Cuento de papel y tinta azul

Diego Moreno

Colombia

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Ilustración: Pedro Belushi

Qué dilema, pensaba Marcos, buscando una banca en el parque para sentarse a escribir. Si en el final condenaba a muerte al protagonista, el juego se le complicaba. Las hojas secas crujían bajo sus trajinadas botas y cada paso reforzaba su indecisión.

Ya ubicado a gusto y raspándose el cráneo con las uñas, advirtió que siempre le ocurría lo mismo: se envolvía tanto entre naufragios metafísicos que en la más mínima decisión sobre la suerte de alguno de los personajes se jugaba su propia vida. Lo abrumaba la certeza de que ese mundo paralelo, la literatura, escapaba de sus límites de papel para apuñalar este otro mundo.

Pero, en algún rincón de este mundo, él ahora se descubría concentrado en el silbido de aquel helado viento de otoño que quemaba su piel. Oyó también los millares de aplausos que le brindaban los ombúes con el batir de sus ramas. Sonrió: por primera vez en su vida se imaginó ovacionado, el actor principal. ¿De qué? Carecía de importancia.

Su reloj de pulsera marcaba las quince y cuarenta y tres, y el tímido sol le lanzaba un guiño que lo invitaba a seguir disfrutando de una tarde fuera de casa. Aceptó la invitación y se dejó capturar de nuevo por el cuento que horas atrás había empezado a escribir.

Con la libreta abierta sobre sus piernas, percibió la vibración del celular en el bolsillo del pantalón.

En la pantalla titilaba número privado. No quería hablar con ningún desconocido. Dudando, lo dejó vibrar unos segundos. De pronto se le ocurrió que podría tratarse del editor de alguna de esas revistas baratas en las que escribía ocasionalmente. Y él andaba urgido de dinero.

Cerró la libreta y contestó.

—¿Marcos? —dijo una voz de hombre.

—¿Quién habla?

Con la comunicación entrecortada y ruidosa, logró identificar la voz de su tío. Se pasó el aparato de un lado a otro intentando escuchar mejor, pero una algarabía de fondo se lo impedía. Entendía muy poco, algo así como que su ciudad —a doce mil kilómetros de distancia— estaba sufriendo un… ¿un bombardeo?

—¿Qué? No oigo nada. ¿Bombardeada, me dice?

La llamada se cortó abruptamente. Marcosintentó comunicarse de inmediato. Probó sin éxito con números de familiares y conocidos: todas las líneas parecían bloqueadas. Se levantó y dio un par de pasos en círculo, pensativo. Con la cabeza gacha y mordisqueándose el pulgar, buscaba una explicación coherente entre cientos de ideas que se mezclaban. Insistió con su teléfono una y otra vez. No había caso.

Se sentó y respiró profundo. Vio su libreta en el piso y no le importó.

Al otro extremo del parque, algunos niños se jugaban la vida detrás de una pelota. En ellos, Marcos veía a los niños de su ciudad huyendo de bolas de fuego que los perseguían sin razón alguna. Imploraban cualquier explicación, al igual que él, y no hallaban respuesta.

Abstraído, perdido en incertidumbres, levantó la libreta y se dio a escribir compulsivamente. Plasmó un par de frases sin sentido, que luego se fueron aliando para dar forma al relato.

Como en la mayoría de sus cuentos, llovía. Al tiempo que él arrojaba palabras de tinta azul sobre el papel, baldazos de agua caían de las nubes y la ciudad narrada sucumbía.

A miles de kilómetros, la suya también sucumbía: imaginaba proyectiles que diluviaban desde el cielo, explotaban y arrasaban todo al encontrar asfalto. Seguía escribiendo sin pensar. Imágenes confusas rondaban por su cabeza: lluvia, estallidos, su gente, la del cuento, el cemento y el papel. El olor a pólvora y a sangre que se colaba por sus narices.

Las palabras cada vez llovían con más fuerza: de las letras lloraban chorros que humedecían la hoja. Marcos escribía con rabia, desespero. El agua derretía la tinta, que ahora resbalaba por paisajes blancos y encontraba barriguitas azules que también se disolvían. Las letras se fusionaban, se adherían, se confundían con otros signos… y las palabras, con otros gritos, otros llantos. Todo se convertía en pequeñas manchas que se ligaban a otras manchas, se aliaban o rechazaban en sombras, bosques espesos, almacenes, edificios, niños, gente de todo tipo, terrenos baldíos. La tempestad, la pólvora, la tinta y los lamentos dibujaban otro mundo que quizás él conocía.

Seguía escribiendo sin parar. En un espacio en blanco, arenas movedizas se tragaban el agua, las letras, los gemidos. De pronto, la pluma empezó a hundirse en el pantano. Luego los dedos, despaciosos, fueron penetrando las entrañas de la hoja. Succionados casi con ternura, manos y brazos se sumergieron mansos, al igual que el resto del cuerpo. Marcos se entregó sumiso a la tibieza, resbalando hacia la oscuridad. Un fondo negro lo abrazó.

