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Dios me envió a aquélla que mentía tan lindamente, con una crueldad cantante, simplemente. Y me inclinaba sobre ella como sobre el viento fresco del mar.
—¿Por qué mientes? -preguntaba.
Ella lloraba entonces, bañada totalmente en lágrimas. Y yo reflexionaba sobre sus lágrimas:
«Ella llora, me decía, por no ser creída cuando miente. Porque no creo que sea comedia de parte de los hombres. Ignoro el sentido de la comedia. Por cierto, ella quiere hacerse pasar por alguna otra. Pero no es el drama lo que me atormenta en esto. Es dramático para ella que querría tanto ser esa otra. He visto la virtud respetada más a menudo por aquéllas que la aparentan que por las que la ejercen y son virtuosas del mismo modo que son feas. Deseosas aquéllas de ser virtuosas y de ser amadas, pero sin saber dominarse o, mejor dominadas por los otros. Y siempre en lucha contra ellos. Y mintiendo para ser bellas».
Las razones que obran sobre las palabras no son jamás las razones verdaderas. Y por esto solamente le reprochaba expresarse al revés. Y por eso es que me callaba delante de sus mentiras, sin oír el ruido de las palabras, en el silencio de mi amor, sino solamente el esfuerzo. Ese trabajo del zorro atrapado que se debate contra la trampa. O del pájaro que se lastima en su pajarera. Y me volvía hacia Dios para decirle: «¿Por qué no le has enseñado a hablar un lenguaje comunicable? Pues si la escucho, lejos de amarla, la haré ahorcar. Y sin embargo, hay algo patético en ella y ella se lastima las alas en la noche de su corazón, y me tiene el mismo miedo de los jóvenes zorros de las arenas a los que tendía pedazos de carne y que temblaban, mordían, y me arrancaban la carne para llevarla a sus guaridas».
—Señor -me decía ella-, no saben que soy pura.
Por cierto, yo conocía el trastorno que causaba en mi casa. Y sin embargo me sentía con el corazón traspasado por la crueldad de Dios.
«Ayúdala a llorar. Viértele lágrimas. Que fatigada de sí se recline sobre mi hombro: no hay en ella fatiga». Porque la habían enseñado mal en la perfección de su estado y me venía el deseo de libertarla. Sí, Señor, he faltado a mi papel… Porque no es una muchacha sin importancia. La que llora no es el mundo sino signo del mundo. Y la angustia le viene por no poder llegar a ser. Por verse dilapidada y quemada en humo. Náufraga en un río fluyente e imposible de contener. Llego, y me convierto en vuestra tierra y vuestro establo y soy vuestra significación. Soy la gran convención del lenguaje, y casa, y marco, y armadura.
—Escúchame primero… -le dije.
Ella también debe recibir. Y también los hijos de los hombres y principalmente aquéllos que no saben que pueden saber…
—Porque quiero guiaros de la mano hacia vosotros mismos… Soy la buena estación de los hombres.