Huesos

Federico Buccino

Argentina

Espero que esta noche la ciénaga no llegue a la tumba; tengo miedo.

Aunque mamá esté muerta, bien muerta.

Como ella siempre decía, soy un idiota y un degenerado. Vivo solo en una cabaña cubierta por el musgo y la humedad de muchos años, a la orilla de este pantano oscuro y mudo. Cómo saber hasta qué punto llega mi idiotez y hasta dónde mi degeneración; sé que soy lo que soy porque mamá me lo repetía constantemente. Ahora está enterrada en el huerto, en ese baldío inútil que la ciénaga inunda cada tanto. Aquel día, el barro verdoso fue fácil de excavar, pero las paredes de la tumba se desmoronaban. La fosa no quedó tan profunda como yo había deseado. Y a veces, en esas noches en que la ciénaga lame el huerto silencioso, me parece ver que los huesos afloran como dientes podridos. Nunca me atrevo a salir para verificarlo. Me petrifico, abrazado a mi vieja hacha como si pudiera ahuyentar el terror. Cuando amanece, después de la crecida, los huesos ya se han hundido y la sepultura se ha cerrado otra vez. La lápida de madera agusanada siempre se inclina; entonces me esfuerzo por enderezarla. Nunca quedo conforme con el resultado.

La muerte de mi madre fue el único hecho notable en mi vida. Bueno, esa y las otras muertes. Porque yo era un asesino, además de «un idiota y un degenerado»; jamás tuve el valor de contárselo a ella. Bordeando el marjal hay un camino de tierra bastante ancho y bien mantenido. No me arrepiento de haber acechado y asesinado a aquellos viajeros solitarios. Después de todo, por qué iba a arrepentirme, si soy un idiota y un degenerado; que no se nos vaya a olvidar, mamá.

No creo que nadie sepa de nuestra, quiero decir, de mi existencia, ahora que mamá se ha ido. El huerto y las dos cabras son más que suficientes para mis necesidades, aunque a veces el cuerpo me pida otras cosas.

Mi madre me enseñó a leer y a escribir. Tal vez anhelaba que yo no fuera tan idiota ni degenerado como ella decía, aunque no dejaba de recordármelo. Nunca supe cómo conseguía la tinta negra ni el papel. Varias veces la sorprendí recolectando unos frutos, esos mismos que, según ella, eran muy venenosos.

Tomo mi hacha y miro por la ventana.

El agua ya está cerca de la tumba.

fig12

Ilustración: Tut

Una vez más se ha frustrado mi esperanza de un sueño tranquilo. Al atardecer se desató una tormenta de relámpagos. Llovió hasta muy entrada la noche. Bajo el bramido de los truenos, la ciénaga creció. Y los huesos —o lo que yo creo que son sus huesos— emergieron para saludarme. Cuando esas flores mortuorias se abrieron, me quedé inmóvil como un muerto, como si ya estuviera junto a mamá, como si me llamara. Las manos se me crisparon sobre el mango del hacha. No pude salir, no pude moverme, no pude escapar. Pero no resistí el impulso de acercarme a la ventana. Y con sólo ver un destello óseo, una mancha blancuzca, quedé clavado al piso de madera. El fuego de la chimenea se fue extinguiendo, y no dormí en toda la noche.

Sólo cuando llegó la mañana me atreví a revisar la tumba. La lápida se había inclinado. Trabajé duro con martillo y cuñas, pero el arreglo no me dejó conforme.

Durante la tarde aceché el camino desierto. El cielo se ha vuelto gris otra vez. Tiemblo al pensar en la noche. Pobre mamá, tendría que haberle contado lo de los asesinatos: se habría alegrado de saber que su hijo era realmente un degenerado.

Esa noche no hubo lluvia. Pero un vendaval cayó sobre el pantano y levantó barro y hojas; una rama pesada se soltó de uno de los árboles y fue a incrustarse en una pared de mi cabaña. Ante el peligro de la lluvia y la crecida, decidí repararla de inmediato, a la luz del fuego. Y fue entonces que hice un extraño descubrimiento. Varias maderas de la pared, al parecer cortadas a propósito, se desprendieron y dejaron a la vista un recoveco. Atisbé el interior pero el viento hacía bailar el fuego y no distinguí nada. Metí la mano lentamente, por si había alimañas. Mis dedos se toparon con un objeto rugoso. Lo rodeé con la mano y tiré; estaba encajado. En el segundo intento salió a la luz.

Lo examiné. Tenía una capa de musgo resbaloso y hediondo. Al limpiarlo un poco, vi que era una caja, una pequeña caja de madera tallada. No había cerradura, sólo una traba metálica enmohecida que me costó abrir.

Cuando logré hacerlo, la tapa se soltó de los goznes y cayó al barro. Me acerqué al fuego para poder apreciar el interior: estaba forrado en cobre, tal vez con la intención de hacer la caja más hermética y aislarla —sin éxito— de la perpetua humedad del pantano. Guardaba unos papeles manchados de moho, muy deteriorados.

