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Les he dicho: no tengáis vergüenza de vuestros odios. Porque habían condenado cien mil a muerte. Y los condenados erraban en las prisiones elevando sobre el pecho las placas que como un ganado los distinguían de los otros. Llegué, me adueñé de las prisiones e hice comparecer a esta multitud. Y no me parece diferente a las otras. He escuchado, he oído y he mirado. Les he visto compartir su pan como los otros, y agitarse, como los otros, alrededor de los niños enfermos. Y mecerlos y velarlos. Y los he visto, como los otros, sufrir la miseria de estar solos cuando estaban solos. Y, como los otros, llorar cuando alguna, entre los muros gruesos, comenzaba a sentir esa inclinación del corazón.
Me acordé de lo que los carceleros me contaron. Y ordené que me trajeran a aquél que la víspera se había servido de su cuchillo, todo sangriento de su crimen. Y lo interrogué lo mismo. Y observaba no a él, ya decidido para la muerte, sino lo impenetrable del hombre.
Porque la vida prende o puede prender. En el hueco húmedo del peñasco se forma el musgo. Condenado de antemano, por cierto, por el primer viento seco del desierto. Pero que oculta sus semillas que no morirán ¿y quién pretenderá inútil esa aparición de verdor?
Entonces supe por mi prisionero que se habían burlado de él. Y había sufrido en su vanidad y en su orgullo. Su vanidad y su orgullo de condenado a muerte…
Y les he visto cuando hacía frío apretarse unos contra otros. Y se parecían a todas las ovejas de la tierra.
E hice comparecer a los jueces y les pregunté:
—¿Por qué están separados del pueblo? ¿Por qué llevan sobre el pecho una placa de condenados a muerte?
—Es la justicia -me respondieron.
Y yo meditaba:
«Ciertamente, es la justicia. Porque la justicia según ellos es destruir lo insólito. Y la existencia de los negros le parece injusticia. Y la existencia de las princesas si son obreros. Y la existencia de los pintores si no comprenden la pintura».
Y les respondí:
—Deseo que sea justo librarlos. Tratad de comprender. Porque de lo contrario si fuerzan las prisiones y reinan, a su vez precisarán encerraros y destruiros, y no creo que el imperio gane.
Entonces fue cuando me apareció con evidencia la locura sanguinaria de las ideas, y dirigí a Dios esta plegaria:
«¿Acaso estabas loco cuando les hiciste creer en su pobre balbuceo? ¡Quién les enseñará no una lengua, sino cómo servirse del lenguaje! Porque de esa terrible promiscuidad de los vocablos en un viento de palabras han sacado la urgencia de las torturas. De palabras torpes, incoherentes o ineficaces, han nacido aparatos de tortura».
Pero al mismo tiempo esto me parecía cándido y pleno del deseo de nacer.