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Estudié, pues, los libros de los príncipes, las ordenanzas dictadas a los imperios. Los ritos de las diversas religiones, los ceremoniales de los funerales, de los matrimonios y nacimientos, aquéllos de mi pueblo y aquéllos de los otros pueblos, aquéllos del presente y aquéllos del pasado, buscando leer relaciones simples entre los hombres en la calidad de sus almas con las leyes que fueron dictadas para fundar, regir y perpetuar; y no pude descubrirlas.
Y sin embargo, cuando debía enfrentarme con los que venían del imperio vecino donde reinaba tal ceremonial de los sacrificios, lo descubría con su ramillete, su aroma y su manera particular de amar u odiar, pues no es ni con amor ni con odio que se reúnen. Y tenía el derecho de interrogarme sobre este génesis y de decirme: «¿Cómo tal rito que me parece sin relación, ni eficacia, ni acción, pues trata de un dominio extranjero al amor, funda este amor y no otro? ¿Dónde, pues, se aloja el lazo entre el acto, y las murallas que gobiernan el acto, y tal calidad de sonrisa que es de ése y no del vecino?».
No perseguía una diligencia vana puesto que he sabido muy bien, a lo largo de mi vida, que los hombres difieren unos de otros, aunque las diferencias te sean invisibles en un primer momento y no expresables al conversar, puesto que te sirves de un intérprete que tiene por misión traducirte las palabras del otro, es decir, buscar para ti en tu lenguaje lo que semeje más aproximadamente a lo que fue emitido en otra lengua. Y de este modo, al comprobar que amor, justicia o envidia, suelen ser traducidos para ti por envidia, justicia y amor, te extasiarás de vuestras semejanzas, aunque el contenido de las palabras no sea el mismo. Y si prosigues el análisis de la palabra, de traducción en traducción, no buscarás y no hallarás sino las semejanzas; y como siempre, huirá en el análisis lo que pretendías coger.
Porque si deseas comprender a los hombres es preciso no oírlos hablar.
Y sin embargo, las diferencias son absolutas. Porque ni el amor, ni la justicia, ni la envidia, ni la muerte, ni el cántico, ni la transmutación en los niños, ni la transmutación en el príncipe ni la transmutación en la amada, ni la transmutación en la creación, ni el rostro de la dicha si tiene la forma del interés, se parecen de uno a otro, y he conocido a aquéllos que se estimaban colmados al apretar los labios o bajar los ojos, con falsa modestia, si les crecían las uñas demasiado largas, y a otros que te hacían el mismo juego, si te mostraban callos en sus palmas. Y he conocido a aquéllos que se juzgaban según el peso del oro en sus cuevas, lo que te parece avaricia sórdida, hasta que descubres otros que sienten los mismos sentimientos de orgullo y se juzgan con una complacencia satisfactoria si han empujado piedras inútiles en una montaña.
Pero me he convencido que, evidentemente, estaba equivocado en mi tentativa, pues no existe deducción que permita pasar de una etapa a la otra, y mi diligencia era tan absurda como la del charlatán que, si admira contigo la estatua, pretende explicarte por la línea de la nariz o la dimensión de la oreja, el objeto de ese acarreo, que, por ejemplo, era melancolía de una tarde de fiesta, y reside aquí como captura, la cual no es jamás la esencia de los materiales.
Me ha parecido igualmente que mi error residía en que trataba de explicar el árbol por los jugos minerales, el silencio por las piedras, la melancolía por las líneas y la calidad del alma por el ceremonial, invirtiendo así, el orden natural de la creación, cuando hubiera debido buscar de aclarar la ascensión de los minerales por el génesis del árbol, el ordenamiento de las piedras por el gusto del silencio, la estructura de las líneas por el reino de la melancolía sobre ellas, y el ceremonial por la calidad del alma que es una y que no podía definirse con palabras, puesto que precisamente para asirla, regirla y perpetuarla has venido a ofrecerme esa acechanza, la cual es tal ceremonial y no otro.
Y, ciertamente, he cazado el jaguar en mi juventud. Y he empleado fosos para jaguares, provistos de un cordero, erizados de estacas agudas y cubiertos de hierba. Y cuando al alba llegaba a verlos hallaba el cuerpo de un jaguar. Y si conoces las costumbres de los jaguares, inventarás la fosa de jaguares con sus estacas, su cordero y su hierba. Pero si te pido que estudies la fosa del jaguar y nada sabes de los jaguares, no sabrás inventarla.
Por eso te he dicho de mi amigo, el verdadero geómetra, que siente el jaguar e inventa la fosa. A pesar de que nunca lo ha visto. Y los comentadores del geómetra han comprendido bien, puesto que el jaguar ha sido mostrado, al haber sido preso; pero consideran al mundo provistos de sus estacas, sus corderos, esas hierbas y otros elementos de su construcción, y esperan por su lógica desprender verdades de ellos. Pero no se les presentan. Y permanecen estériles hasta el día en que se presenta aquél que siente el jaguar sin haberlo conocido, y al sentirlo, lo captura y te lo muestra, luego de haber tomado de este modo, misteriosamente, para conducirte a él, un camino que fue semejante a un retorno.
Y mi padre fue un geómetra que fundó su ceremonial para capturar al hombre. Y aquéllos, en otra parte, como otras veces, fundaron otros ceremoniales y capturaron otros hombres. Pero llegaron los tiempos de la estupidez de los lógicos, de los historiadores y de los críticos. Y observan tu ceremonial, y no deducen de él la imagen de un hombre, puesto que no puede ser deducida, y en nombre del viento de las palabras dispersan, por afición a las libertades, los elementos de tu trampa, arruinan tu ceremonial, y dejan escapar la captura.