Los tomé con cuidado y comencé a desplegarlos. Las hojas parecían estar a punto de deshacerse. Si las hubiera descubierto algunos meses después habrían sido ilegibles. Advertí que los papeles estaban cubiertos de letras diminutas y apretadas, aunque claras y de trazo grueso y negro.

Las había escrito mi madre. Supe, con un estremecimiento que no puedo explicar, que no cabía ninguna duda. Si bien ella me había enseñado a leer y escribir, jamás la había visto tocar un papel. El hallazgo me llenó de aprensión, pero la tentación de leerlo fue irresistible. Las hojas se desgajaban, se descomponían a medida que avanzaba mi lectura.

…ha cambiado, mi hijo ha cambiado. No hay forma de determinar cuándo le llegará esa urgencia horrible que infectaba a su inmundo padre. Qué haré, Dios mío, ayúdame. Sé que jamás te he temido, pero no dejes de oír a esta vieja desdichada e inútil. Cómo lo protegeré de sí mismo. A veces siento el impulso de matarlo, el mismo impulso que sentí hacia su padre, esa bestia. Un hombre como aquel sólo pudo haber engendrado a una criatura envilecida para perpetuar su asquerosa necesidad. Estoy segura. Ese día espantoso en que concebí a….

Había todo un párrafo ilegible o borroneado, aunque —por supuesto— asumo que hablaba de mí.

…sus merodeos son cada vez más frecuentes. ¿Y si decide hacer eso… conmigo? Algo lo detiene, algo lo tranquiliza. Temo que esté saciándose de alguna manera. Por eso me retiré a la orilla de este pantano hace tantos años. ¡Dios, si pudiera matarlo! Pero se trata de mi hijo, por más idiota y degenerado que sea. Qué pasará cuando yo no esté. El látigo y los golpes lo mantienen sometido, pero… ¿hasta cuándo? Rezo para que el Señor me dé fuerzas. Debo dominar a este animal salido de mí. ¡Dios, qué sucederá cuando yo muera! ¡Ayúdame!

Al leer estas palabras comprendí que no había sido necesario ocultar mis acciones. Si ella no sabía que yo era un asesino, por lo menos lo sospechaba. Pero ahora estás muerta, mamá. Y bien enterrada con tu látigo.

Hace dos tardes, cuando estaba recolectando las raíces de la tinta, unos gritos espeluznantes me dejaron paralizada. Atardecía y se veía poco. No pude siquiera saber de dónde venían aquellos alaridos, porque cesaron de inmediato. No hay duda de que ha comenzado. Si no puedo matarlo, por lo menos lo encerraré. Sí, lo encerraré antes de la primavera.

Allí terminaban sus palabras. Pobre mamá, ella no podía pensar en matarme, pero yo sí en matarla a ella. Nunca llegó a esa primavera.

La envenené con raíces de tinta, aunque por ese entonces yo no tenía idea de sus sospechas. Estuvo agonizando durante una semana, intuyendo, sabiendo que su propio hijo la había envenenado. Fingí preocuparme, y cuidé de ella hasta el último instante. Para que se fuera a la tumba con esa terrible duda, con ese peso en el corazón. Me cobré cada golpe, cada latigazo.

Hoy comeré.

A mi manera.

Mi vigilancia dio sus frutos. Cerca del atardecer apareció un caminante con una mula inhumanamente cargada. Parecía borracho: ni siquiera se sorprendió cuando salí de la espesura empuñando el hacha. Se quedó mirándome sin entender. Y nunca entendió, porque le hendí el cráneo de inmediato. Fue difícil sacarle el hacha: había penetrado hasta el paladar. Lo había golpeado con furia: aún estaba indignado por las palabras mi madre, haciéndose la víctima. Maldita.

Lo que siguió fue lo habitual. Me llevé la mula junto con las cabras, arrojé su carga al pantano, arrastré el cadáver del borracho hasta el huerto y lo desmembré: después de tantas comidas, me había puesto hábil en esta tarea —te hubieras sentido satisfecha, mamá, el idiota aprendió solo—. Luego lo devoré. Lo mastiqué con voracidad, sin esa incertidumbre que representaba el peligro de ser descubierto. Después de todo, mamá tenía razón: a sus ojos, yo era un degenerado.

En cambio, hubiera sido un orgullo para los ojos de mi desconocido padre.

Fue la comida más placentera de mi vida.

Tres más. No puedo detenerme, no quiero detenerme.

Anoche, la ciénaga volvió a crecer, y otra vez los huesos —ya no tengo ninguna duda al respecto— salieron a la superficie. Y de tanto pensar en los huesos, se animaron ante mis ojos extáticos, se animaron con movimientos suaves e hipnóticos, para terminar formando un gigantesco brazo esquelético y podrido que blandía un látigo, ese mismo látigo divino con el que mamá esperaba detener mi desarrollo natural, heredado de mi padre. Desperté entre espasmos, bañado en sudor y orina. Fui corriendo hasta la ventana y ahí estaban, esparcidos por el huerto, esperándome.