Pretendió moverse y, entonces, se supo atrapado. Inmóvil, momificado durante largos minutos, quizás horas, respiraba lentamente para conservar la calma, sin buscar explicación de nada. Vaciaba su mente enfocándose en el leve murmullo de la lluvia, percibiendo cómo disminuía hasta silenciarse.

De pronto, lo aturdió el chirriante aullido de un avión. Logró abrir los párpados, pegados por el fango. Un rayo de sol taladró sus pupilas. Segundos después se adaptó a la luz y se vio cubierto por un barro seco y duro, que ahora cedía, liberándolo de a poco.

El terror cobró la forma de aviones que atravesaban el cielo lanzando proyectiles.

Pudo liberarse, se levantó de prisa y miró a su alrededor, confundido, ese mundo teñido de azul intenso. El fuego se elevaba en medio de las ruinas y densas nubes de humo se tragaban todo. Marcos, sin entender, se quedó paralizado, hasta que una explosión lo sacudió y lo obligó a correr y refugiarse.

Corrió entonces por una calle blanca manchada de azul. Huía sin saber adónde, entre casas destruidas, intentando reconocer la de sus padres. En cada cruce se desviaba sin rumbo. Charcos de un espeso líquido inundaban todo. Identificó palabras de su propio texto pintadas en el asfalto y pasó sobre ellas sin siquiera detallarlas.

El ruido de los aviones lo acechaba y él seguía huyendo empapado en sudor y lodo y cada vez con menos aire. Anhelaba alguna presencia humana en la cual buscar explicación, complicidad. Sin embargo, transitaba una ciudad desierta, ni un alma se cruzaba en su camino: de los rincones le llegaban lamentos y alaridos sin rostro. Todo temblaba al ritmo de las explosiones, se desplomaba el mundo. El humo y el hedor a muerte lo asfixiaban. A lo lejos, los perros no paraban de ladrar.

Entró en un camino de piedra angosto y demarcado por una hilera de enormes pinos que repelían la luz del sol y perfilaban una amenazante sombra que se hacía interminable. El universo ondulaba como una hoja al viento.

Al fin el camino terminó y Marcos remontó una colina cubierta de pasto y eucaliptos azules y algunas letras suyas que se habían salvado. El fuego se extendía y los aviones y las explosiones sonaban cada vez más cerca.

Al correr, sus zapatos dejaban pinceladas de tinta deslizándose sobre un fondo blanco. Sus brazos se agitaban en un vaivén desesperado. Luego de infinitas horas lo frenó el borde de un abismo. Un fondo oscuro podía divisarse en lo profundo. Intentó saltar para refugiarse en aquel infierno negro y no pudo: una fuerza desconocida lo anclaba, no lo soltaba. Retrocedió unos pasos, se impulsó y trató de lanzarse de nuevo, pero cayó otra vez en el punto de partida, como si estuviese atado a un resorte. Sus pies se encontraban fusionados a ese mundo. Los aviones se acercaban más y más. En la distancia, los gritos se iban apagando. Se agudizaban la soledad y el miedo.

Agobiado, Marcos se agachó y permaneció allí, la cabeza oculta entre sus rodillas. Con las yemas de los dedos percibió en el piso una textura extraña. Al presionar y pellizcar sutilmente, advirtió que se arrugaba con facilidad. Entonces, lo siguió arrugando bajo sus pies. Fue contrayendo el enorme pliego blanco manchado de azul. Levantó la mirada y vio cómo se iban deshaciendo los pinos, los restos de los muros que aún quedaban en pie, los postes de luz, las callecitas. Se ahogaron los últimos ladridos.

Rápidamente construyó una gran bola. «Una bola de papel», pensó de prisa, pero los estallidos no le dejaban más tiempo. Más allá del límite del pliego manchado de azul, alcanzó a divisar el respaldo de la silla del parque y el verde follaje. Abajo, una profundidad incierta lo esperaba.

Arrugando los últimos metros, notó que sus pies también se replegaban. De a poco, Marcos se fue haciendo parte de aquella esfera enorme, hasta quedar sumido en las tinieblas…

… Y una vez más ese universo negro.

De espaldas al abismo, como pudo, encogió las piernas, se sacudió violento y se lanzó al vacío.

Escapó.

Días después, sentado en una banca de cemento y añorando el batir de los ombúes, espera su muerte entre barrotes, condenado por devastar una ciudad entera.


Diego Moreno nació en Medellín (Colombia) en 1975.

Actualmente vive en Buenos Aires y, desde el año 2010, asiste al taller de narrativa de Marcelo di Marco.

Es historiador y candidato a Magister en Filosofía e Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Sus investigaciones combinan el lenguaje escrito con el lenguaje visual: se desempeña también como fotógrafo documental y artístico.

En Colombia hizo parte del taller de narrativa del escritor Mario Escobar Velásquez y fue guionista y coordinador del programa literario «Palabra viva», de la Emisora Cultural Universidad Nacional de Colombia.

Actualmente trabaja en su primera novela.

Sus ensayos, cuentos y fotografías han sido publicados en libros y revistas como La Gazette des Arts, Palabra viva, Cuadernos libres, Las Ciencias Humanas a debate y la gaceta del Museo Argentino «Bernardino Rivadavia».

Esta es su primera participación en Axxón.

Axxón 2013
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