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Un poema perfecto que residiese en los actos y que exigiese todo de ti mismo, hasta tus músculos. Tal es mi ceremonial.
Tenues ecos, esbozos de movimiento, que anudo a ti con las palabras dotadas de poder. Invento el juego de las galeras. Tú quieres participar e inclinar un poco los hombros.
Pero las reglas, pero los ritos, pero las obligaciones, y la construcción del templo, pero el ceremonial de los días, ciertamente he ahí otra acción.
La escritura ha sido convertirte a ellos haciendo que te conocieses poco así transformado, y esperar.
Y ciertamente, así como puedes leerme distraído y no sentir, puedes experimentar el ceremonial sin crecer. Y tu avaricia puede morar cómodamente en la generosidad del ritual.
Pero no pretendo regirte en cada hora, así como no pretendo que mi centinela sea ferviente cada hora al imperio. Me basta con que uno, entre otros, lo sea. Y aquél, no pretendo que sea ferviente en cada instante, sino que, si sueña comúnmente con la hora de la sopa, le aparezcan, como relámpagos, las iluminaciones del centinela; pues sé demasiado bien que el espíritu duerme y no sabe ver en lo permanente, si no esa luz quemaría los ojos; pero el mar tiene sentido de la perla negra hallada antaño, el año sentido de la fiesta única, y la vida sentido de la realización en la muerte.
Y me importa poco que mi ceremonial adquiera un sentido bastardo en los bastardos de corazón. Yo observé, en el curso de mis conquistas, las tribus negras y al brujo que las conoce, por apetito sórdido, abonar con sus presentes algún garrote de madera pintada de verde.
¡Qué me importa que el brujo menosprecie su misión! El pulgar del escultor crea la vida.