Sargento Ignacio Cárdenas

Ricardo Giorno

Argentina

El Primer Enfermero tecleó “Sargento Ignacio Cárdenas” y pulsó enter. Mientras aguardaba, miró de reojo la pared cubierta de puertas de acero.

Por una de las puertas apareció un cuerpo tendido sobre una camilla flotante. Un hombre. Aparentaba unos cuarenta años. En el pecho desnudo se leía: “Sargento Ignacio Cárdenas”, y abajo, un número de veinte dígitos.

El Primer Enfermero revisó los terminales de los cables que partían de la cabeza de Cárdenas. Todo en orden.

Caminó, tirando sin esfuerzo de la camilla, hacia la Máquina de Realidad. Se esforzaba por no mirar el espejo que dominaba el cuarto: por ahí espiaban los almirantes. Un fuego en el estómago hizo que rebuscara en los bolsillos. Se tragó dos Enzimex. El alivio fue instantáneo.

El equipo de enfermeros recibió la camilla y, ante el asentimiento del Primer Enfermero, la ensambló a la máquina. Acoplaron los cables de la cabeza del sargento al terminal de inicio. Una vez constatados los signos vitales, el programa que indicaba el cronograma extraoficial comenzó a correr.

Listo: el cobarde de Cárdenas volvía a la vida.

El sargento Ignacio Cárdenas se materializó justo donde todo había empezado.

¡Mil veces parió! —pensó, mientras se pellizcaba—. No se diferencia de la vida misma.

Y le llegó el olor de las alimañas enemigas: el inconfundible regusto a cloaca con esa pizca cítrica que le llenaba la garganta lo previno del acecho del ejército de bichos.

Puta madre, ya están sobre nuestro pelotón.

Se dio vuelta y miró la entrada de la cueva. Antes había sido un solo acto: oler a las alimañas y correr a esconderse. Ahí había sido descubierto murmurando pelotudeces y sin un rasguño, revolcándose en su propio excremento de cagón.

Después de encontrarlo en la cueva lo llevaron a escondidas al Cuartel General. Ahí le contaron que no había sobrevivientes de su pelotón. Le mostraron los cubos de memoria del teniente y de aquel efectivo de Enfermería, cosa de que lo tuviese bien claro: la batalla ya había sido grabada en la Máquina de Realidad, y él no podría mentirles sobre su cobardía. El desarrollo tecnológico del sistema de almacenamiento de memoria había llegado a la perfección.

Que los parió, los cobardes no tenemos futuro.

Luego vino la propuesta: volver a la batalla dentro de la mismísima Máquina de Realidad —y, ahora sí, poner el “cuerpo” y pelearla como un auténtico infante de marina— o ser acusado de desertor. Y ya todos sabían qué les sucedía a los desertores y a sus familias.

Ahora —en el ahora de la realidad virtual, que él no diferenciaba de la vida misma— se reacomodó la bazuca de protones. Esta vez estaba dispuesto a morir, desoyendo una voz interior que le rogaba meterse en la cueva y salvarse.

Al frente, a lo lejos y subiendo una loma, distinguió al teniente: embarrado, avanzaba cuerpo a tierra. Lo acompañaba el nuevo efectivo de Rastreo y, más atrás, la mitad de la tropa. Cárdenas permanecía a cincuenta metros: debía rodear con su propia gente esa misma loma y subir por la otra ladera, para que así el pelotón pudiese atacar desde dos flancos. Se sentía cubierto: lo escoltaban Comunicaciones, Enfermería y, sobre todo, el resto de la tropa de asalto.

Chasqueó la lengua, inspiró hondo y resopló con ganas. Antes de que él pudiera llegar al pie de la loma, las alimañas se interpondrían entre los dos grupos. Sí, sí, esto también lo sabía Cárdenas. Y entonces comenzaría la matanza.

—Son rápidos los hijos de puta —dijo—, ni tiempo para apuntar te dan esos ciempiés.

Comunicaciones asintió en silencio. El diálogo murió ahí.

Serpenteando, el teniente llegó a lo alto de la cuesta. Se levantó y le hizo señas a Cárdenas. Del otro lado, aseguraba el Cuartel General, se encontraba un nido. Pero no cualquiera: esperaban encontrar el nido.

