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Te he dicho de la plegaria que es ejercicio del amor, gracias al silencio de Dios. Si hubieras hallado a Dios te fundarías en él, ya realizado definitivamente. ¿Y para qué te engrandecerías para llegar a ser? Así pues, cuando aquél se inclinaba sobre ella, murada en su orgullo como en medio de triples murallas, y absolutamente imposible de salvar, se lamentaba desesperadamente de la suerte de los hombres: «Señor -decía-, comprendo y espero las lágrimas. Son lluvia donde se funde el peligro de la tormenta, disparador del orgullo y perdón permitido. Que ella se desanude y llore y yo perdone. Pero, como un animal salvaje que se defiende con dientes y uñas contra la injusticia de tu creación, ella no sabe sino mentir».
Y la recriminaba por tener tanto miedo. Y decía a Dios, hablando de los hombres: «Los has hecho miedosos de una vez para siempre con tus dientes, espinas, uñas, venenos, escamas puntiagudas, y las zarzas de tu creación. Se precisa mucho tiempo para tranquilizarlos y para que vuelvan sobre sus pasos». ¡Y sabía bien que aquélla que mentía estaba tan lejana, tan perdida, que tendría que marchar largo tiempo para lograr aproximarse!
Y recriminaba a los hombres por existir en ellos esas distancias considerables que no sabía cómo reconocer.
Algunos se asombraban de su indulgencia aparente ante licencias abominables. Pero sabía bien que no había indulgencia en él. Sino que decía: «Señor, no estoy aquí como juez. Hay épocas para juzgar y hombres, y yo mismo puedo ser llamado para representar ese papel entre los otros. Pero no he recogido a ésta, que tenía miedo, para castigarla con rigor. ¿Se ha visto alguna vez al salvador, juzgando indigno a su obligado, arrojarlo al mar? Lo salvas desde un principio plenamente, pues no es a él a quien salvas, sino a Dios a través de él. Una vez salvado, entonces puedes castigar. Así, curas al condenado a muerte si está enfermo, pues te está permitido castigar a un hombre en su cuerpo; pero no despreciar el cuerpo de un hombre».
Y los que dirán: «¿Con qué propósitos obras puesto que hay tan poca esperanza de salvarla?». Responderé que una civilización no reposa en el uso de sus invenciones, sino en el fervor de inventar. Y que no solicitas a tu médico justificar su intervención por la calidad de su enfermo. Su diligencia cuenta antes que nada porque los fines son apariencias y etapas arbitrarias y no sabes adónde vas. Y más allá de esta cumbre hay otra cima de montaña. Y más allá de este individuo hay otra cosa que salvas, aun cuando sólo se tratara de la religión del salvamento. Y si actúas por una recompensa, y si la reclamas que te pague como por un contrato, eres un mercader y no un hombre.
Puedes no conocer nada de las etapas que son invención del lenguaje. Solamente la dirección tiene un sentido. Lo que importa es ir hacia algo, y no llegar porque nunca se llega a parte alguna sino a la muerte.
Así, pues, he perfilado su licencia como angustia y como desesperación. Pues si abandonas lo que posees es porque has renunciado a asir. Y la licencia es renunciamiento a ser. Y te desesperas por esos tesoros que, uno tras otro, mueren por uso. Porque la flor se marchita y se transforma en semilla para ti, y tú, que no creías a la flor cosa diferente a un lugar de paso, te desesperas. Porque te lo aseguro: el sedentario no es el que ama con amor a la jovencita, después desposa a la mujer, después instruye al hijo del hombre, después, viejo, desparrama su sabiduría, y siempre así en marcha hacia adelante, sino aquél que quisiera detenerse en la mujer y gozar de ella como de un poema único o de una provisión hecha, y aquél que descubre pronto la vanidad, pues nada sobre la tierra es receptáculo agotable y el paisaje entrevisto desde lo alto de las montañas es sólo construcción de tu victoria.
