A vos, te parece

Ricardo Giorno

Argentina

¿A vos te parece, Marta? Mirá cómo te dejaron la casa. Un desastre. Un verdadero desastre. Esos amigotes de tu marido se creen los dueños. ¡Y cómo marcan a las mellizas! ¿No se da cuenta, Jorge? ¿El mismísimo padre se hace el estúpido? Y ese exhibicionismo obsceno de armas. Ya sé que son policías, pero… ¿por qué tienen que venir armados, justo a una reunión en una casa de familia? Porque, por lo menos para los de afuera, en esta casa vive una familia, ¿no?

Y qué chiquero que te dejaron, ¿verdad, Marta? Claro, ahora Jorge estará despatarrado en la cama, seguro pensando que la tarada de mi mujer —mi sirvienta, mejor dicho— se encargará de todo. Que limpiará hasta el último rincón, y que por la mañana la casa se presentará reluciente. Dale, Marta, dale, no arrugués la cara, que ni siquiera las mellizas te van a dar una mano. No jodas, mamá, te dirán, para después subir por las escaleras a enterrarse en su cuarto. A vos no te dan bola, se la pasan viendo videos. Sí, esos videos del cantante centroamericano que te recalienta. Cómo mueve la pelvis de aquí para allá. Y siempre te acordás de Jorge: él se movía más que bien en la cama. ¿Cuánto hace que tu marido no te toca, Marta? ¿Cuánto hace que sólo tus propias manos te acarician en la intimidad?

Te detenés en el comedor. Desde ahí ves el living, la escalera… y juntás fuerza: empezás por barrer. Pero por más que barras a fondo, por más que gastes el piso, igual sabés muy bien que nunca vas a poder barrer la porquería que realmente deseás eliminar. La porquería de adentro. La misma porquería que te corroe hora tras hora. Qué puta la vida, ¿no, Marta? Y eso no podés remediarlo: la escoba que aferrás con desesperación no alcanza, no llega hasta esa suciedad. La basura de tu propia vida no se puede barrer, y vos estás más que podrida de vivir en la inmundicia. Sería tan fácil echarte a dormir y no despertarte. Porque las pastillas te hacen dormir, pero tarde o temprano debés volver a la realidad. Y la realidad es una mierda. Una verdadera mierda. ¿Qué estás esperando, Marta?

¡Mirá! Mirá por la ventana a tus vecinos: abrazados en el living, ríen frente al televisor. ¿Cuántos años de casados llevarán, Marta? Muchos más de los que venís sufriendo a la sombra de Jorge. Y siguen abrazados, Marta. ¡Siguen abrazados! Una familia de verdad. Porque sus hijos no son como las mellizas. Vos los viste infinidad de veces junto a sus padres, felices. En cambio, tu familia… Y qué hueca que te suena esta palabra cuando la aplicás a Jorge y a las mellizas: «Familia».

Qué puta la vida, ¿no, Marta? Tan puta como las putas que regentea Jorge. Y la más puta de todas las putas: Susana. ¡Susi! Y se da el lujo de llamarse tu mejor amiga. Esa conchuda hija de remilputas llena de siliconas te sopló a tu marido. Porque vos no te creés eso de la amistad, ¿no, Marta? Ya les descubriste las miradas de fuego. Ese mismo fuego que ya no es para vos. Lo sabés de sobra. ¿Qué estás esperando, Marta?

Acordate, Marta. Hay un revólver que Jorge nunca usa. ¿Cómo lo llamaba él? Acordate, Marta, acordate: el mismo revólver de Divididos. ¿Te acordás el nombre de la canción? ¡Eso, «El .38»! Y justo ese .38 es tan fácil de usar que ni seguro tiene. Dale, Marta, dejá todo y subí las escaleras. Así, Marta, así. ¿Viste que no cuesta nada?

¿Ahora que llegaste al cuarto vas a dudar? Abrí la puerta, Marta. En ese estante, donde vos lo guardaste, dentro de la caja de zapatos. ¡Ahí está! Agarralo, Marta, acaricialo. Así, mamita, así. ¿Ves lo hermosa que resulta su silueta? Acercalo a la boca, Marta. Dale un beso al caño, un beso de amante, un beso como un grito. Un grito de libertad. Meté el caño en la boca. No, así no. Mejor girá el revólver y sostené el gatillo con el pulgar. ¿Ves qué fácil? Un pequeño esfuerzo, muy pequeño, y se te terminaron tus problemas. Tus problemas los tendrán otros. Ya no serán tus problemas. Vas a dejar la inmundicia atrás, muy atrás. Y vos, Marta, te liberás de una.

¡¡¡Liberate, Marta…!!!

En medio de la cama, de costado, y en posición fetal, Susana oyó un chillido. Un sonido apremiante y desconocido a la vez. ¿Desconocido? No, no le resultaba desconocido. El sonido por fin le llegó a la conciencia: el celular. Bostezando, leyó la pantalla. Qué extraño que Jorge la llamara a esas horas. Igual, contestó.

—¿Qué decís, Jor? ¿Que Marta…? Me estás cargando… ¿No? ¡Voy para allá!

Un hervidero, la casa de aquellos dos. Susana se abrió camino a codo limpio, y sólo fue frenada por el control policial. Pero Jorge la esperaba, así que la dejaron cruzar las vallas.