El sargento Cárdenas se rascó la nariz con la mano libre y miró de nuevo hacia el teniente: les había tocado un Rastreo joven, inexperto, recién egresado de la Academia. Un pendejo que sólo se dedicaba —como ahora, según se advertía a la distancia— a mirar los aparatitos, esos chiches que te provee el Almirantazgo, y que por sí solos no sirven para una mierda. Ignacio Cárdenas le había suplicado al teniente que no se llevara a ese Rastreo novato, más conveniente en la retaguardia, a su cuidado y entrenamiento. Sí que se lo había dicho. Pero el teniente, cabeza dura, creía en los mapas térmicos que suministran los satélites. Y ahí, en esos diagramas, había salido clarito una enorme actividad subterránea: bichos yendo y viniendo, más movedizos que aracnoides de Klendatu. No quiso saber nada cuando Cárdenas le dijo que no se desprendía monóxido de carbono de los respiraderos. Cuando le dijo que le parecía raro que, a pesar de tantos bichos pelotudeando bajo tierra, no se percibiera un carajo de monóxido en las chimeneas del supuesto nido. En suma, el teniente no le dio bola. Lejos de eso, enloqueció cuando le cayó la ficha:

—¡Vamosa capturar el nido mayor, sargento! —le había dicho—. ¡Vamos a salir en los libros!

El hedor arreció. A Ignacio le temblaron las piernas. Se meó encima. ¡Y qué carajo le importaba a él figurar en los libros! Iba a morir en batalla, definitivamente, lo tenía decidido. Ya no había vuelta atrás.

A pesar de que sabía que iba derecho a una emboscada, siguió el plan del forro del teniente. Tenía que seguirlo. Se lo repetía una y otra vez, hasta deletrear las palabras: debo-seguir-el-plan-del-forro-del-teniente. De lo contrario escupirán mi tumba, mis hijos cambiarán de apellido, mi esposa no cobrará la pensión.

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Ilustración: Pedro Belushi

El cubo de memoria que seguramente el cuerpo de Cárdenas tendría implantado —tendido ahí, en la sala de la Máquina de Realidad—, debería grabar toda la acción. Vaya uno a saber por qué el Almirantazgo lo quería de esa manera. Pero él, en el fondo, agradecía la oportunidad de redimirse.

—Es que los cobardes —y se sorprendió de pensar en voz alta— son la escoria de la Infantería de Marina —quedó en silencio un instante—. ¡Eso debe ser! —Se dio una palmada en la frente—. ¡Desean ayudarme a limpiar mi nombre!

Comunicaciones se sobresaltó.

—¿Se encuentra bien, sargento?

—Y claro —continuó Cárdenas, sin escuchar al otro—: el compañerismo, el nombre de la Armada, están por sobre todas las cosas.

—¿De qué habla, sargento? ¿Pasa algo?

—No, boludo —Cárdenas sonrió y siguió caminando—. Necesito al Armero.

—¿Ahora quiere cargar la bazuca? ¿Tan pronto? Es prematuro. No llegamos siquiera al pie de la loma, y los mapas dicen que las alimañas nos esperan del otro lado. Le va a llegar caliente el arma, sargento, si la carga ahora.

Pero ¿cómo ese pedazo de imbécil no se daba cuenta del olor?

¡Están aquí! Pronto van a salir del suelo y nos van a coger a todos.

Ya que había elegido morir en el enfrentamiento, se quería llevar algunos bichos con él. La falsa adrenalina que le suministraba a full la Máquina, surtía un efecto de invulnerabilidad que Cárdenas sabía doblemente falso.

—Sí, quiero al Armero ahora. Apurate.

El tufo insoportable hizo que deseara que esto no le estuviese pasando. Pero se mantuvo firme: había sido ese mismo hedor el que lo hizo correr y esconderse en la cueva, aquella primera vez.

—Llenala —ordenó Cárdenas no bien el Armero llegó.

—Pero, señor…

—¡Cargala al mango, carajo!

El clic de la bazuca al armarse le martilló los oídos como la mejor canción de rock. Justo cuando la primera alimaña se desenterró de improviso.

