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Se me presenta aún la imagen del tiempo ganado porque pregunto: «¿En nombre de qué?». Y alguien me responde: «En nombre de su cultura». Como si pudiera ser ejercicio vacío. Y si a la que amamanta sus niños, limpia su casa y cose su ropa, se la libra de esas servidumbres, y en adelante, sin que ella intervenga, sus niños son amamantados, su casa limpiada, su ropa cosida, será preciso llenar con algo ese tiempo ganado. Y le hago escuchar la canción de cuna y el amamantamiento se convierte en cántico, y el poema de la casa que hace pesar la casa sobre el corazón. Pero ella bosteza al oírlo porque no ha colaborado en ello. Y la montaña es para ti tu experiencia de zarzas, de piedras que ruedan y del viento de las cimas, y que no transporto nada en ti al pronunciar la palabra «montaña», si nunca has abandonado tu litera, nada le digo al hablarle de la casa, porque la casa no ha sido hecha con su tiempo ni con su fervor. No ha gustado el juego del polvo, cuando se abre la puerta al sol para barrer en el día naciente el polvo del desgastamiento de las cosas, no ha reinado sobre el desorden que ha hecho la vida, cuando llega la tarde: la huella de los tiernos pasajes y las escudillas en la bandeja y la brasa apagada en el hogar, hasta las mantillas sucias del niño dormido; porque la vida es humilde y maravillosa. No se ha levantado con el sol, para construirse cada día una nueva casa, como los pájaros que has observado en el árbol, y que rehacen con pico ágil sus lustradas plumas, no ha dispuesto de nuevo los objetos en su frágil perfección para que de nuevo la vida de la jornada y las comidas y la lactancia y los juegos de los niños y el retorno del hombre dejen una marca en la cera. No sabe que una casa es pasta en el alba para transformarse por la tarde en libro de recuerdos. Nunca ha preparado la página en blanco. ¿Y qué le dirás, al hablarle de la casa, que tenga sentido para ella?

Si quieres crearla viviente, empléala en lustrar un jarro de cobre empañado, para que algo que ella luzca durante el día en la penumbra y, para hacer de la mujer un cántico, inventarás poco a poco para ella una casa que reconstruir cada alborada…

Si no, el tiempo que ganes no tendrá sentido.

Loco el que pretende distinguir la cultura del trabajo. Porque el hombre se disgustará de un trabajo que será parte muerta de su vida, después de una cultura que no será más que juego sin caución, como la tontería de los dados que arrojas si no significan tu fortuna y no ruedan tus esperanzas. Porque no es juego de dados, sino juegos de tus rebaños, de tus pasos, o de tu oro. Así el niño que construye su torta de arena. No es un puñado de tierra, sino ciudadela, montaña o navío.

Por cierto, he visto al hombre tomar con placer el descanso. He visto al poeta dormir bajo las palmeras. He visto al guerrero beber su té en casa de las cortesanas. He visto al carpintero gustar en su porche de la suavidad de la tarde. Y por cierto, parecían llenos de alegría. Pero ya te lo he dicho: precisamente porque estaban cansados de los hombres. Es un guerrero que escuchaba los cantos y miraba las danzas. Un poeta que soñaba sobre la hierba. Un carpintero que respiraba el olor de la tarde. En otra parte es donde se habían transformado. La parte importante de la vida de cada uno seguía siendo la del trabajo. Porque lo que es verdadero para el arquitecto, que es un hombre y que se exalta, y adquiere su plena significación cuando gobierna la erección de su templo y no cuando se abandona al juego de dados, es verdadero para todos. El tiempo ganado al trabajo, si no es simple ocio, descanso de los músculos después del esfuerzo o sueño del espíritu después de la invención, no es sino tiempo muerto. Y haces de la vida dos partes inaceptables: un trabajo que es servicio obligado al que se rehúsa el don de sí mismo y un ocio que no es más que una ausencia.

Locos aquellos que pretendía arrancar los cinceladores a la religión de la cinceladura, y acorralándolos en un oficio que ya no es alimento para su corazón pretenden hacerlos acceder al estado de hombre suministrándoles cinceladuras fabricadas en otra parte, como si se cubriera con una cultura como con un manto. Como si se tratara de cinceladores y fabricantes de cultura.

Digo que para los cinceladores sólo hay una forma de cultura y es la cultura de los cinceladores. Y que no puede ser otra que el cumplimiento de su trabajo, la expresión de las penas, de las alegrías, de los sufrimientos, de los temores, de las grandezas y miserias de su trabajo.

Porque sólo es importante, y puede nutrir poemas verdaderos, la porción de vida que te compromete, que compromete tu hambre y tu sed, el pan de tus niños y la justicia que te será hecha o no. De otro modo es sólo un juego, y caricatura de la vida, y caricatura de la cultura.

Porque no llegas a ser sino contra lo que se te resiste. Y puesto que el ocio nada exige de ti y que podrías emplearlo tanto en dormir bajo un árbol como en los brazos de fáciles amores, puesto que no hay injusticia que te haga sufrir, amenaza que te atormente, ¿qué harías para existir sino reinventar por ti mismo el trabajo?

Pero no te equivoques, el juego no vale nada porque no hay ninguna sanción que te obligue a existir como jugador de ese juego. Y me niego a confundir al que se acuesta para la siesta en su habitación, aunque esté vacía y protegida de la luz para descanso de los ojos, con ese otro condenado y murado hasta el fin de los días en su celda, a pesar de que los dos estén tendidos del mismo modo, a pesar de que las dos celdas estén igualmente vacías, a pesar de que la misma luz se difunda en una y otra. Y a pesar también de que el primero pretenda representar al condenado que está encerrado para toda su vida. Ve a interrogarlos a la caída del primer día. El primero reirá de una representación pintoresca, pero descubrirás que los cabellos del otro han encanecido. Y no sabrá contarle la aventura que acaba de vivir, tanto le faltarán las palabras para decirla, semejante al que habiendo escalado la montaña y descubierto desde la cima un mundo desconocido cuyo clima lo ha cambiado para siempre, no puede transportarte a ti.

Solamente los niños plantan un palo en el suelo, lo cambian en reina y le tienen amor. Pero si yo deseo por tales medios engrandecer a los hombres y enriquecerlos con lo que sienten es preciso hacer de ese palo un ídolo, imponerlo a los hombres, y exigirles ofrendas que los cargarán de sacrificios.

Entonces el juego dejará de ser juego. El palo será fértil. El hombre será cántico de amor o temor. Así como la habitación de la misma siesta tibia, si se convierte en celda para toda la vida, extrae del hombre una aparición que se ignoraba y le quema la raíz de los cabellos.

El trabajo te obliga a desposar el mundo. El que labra encuentra piedras, desconfía de las aguas del cielo o las anhela, y así se comunica; se agranda y se ilumina. Y cada uno de sus pasos se hace resonancia. Lo mismo con la plegaria y las reglas de un culto que te obliga a pasar por allí y a ser fiel o a trampear, a gustar de la paz o del remordimiento. Tal el palacio de mi padre, que obligaba a los hombres a ser ellos y no ya un ganado informe cuyos pasos no tuvieran sentido.

Ciudadela
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