—Ella todavía está arriba, Susi —le dijo él.

—¿Pero qué pasó? —Susana se llevó las manos a las sienes—. No puedo creerlo. No está sucediendo.

—Se amasijó sola.

Susana le clavó las uñas en el brazo.

—¿Cómo fue?

—Qué sé yo, flaca —dijo Jorge soltándose—. Escuché un disparo y…

—¿Un disparo?

—Sé cuándo es un disparo.

—Sí, claro, qué tonta.

—Venía de arriba, de la terraza. El disparo, digo. Así que empuñé la .9 mm y me mandé de una.

—¿Tenés un cigarrillo?

—Sí, tomá. La terraza permanecía en orden, salvo la puerta abierta del cuartito de herramientas.

Susana dio una pitada tan intensa que le vino un ataque de tos. Se agarró de Jorge.

—Perdoname.

Jorge le pasó el brazo por los hombros.

—Era tu mejor amiga —dijo.

—La puta madre que los remilparió. Y no lo vi venir. Tendría que haberme dado cuenta.

—Nadie lo vio venir, Susi. Nadie.

Susana se apartó de Jorge. Un escalofrío repentino le hizo decir:

—Quiero verla.

—Escuchame, está laburando la Científica.

—Jorge… —ella lo miró a los ojos—. No me vengas con pelotudeces para los giles. Deciles que me dejen mirar. Vos podés. Quiero verla.

—No te va a gustar, Susi.

Susana respiró hondo. Los senos —duros, erectos— se le marcaron a través del pulóver. Miró a su alrededor y sonrió: las miradas masculinas le devolvieron la certeza de que ella todavía se mantenía en forma.

—Al final me estás resultando medio boludo, Jorge. Ya sé que no me va a gustar. Pero Marta era mi amiga. Mi mejor amiga. Más que mi hermana, te diría.

—Vení a verla cuando la preparen los de la cochería.

—¡Vos no entendés nada, nene! Haceme el favor de decirles que quiero verla antes de que la levanten…

Se detuvo en los ojos de Jorge. Nunca la había mirado así. Una mirada de… ¿hartazgo?

—Como quieras —le dijo él, y se encogió de hombros.

Susana —la boca seca, picazón en la piel, un presentimiento maligno que era como un suspiro en la nuca— sintió que un peso le aumentaba en el estómago a medida que subía por las escaleras.

¿Qué la habría llevado a querer verla? Ni ella lo sabía.

En la terraza, los de la científica se apartaron: la guardia de honor le armaba un camino. Y la luz a través de la puerta abierta le golpeó los ojos, parecía una gelatina en lugar de simple luz.

Lo primero que vio de la muerta fueron los pies. Uno descalzo. Susana se detuvo. ¿Por qué la gente perdía los zapatos cuando le pasaba algo grave? Siempre le asombraba ese detalle en las fotos de accidentes.

Pero qué boluda soy, se dijo, pensando justo ahora en accidentes. Mirá las estupideces que se me vienen a ocurrir.

Y se asomó.

Marta parecía que sólo se había caído. La cara retorcida, la mano izquierda —¡Era diestra!, recordó Susana— crispada, contraída, con el puño preparado para golpear. La mano derecha, la del arma seguramente, descansaba con la palma hacia arriba, como pidiendo limosna. Por más que buscó, no descubrió el revólver. Se lo habrían llevado ya los de Científica. Susana cerró los ojos.

¿Qué hacer? ¿Seguir mirando? ¿Decir algo? Se decidió por lo primero.

Y miró más allá.

La sangre manchaba la estantería. Y lo peor de todo, los sesos desparramados por los estantes: trofeos a la venta de un comerciante del infierno.

Apoyó la mano contra el marco de la puerta. Contuvo una arcada. ¿Decir algo, una oración? ¿Y qué podía decir? No rezaba desde hacía mil años.

fig97

Ilustración: Duende

¿Para qué habré venido?, se preguntó, y volvió a pensar en el impulso loco que la había hecho correr escaleras arriba. Mejor sería que se fuera. Jorge tenía razón: no le gustaba lo que veía. Para nada le gustaba.

Quiso irse, pero su propia mano se lo impidió. Por más que luchara, la mano no cedía, como soldada a la madera del marco. Y ese presentimiento maligno que le suspiraba en la nuca le llenó la boca y se rompió en grito. Un alarido que no era suyo salía de su propia garganta.

Susana perdió el conocimiento.

¿A vos te parece, Susi? Estos hijos de puta te dejaron sola en el sanatorio. Ni rastros de Jorge ni las mellizas ni nadie. Y claro, seguro que ahora te van a echar la culpa a vos por la muerte de Marta. Justo a vos, que siempre te rompiste el culo para mantener unida a esa familia de mierda. Qué puta la vida, ¿verdad? ¿Buscás algo, Susi? No, mamita, no hay ningún parlante. Bueno, lo de «mamita» es un decir. Porque vos jamás vas a tener hijos. Y dale: llamá a la enfermera si querés… Yo después vengo. De ahora en más —y hasta el final, ¿viste?—, de ahora en más, yo siempre voy a estar a tu lado.

Axxón 2013
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