—¡Tomá, puto!

Pronto fue un hervidero. Las alimañas desmembraron a unos pocos soldados y cargaron contra Ignacio.

Y el arma escupió de lo lindo. Fresquita y recién cargada. Y Cárdenas se gozó en la destrucción.

—¡Repliegue! —bramó, y les ordenó a sus piernas agarrotadas que se moviesen—. ¡Nos juntamos con el teniente!

No podía saber lo que estaba haciendo el teniente, esa parte era nueva para él. Supuso que contraatacaría.

—¡Sargento! —oyó una voz a su espalda— ¡El teniente tiene trabada la bazuca!

¡Así que eso era lo que había pasado!

—¡Pelotudo! ¡Decile que tire con cualquier cosa!

Una sola bazuca. Un imán irresistible para esos bichos de mierda.

Cárdenas retrocedía volteando cuerpos, quemando antenas, reventando aguijones. Pronto se dio cuenta de que no sentía miedo, de que su huída a la cueva le parecía lejana, de otra vida. Quiso ganar la batalla a toda costa. Se aferró a la bazuca. Pero los bichos eran demasiados: las armas convencionales sólo atrasaban lo inevitable.

Y lo inevitable por fin llegó. Detrás de una figura calcinada, un bicho conocido y a la vez odiado asomó su cabeza. De los costados surgieron unas cilias que le perforaron el chaleco a Ignacio.

Un fuego corrió desgarrándole las entrañas. Imposible soportarlo. Las piernas no le respondieron y cayó al suelo. Otro soldado alzó la bazuca. Lo dejaron solo.

Cárdenas tragó cuatro tabletas de analgésico instantáneo. Inútil, el dolor no cesaba. Gritó. Quiso ponerse en pie, no pudo. El fuego interno le consumía los huesos.

Pero él había elegido este padecimiento por sobre la puta inyección indolora. Lo había conseguido.

Justo antes de morir, cerró los ojos.

Ya no seré llamado cobarde, pensó como en un delirio.

Un almirante y su vice dejaron de mirar las pantallas, que ahora sólo mostraban los signos vitales de Cárdenas. A través del ventanal, vieron que el sargento aún permanecía sobre la camilla.

El Primer Enfermero le desconectó los cables de la cabeza y, luego de una impecable trepanación, le extrajo un bulto de la base del cráneo. Depositó el bulto, que tenía forma cúbica, en una bolsa plástica y la selló. Los signos de vida en las pantallas del almirante y del vice marcaron cero.

El equipo de enfermeros rodeó la Máquina de Realidad y desacopló la camilla flotante. Sin esfuerzo, deslizaron el cadáver fuera del cuarto.

—Y bien —le dijo el almirante a su vice—, espero sus conclusiones.

—Las acusaciones internas de deserción y traición a la patria —dijo el otro, hojeando sus apuntes— ya deben ser desechadas. Destruidas, mejor dicho. Propongo, a cambio, la Cruz al Valor.

—De acuerdo. Destrúyase entonces el cubo de memoria original del sargento Cárdenas junto con los de toda la Compañía —el almirante pulsó una tecla. Desde la pared se deslizó una bandeja: traía el cubo, que depositó sobre el escritorio—. Quédese el actual como muestra de lo sucedido.

El vice tomó la bolsa y la sumergió en una batea con un líquido viscoso y transparente. La bolsa plástica se disolvió.

—El cubo está listo para ser copiado, mi almirante.

Los dos salieron del lugar, sonrientes.

—Una copia de lo más relevante de la batalla irá para la prensa —ordenó el almirante.

—Correcto.

—Y me la acompaña con algún comunicado que explique el tiempo transcurrido desde que se perdió contacto con el pelotón…

—…hasta el “hallazgo accidental” del cubo dentro de las tripas de una alimaña —completó el vice.

—Correcto. Y otra copia, completa claro, para la ministra de guerra: no tenemos el mínimo interés en que la democrápula piense que hay desertores en la Armada, ¿cierto?

—Cierto, almirante. Lo principal es mantenernos unidos.

El almirante dejó de sonreír.

—Lo principal… —dijo—. Lo principal es que no nos corten el presupuesto.


Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2.

Axxón 2013
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