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Se me ocurrieron reflexiones sobre la vanidad. Porque siempre se me presentó no como un vicio, sino como una enfermedad. Y en aquélla que he visto conmoverse por la opinión de la multitud, y corromperse en sus pasos y en su voz, a causa de que se transformaba en espectáculo, y le causaban satisfacciones extraordinarias las palabras pronunciadas a su respecto, en aquélla cuya mejilla se encendía porque se la miraba, veía una cosa diferente a la estupidez: enfermedad. Porque ¿cómo satisfacerse por causa de los otros si no es por amor o don a los otros? Y sin embargo, la satisfacción que le brinda su vanidad le parece más calurosa que la que logra de los bienes, pues pagaría por ese placer en detrimento de sus otros placeres.
Flaca alegría y desdichada como una lacra. Como el que se rasca si algo le pica y esto le satisface. La caricia, por el contrario, es abrigo y morada. Si acaricio a este niño es para protegerlo. Y recibe el signo en el rostro aterciopelado.
¡Pero tú, vanidosa, caricatura!
Ésos, los vanidosos, afirmo que han cesado de vivir. Porque ¿quién se muda en algo más grande si primero exigir recibir? Ése no crecerá más, desmirriado por la eternidad.
Sin embargo, si felicito al guerrero valeroso, he aquí que se conmueve y tiembla como el niño de mi caricia. Y no hay en esto vanidad.
¿Qué conmueve a uno y qué conmueve al otro? ¿Y en qué difieren?
La vanidosa, si duerme…
No conoceréis el movimiento de la flor que sacude en el viento las semillas, que no le serán devueltas.
No conoceréis el movimiento del árbol que entrega sus frutos, que no le serán devueltos.
No conoceréis el júbilo del hombre que da su obra que no le será devuelta.
Y lo mismo del guerrero que ofrece su vida. Y si lo felicito es porque ha construido su pasarela. Le informo que ha renunciado a sí en favor de todos los hombres. Y helo aquí contento no de sí, sino de todos los hombres.
Pero el vanidoso, caricatura. Y no pido modestia, porque amo el orgullo, que es existencia y permanencia. Si eres modesto, cedes al viento como la veleta. Puesto que el otro tiene más peso que tú mismo.
Te pido vivir no de los que recibes, sino de lo que das; porque sólo eso aumenta. Y esto no te ordena despreciar lo que das. Debes formar tu fruto. Y es el orgullo quien preside su permanencia. ¡Si no, lo cambiarás de color, de sabor y de olor, según el grado de los vientos!
Pero ¿qué es un fruto para ti? Tu fruto vale cuando no puede serte devuelto.
Aquélla, sobre su lecho de ostentación y que vive de las aclamaciones del populacho: «Doy mi belleza y mi gracia y la majestad de mi paso, y los hombres admiran mi pasaje, que es nave maravillosa del destino. Y me basta ser para dar».
La vanidad dimana del don de sí, falso y equivocado. Porque no puedes dar sino lo que transforma, como el árbol da los frutos que ha transformado de la tierra. La danzarina en que ha transformado su paso. Y el soldado su sangre que cambia en templo o imperio.
Pero la perra en celo nada es. A pesar de que los perros la rodean y la solicitan. Porque lo que da no lo ha transformado. Y su alegría ha sido robada de la creación. Se propaga sin esfuerzo en los deseos de los perros.
Y el que despierta la envidia y que siente su aroma es dichoso si es envidiado.
Caricatura del don. Y se alza para hablar en los banquetes. Se inclina hacia los convidados como el árbol bajo el peso de sus frutos. Mas los convidados nada hallan que recoger.
Pero siempre hay los que creen recoger, pues son más tontos que el primero, y se estiman honrados por él. Y si lo sabe, el vanidoso cree que ha dado, porque el convidado ha recibido. Y se balancean uno delante del otro como dos árboles estériles.
La vanidad es ausencia de orgullo, sumisión al populacho, humildad innoble. Pues buscas al populacho para que te haga creer en tus frutos.
O aquél que ennoblece la sonrisa del rey: «Me conoce, pues», dirá. Pero si hubiera en él amor por el rey, enrojecería sin decir nada. Porque esa sonrisa del rey no tendría para él más que un sentido: «El rey acepta el sacrificio de mi vida…». Y de pronto, toda su vida se ha dado y cambiado en la majestad del rey. He contribuido, podría decir, a la belleza del rey, que es bello por ser el orgullo de un pueblo.
Pero el vanidoso envidia al rey. Y si el rey le ha sonreído, se drapea con esta sonrisa y se pasea como una caricatura para ser envidiado a su vez. El rey le ha prestado sus púrpuras. Porque sólo hay allí imitación y alma de simio.