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Estaba yo melancólico cuando me atormentaba por los hombres. Cada uno vuelto hacia sí y no sabiendo ya qué aspirar. Pues ¿qué bien podrías desear, si a la vez quieres someterlos y que te aumenten? El árbol, por cierto, busca los jugos del suelo para nutrirse y transformarlos en sí mismo. La bestia el pasto o alguna otra bestia que transfigurará en sí misma. Y tú también te nutres. Pero fuera de tu alimento, ¿qué desearás que puedas usar por ti mismo? Por el hecho de que el incienso halague el orgullo, alquilas hombres para aclamarte. Y te aclaman. Y he aquí que pronto las aclamaciones te parecen vacías. Porque como las alfombras de lana alta hacen más dulce la morada, las compras para la ciudad. Congestionas la casa. Y he aquí que son estériles. Envidias el dominio real de tu vecino. Lo despojas. Te instalas. Y nada te entregará que te interese. Existe un puesto por el que intrigas. Y andas en manejos para conseguirlo. Y lo obtienes. Y es semejante a una casa vacía. Porque no basta para ser dichoso que una casa sea lujosa o cómoda u ornamental y que puedas instalarse en ella, creyéndola tuya. En primer lugar, porque nada es tuyo, pues morirás, e importa no que te pertenezca, -pues es ella que se ve embellecida o disminuida-, sino que seas tú de ella, pues entonces te conduce a alguna parte, a la casa que habitará tu dinastía. No te regocijas de los objetos, sino de las rutas que te abren. Pues sería demasiado cómodo que tal vagabundo egoísta y mohíno pudiera ofrecerse una vida opulenta y de fasto con sólo cultivar la ilusión de ser príncipe, marchando de largo en ancho, delante del palacio del rey: «He aquí mi palacio», diría. Y en efecto, al verdadero señor del palacio tampoco le sirve el palacio en ese instante. Ocupa sólo una sala a la vez. Le acontece cerrar los ojos o leer o conversar, y así, de esa misma sala, no ver nada. Lo mismo que puede ocurrir que paseando por el jardín dé la espalda a la arquitectura. Y sin embargo, es el dueño del castillo, y orgulloso y quizá ennoblecido en su corazón y conteniendo en sí incluso el silencio de la sala olvidada del Consejo, y hasta las buhardillas y hasta los sótanos. Así, pues, podría ser el juego del mendigo, puesto que nada, fuera de la idea, lo distingue del señor, imaginarse al dueño y pavonearse lentamente de largo en ancho, como revestido de un alma con cola. Y sin embargo, poco eficaz será el juego, y los sentimientos inventados participarán de la podredumbre del sueño. Apenas lo influirá el débil mimetismo que te estremece los hombros si te cuento una carnicería o que te hace regocijarte con una alegría vaga si te canto tal canción.
Lo que es de tu cuerpo, te lo atribuyes y lo cambias en ti. Pero falsamente pretenderás lo mismo en cuanto al espíritu y al corazón. Pues poco ricas en verdad son tus alegrías extraídas de tus digestiones. Y aun más: no digerirás ni el palacio, ni el jarro de plata, ni la amistad de tu amigo. El palacio continuará siendo palacio, y el jarro continuará jarro. Y los amigos proseguirán su vida.
Soy el operador que, de un mendigo en apariencia semejante a un rey, puesto que contempla el palacio, o mejor que el palacio, el mar, o mejor que el mar, la vía láctea, pero nada sabe extraer de por sí de esa torpe mirada sobre la extensión, extrae un rey verdadero a pesar de que nada, en apariencia, haya cambiado. Y, en efecto, nada tendrá que cambiar en las apariencias pues son uno mismo señor y mendigo. Los mismos son aquél que ama y aquél que llora su amor perdido, si se sientan en el umbral de su morada, en la paz de la tarde. Mas uno de los dos, y acaso el que mejor parece, el más rico, y el más ornado por el espíritu y el corazón, irá esa noche a arrojarse al mar. Pues, para separar de ti, que eres uno, el otro, no necesito procurarte nada visible y material, ni necesito modificarte en lo que sea. Basta que te enseñe el lenguaje que te permitirá leer en lo que te rodea y en ti mismo, tal rostro nuevo y ardiente para el corazón, como el que hay, si sucede que te hallas mohíno, en algunas piezas groseras de madera, dispuestas al azar sobre una tabla; pero que, si te he educado en la ciencia del juego de ajedrez, te vertirán la radiación de su problema.
Por esto los considero en el silencio de mi amor sin reprocharles su tedio, que no les pertenece, sino que pertenece a su lenguaje, sabiendo que sólo él los distingue del rey victorioso que respira el viento del desierto, y del mendigo que se abreva en el mismo río alado; pero que sería injusto si reprochara al mendigo, sin haberlo sacado de sí, no experimentar los sentimientos de un rey victorioso en su victoria.
Doy las llaves de la extensión.