Entonces repudia a la mujer, o la mujer cambia de amante, al ser decepcionada. Pero sólo era responsable la vanidad de su diligencia. Porque únicamente es posible amar a través de la mujer y no a la mujer. A través del poema y no al poema. A través del paisaje entrevisto desde lo alto de las montañas. Y la licencia nace de la angustia de no lograr ser. De este modo pasa con el que roe el insomnio, se vuelve y se revuelve en su lecho, en busca del apoyo fresco de la cama. Mas apenas lo ha tocado, cuando se vuelve tibio y lo rechaza. Y busca en otra parte una fuente durable de frescura. Pero no la hay, pues apenas toca la provisión ésta se gasta.
Así, con aquélla o aquél que no veía sino el vacío de los seres; porque están vacíos si no son ventanas y claraboyas hacia Dios. Por esto en el amor vulgar amas lo que te huye; pues si no, estarías saciado y asqueado de tu satisfacción. Y lo saben bien las bailarinas que vienen a representar el amor.
Así, pues, me hubiera gustado integrar a aquélla que pillaba el mundo y se alimentaba de cardones, pues el fruto verdadero no se halla sino a través de algo y ningún ser puede tocarte una vez que conoces su fuego, en la medida en que se lo demandas.
No te toca sino cuando has dejado de esperar de él. O no es sino imagen, oveja extraviada, niño débil, o es, si no, ese zorro asustado que te muerde el dedo cuando lo alimentas; ¿y vas a desearle estar encerrado en su terror y en su odio? ¿Considerarías afrentosos tal gesto o tal palabra cuando te basta con olvidar las palabras y el sentido vano que acarrean para reencontrar a Dios a través de él?
Y soy el primero en cortar una cabeza cuando mi justicia lo ha decidido, cuando es a mí a quien se injuria. Pero domino desde muy lejos a ese zorro que sufre el lazo, no para perdonarlo, pues nada hay que perdonar en esta altura donde me condeno a estar solo, sino para no oír los gritos de desorden a través de su simple desesperación.
Por esto la más bella, la más acabada, la más generosa, te muestra, sin embargo, a Dios menos cerca. Nada tiene en ella que calmar, reunir, juntar. Y si te pide ocuparte de ella por entero y encerrarte en su amor, te solicita solamente ser egoísmo doble: al que, falsamente, se llama luz del amor cuando es únicamente incendio estéril y pillaje de los graneros.
No he hecho mis provisiones para encerrarlas en una mujer y complacerme de ello.
Por esto aquélla, que con su deslealtad y su mentira, y sus extravíos, solicitaba más de mí, más de la fuente del corazón, al obligarme a vivir en el silencio, que es signo del amor verdadero, me transmitía el gusto a la eternidad.
Porque hay un tiempo para juzgar. Pero hay un tiempo para llegar a ser… Te hablaré, pues, del auditorio. Si abres tu puerta al caminante y si él se sienta, no le reproches no ser otro. No lo juzgues. Pues tenía hambre de hallarse en alguna parte, en casa de alguno con su pesadez, su bagaje de recuerdos, su respiración difícil y su vara apoyada en un rincón. Tenía hambre de estar allí, en el calor y la paz de tu rostro, justo con todo su pasado que no está en discusión, y con todas sus lacras como desnudadas. Con su muleta que ya no siente porque no le pides que baile. Y entonces se tranquiliza, y bebe la leche que le viertes, y come el pan que partes y la sonrisa que le concedes es manto tibio como el sol para un ciego.
¿Y por qué sería mezquino con el pretexto de que es indigno sonreírle?
¿Y en qué le socorres, si no le das lo esencial que es la audiencia, esa misma que puede tornar tan noble tus relaciones con tu enemigo más encarnizado? ¿Qué recompensa descuentas sacar de él con el fardo de tus presentes? No podrá sino odiarte si se marcha de tu casa cargado de deudas.