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Me vi así ilustrado sobre la fiesta, que lo es del instante en que pasas de un estado a otro, cuando la observación del ceremonial te ha preparado un nacimiento. Y te lo dije del navío. De haber sido mucho tiempo casa por construir en la etapa de las tablas y los clavos, se convierte, ya aparejado, en desposado para el mar. Y tú lo desposas. Es el instante de fiesta. Pero no te instalas para vivir en la botadura del navío.

Te lo dije de tu hijo. De fiesta es su nacimiento. Mas no andas cada día, durante años, frotándote las manos porque nació. Esperarás, para la otra fiesta, tal cambio de estado, como será el día en que el fruto de tu árbol se hará cepa de un nuevo árbol y plantará más lejos tu dinastía. Te lo dije del grano cosechado. Llega la fiesta del entrojamiento. Luego la de la siembra. Luego la fiesta de la primavera que convierte tu simiente en hierba suave como un estanque de agua fresca. Luego esperas aún, y es la fiesta de la cosecha, luego nuevamente la del entrojamiento. Y así sucesivamente, de fiesta en fiesta, hasta la muerte, porque no hay provisiones. Y no conozco fiesta a la cual no llegues desde algún lugar, y por la cual no vayas a otra parte. Anduviste mucho. La puerta se abre. Es el instante de fiesta. Pero no vivirás de esta sala más que de la otra. Sin embargo, quiero que te regocijes por atravesar el umbral que va a alguna parte. Y reserva tu alegría para el instante en que rompas tu crisálida. Porque eres lumbre de poco poder, y no hay a cada minuto iluminación del centinela. Yo la reservo, si es posible, para los días de clarines y de tambores y de victoria. Es preciso que se restaure en ti algo que se parece al deseo y exige a menudo el sueño.

Ya avanzo lentamente, un paso lento en la losa de oro, un paso lento en la losa negra, en las profundidades de mi palacio. Me parece cisterna, a mediodía, por la cautiva frescura. Y mi propio paso me mece: soy remero inagotable hacia donde voy. Porque no soy de esta patria.

Se deslizan lentamente las paredes del vestíbulo y, si levanto los ojos hacia la bóveda, la veo mecerse suavemente como el arco de un puente. Un paso lento sobre una baldosa de oro, un paso lento sobre una baldosa negra, me encuentro lentamente con mi trabajo, como el equipo del pozo en perforación que te sube los escombros. Escanden la llamada de la cuerda con suaves músculos. Yo conozco adonde voy y no soy ya de esta patria.

De vestíbulo en vestíbulo prosigo mi viaje. Y tales son las paredes. Y tales los ornamentos colgados de la pared. Y rodeo la gran mesa de plata donde están los candelabros. Y rozo con la mano tal pilar de mármol. Es frío. Siempre. Pero yo penetro en los territorios habitados. Me vienen sus ruidos como en un sueño, porque no soy ya de esta patria.

Dulces me son, sin embargo, los rumores domésticos. Te gusta siempre el canto confidencial del corazón. Nada duerme totalmente. Y hasta con tu perro, si duerme, ocurre que ladra en sueños, suavemente, y se agita un poco por recuerdo. Así con mi palacio aunque el mediodía lo haya adormecido. Y hay una puerta que se golpea, no se sabe dónde, en el silencio. Y tú piensas en el trabajo de las sirvientas, de las mujeres. Pues, sin duda, es de su dominio. Ellas te han doblado la ropa fresca en sus canastos. Ellas navegaron dos a dos para transportarlos. Y ahora que la han ordenado, vuelven a cerrar los altos roperos. Hay a lo lejos un gesto cumplido. Una obligación ha sido respetada. Algo acaba de realizarse. Sin duda ahora es el reposo, pero ¿qué sabré? No soy ya de esta patria.