El alivio que representó saber que había soñado duró apenas segundos: mientras dormía se había desatado otra tormenta de lluvia sucia que me impedía ver la tumba. Casi me alegré: si no la veía, me libraría de su influjo enfermizo, por lo menos esa noche, y podría alejarme de la ventana. Pero no fue así. Si bien la pesada cortina de agua nublaba toda visión, me pareció distinguir una forma humana merodeando la parcela. Inmediatamente los ojos se me llenaron de lágrimas de terror y la piel se me estiró por los escalofríos. Pensé que se me iba a desprender como una mortaja. Grité. Grité y grité, cubriendo el siseo fantasmagórico de la lluvia con mis alaridos. Grité, paralizado e histérico en la oscuridad de la cabaña. No recuerdo más.

Otra comida, la quinta desde la muerte de mi madre. Todos los días el sol intenso cae en el pantano, disipando vapores y secando la tierra. Me siento mejor, sobre todo por las noches. Mamá, no vas a ganarme esta vez.

Dos más: un viejo sacerdote y un mendigo. Temo que el camino deje de ser frecuentado. O, peor aún, que alguien venga a investigar.

Las últimas cuatro noches ha llovido. Duermo durante el día: en las horas de oscuridad vigilo la tumba desde la ventana. Los restos de mi madre ya aparecen por todo el huerto. Aunque no es posible. El cuerpo humano no tiene tantos huesos: yo lo sé mejor que nadie. Pero las sobras de mis comidas quedan en el corral de las cabras —que se han aficionado a los desechos—, así que deben pertenecer a mi madre. Anoche, durante uno de los más terribles paroxismos de la tormenta, volvió a aparecer esa figura espantosa que merodea la parcela. No logro discernir sus rasgos, aunque su contorno es inconfundible. Tal vez todo suceda en mi cerebro —nada deseo más— y sólo se trate de algún animal carroñero. No quiero dejarme vencer. ¡Padre, ayúdame, donde quiera que estés! Cualquier cosa que hayas sido, yo también lo soy: son las palabras de mamá.

Hace ya más de una semana que llueve y no he vuelto a comer. He decidido descubrir quién es el merodeador. Si cae en mis manos, mis tripas serán el final de su camino. Lo odio y me enfrentaré a él. Maldito, y malditos los huesos de mi madre. También me enfrentaré a ellos, voy a recogerlos uno por uno y repartirlos por el pantano. Voy a triunfar para que mi padre esté orgulloso de mí, para que me sonría desde el infierno.

Allí está. ¡Allí está! La forma parece indecisa. Recorre el límite de la parcela, como si no se atreviera a cruzarlo. Algo lo detiene: los huesos. Son los huesos de mi madre los que lo amedrentan. La silueta del merodeador es tan incierta que me aterroriza. ¡Sus ojos! Los he visto. Salgo de la cabaña y me empapa la lluvia pestilente. Camino entre temblores, pero decidido a terminar con todo.

Algo ha cambiado, mi furia se disipa. Me acerco; el agua me corre por la cara, casi no veo. El hacha se me resbala y se hunde en el suelo anegado. La lluvia es como una mortaja acuosa que me ahoga. Caigo de rodillas, pero Él no se aprovecha de mi debilidad: me espera. Con un gesto vago, me anima a acercarme. Me arrastro por el barro verdoso, llorando, chapoteando entre los odiados huesos que parecen querer detenerme. Llego ante Él, y me abrazo a sus piernas.

Y aunque jamás lo he visto, lo reconozco. Sólo me queda aliento para decir:

—Papá.


Teniendo a H.P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, W.H. Hogdson y Cordwainer Smith como autores preferidos, no es de extrañar que la producción literaria de Federico Buccino (Buenos Aires, 1966) esté dedicada exclusivamente a la narrativa fantástica, de horror sobrenatural y de ciencia ficción. El cuento «Ruinas», su primer texto publicado, apareció en Pasajeros en Arcadia, antología que Marcelo di Marco preparó en 2000 para Editorial de Belgrano. En 2004, su cuento «¿Acaso creíste, hijo mío?» fue incluido en la selección de microrrelatos En frasco chico, que Silvia Delucchi y Nomi Pendzik compilaron para Ediciones Colihue. En 2006, su narración «Una mancha más negra que el cielo» fue incluida en Cuentos de la Abadía de Carfax, Ediciones PasoBorgo. Sus cuentos «Huesos» y «Pandemia» se publicaron en Cuentos de la Abadía de Carfax 2 y Cuentos de la Abadía de Carfax 3, respectivamente.

Su primer libro de cuentos, «Silbervogel y otros diez episodios de horror», será editado en breve por Ediciones PasoBorgo de elaleph.com, en formato digital y en papel.

Axxón 2013
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