefiero la salud?
”Cuando te salven la vida -me dijo mi padre-, no agradezcas jamás. No exageres tu reconocimiento. Pues si el que te ha salvado espera su reconocimiento, es bajo, porque ¿qué cree? ¿Haberte servido? Es a Dios a quien ha servido guardándote, si sirves para algo. Y tú, si expresas demasiado intensamente tu reconocimiento es que careces a la vez de modestia y de orgullo. Porque lo importante de lo que ha salvado no es tu pequeño azar personal, sino la obra en la que colaboras y que se apoya en ti. Y como está sometido a la misma obra, no tienes que agradecerle. Su propio trabajo lo recompensa por haberte salvado. Es su colaboración en la obra.
”Careces también de orgullo si te sometes a sus emociones más vulgares. Y le adulas en su pequeñez haciendo de ti su esclavo. Porque si fuera noble rehusaría tu reconocimiento.
”No veo en él nada que me interese -decía mi padre- sino una admirable colaboración mutua. Me sirvo de ti o de la piedra. Pero ¿quién agradece a la piedra por haber servido de cimiento al templo?
”Pero ellos no colaboran en otra cosa que en ellos mismos. Y esa cloaca que se vuelca en el mar no es nodriza de cánticos, ni fuente de estatuas de mármol ni cuartel para las conquistas. Se trata para ellos de pactar lo mejor posible para utilizar las provisiones. Pero no te equivoques. Las provisiones son necesarias; pero más peligrosas que el hambre.
”Han dividido todo en dos tiempos, carentes de significado: la conquista y la satisfacción. ¿Has visto al árbol crecer y una vez crecido prevalerse por ser árbol? El árbol crece, simplemente. Te lo digo: los que por haber conquistado se hacen sedentarios están ya muertos…
La caridad, según el sentido de mi imperio, es la colaboración. Ordeno que el cirujano se extenúe en la travesía de un desierto si puede reconstruir el instrumento del que está lejos. Y esto aunque se trate de algún vulgar picapedrero que necesita de sus músculos para romper las piedras. Y lo mismo si el cirujano es de alto valer. Pues no se trata de honrar la mediocridad, sino de reparar el vehículo. Y tienen ambos el mismo conductor. Así también, con los que protegen y ayudan a las mujeres encintas. Lo hacían en un principio a causa del hijo que ellas servían con sus vómitos y sus dolores. Y la mujer agradecía en nombre de su hijo. Pero he aquí que hoy reclama la ayuda en nombre de sus vómitos y sus dolores. Entonces, si sólo se tratara de ellas, las suprimiría porque sus vómitos son feos. Porque sólo es importante lo que se sirve de ellas y no tiene calidad para agradecer. Porque quien las ayuda, y ellas mismas, son servidores del nacimiento, y los agradecimientos carecen de significación.
Así, con el general que vino en busca de mi padre:
—¡Me traes sin cuidado! Eres grande a causa del imperio que sirves. Te hago respetar para, a través de ti, hacer respetar el imperio.
Pero también comprobaba la bondad de mi padre. «Quienquiera, decía, que haya tenido un gran papel, quienquiera que haya sido honrado, no puede ser humillado. Quienquiera que haya reinado no puede ser desposeído de su reino, no puedes transformar en mendigo al que daba a los mendigos porque lo que estropeas es algo así como la armadura y la forma de tu navío. Es por esto que empleo castigos a la medida de los culpables. A aquél al que he creído deber ennoblecer lo ejecuto; pero no lo reduzco a la condición de esclavo, si ha fallado. He encontrado un día a una princesa que era lavandera. Y sus compañeras se mofaban de ella: “¿Dónde está tu realeza, lavandera? Podías hacer caer cabezas y he aquí que, por fin, impunemente, te podemos ensuciar con nuestras injurias… ¡Eso es justicia!”. Porque la justicia según ellas era compensación.
”Y la lavandera callaba. Quizá humillada en si misma o en algo, principalmente, más grande que ella misma. Y la princesa se inclinaba, atrevida y blanca, sobre su lavado. Y sus compañeras impunemente le daban con el codo. Nada de ella que no invitara al estro; pues era de rostro agraciado, contenida de gesto y silenciosa. Comprendí que sus compañeras resistían no a la mujer, sino a su caída. Porque si aquél que has envidiado cae en tus garras, lo devoras. La hice pues comparecer:
”“Nada sé de ti sino que has reinado. A datar de este día tendrás derecho de vida y muerte sobre tus compañeras de lavadero. Vuelvo a instalarte en tu reino. Ve”.
”Y cuando volvió a su lugar por encima de la turba vulgar desdeñó justamente acordarse de los ultrajes. Y aquéllas del lavatorio no teniendo ya que nutrir sus movimientos interiores con su ruina los alimentaron con su nobleza y la veneraron. Organizaron grandes fiestas para celebrar su retorno a la realeza y se prosternaban a su paso, ennoblecidas ellas mismas por haberla en otro tiempo tocado con el dedo».
—Por esto -me decía mi padre- que no someteré a los príncipes a las injurias del populacho ni a la grosería de los carceleros. Sino que les haré tronchar la cabeza en un gran circo con clarines de oro.
—Quien rebaja -decía mi padre- es porque es bajo.
—Jamás un jefe -decía mi padre- deberá ser juzgado por sus subalternos.