De vestíbulo en vestíbulo, de baldosa negra en baldosa de oro, recorro lentamente el sector de las cocinas. Reconozco el canto de las porcelanas. Luego, el de una jarra de plata con que he tropezado. Luego ese leve rumor de una puerta profunda. Luego el silencio. Luego el ruido de pasos precipitados. Se ha olvidado algo que exige de pronto tu presencia, como ocurre con la leche que hierve, o con el niño que grita, o simplemente con la extinción inesperada de un ronroneo habitual. Alguna pieza acaba de trabarse en la bomba, en el asador o en el molino de harina. Tú corres para hacer andar la humilde súplica…

Pero el ruido de pasos se ha desvanecido porque la leche fue salvada, el niño consolado, la bomba, el asador o el molino continúan el recitado de su letanía. Se ha detenido una amenaza. Se ha curado una herida. Se ha reparado un olvido. ¿Cuál? Nada sé. No soy ya de esta patria.

Penetro ahora en el reino de los olores. Mi palacio se parece a un lagar que prepara lentamente la miel de sus frutos, el aroma de sus vinos. Y navego como a través de inmóviles provincias. Aquí membrillos maduros. Cierro los ojos, prolóngase lejos su influencia. Aquí, sándalo de los cofres de madera. Aquí, más simplemente, losas recién lavadas. Cada olor se ha tallado en imperio desde varias generaciones, y el ciego podría orientarse. Y sin duda, mi padre reinaba ya sobre sus colonias. Pero yo voy, sin pensarlo bien. No soy ya de esta patria.

El esclavo, según el ritual de los encuentros, desapareció contra la pared a mi paso. Pero le dije en mi bondad; «Muéstrame tu cesta», para que se sintiese importante en el mundo. Y con el asa de sus brazos lucientes, la bajó con precaución de su cabeza. Y me presentó, con los ojos bajos, su homenaje de dátiles, higos y mandarinas. Bebí el olor. Luego sonreí. Su sonrisa entonces se ensanchó y me miró directamente en los ojos contra el ritual de los encuentros. Y, con el asa de sus brazos volvió a subir su cesta, manteniéndome derecho en su mirada. «¿Qué ocurre -me dijo- con esta lámpara encendida? ¡Porque van como incendios las rebeliones del amor! ¿Qué fuego secreto arde en las profundidades de mi palacio, detrás de estas paredes?». Y consideré al esclavo como si hubiese sido abismo de los mares. «¡Ah! -me dije-, ¡vasto es el misterio del hombre!». Y seguí mi camino, sin resolver el enigma, pues no era ya de esta patria.

Atravesé la sala de reposo. Atravesé la sala del consejo en que mi paso se multiplicó. Luego descendí con lentos pasos, de escalón en escalón, la escalera que conduce al último vestíbulo. Y cuando comencé a recorrerlo, oí un fuerte ruido sordo y un entrechocar de armas. Sonreí en mi indulgencia: dormían sin duda mis centinelas, era mi palacio de mediodía como una colmena en sueño, demorada, movida apenas por la corta agitación de las caprichosas que no hallan reposo, de las olvidadizas que corren a su olvido, o del eterno revoltoso que siempre te reajusta, te perfecciona o te desmorona algo. Así como en el rebaño de cabras hay siempre una que bala, en la ciudad dormida asciende siempre un llamado incomprensible y, en la necrópolis más muerta, está aún el sereno nocturno que deambula. Con mi paso lento, seguí pues mi camino, con la cabeza inclinada para no ver a mis centinelas, apresurados por acomodarse, porque poco me importa: no soy ya de esta patria.

Así pues, ya tiesos, me saludan, me abren la puerta de par en par y entorno los párpados en la crueldad del sol, y permanezco un instante en el umbral. Porque allá están los campos. Las colinas redondas que calientan al sol mis viñas. Mis cosechas cortadas en cuadros. El olor a tiza de las tierras. Y otra música que es de abejas, de saltamontes y de grillos. Y yo paso de una civilización a otra civilización. Porque respiraba el mediodía de mi imperio.

Y acabo de nacer.

Ciudadela
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