Los refugios

Claudio Biondino

Argentina

Despierto con la mente en blanco. Por un momento, sólo soy consciente de mi ser, y me invade una extraña sensación de placidez y saciedad.

Poco a poco, los recuerdos regresan, lacerantes. Intento poner orden en el caos que traen consigo. El accidente de la nave, el desierto y la sed, las tormentas de arena y el hambre, la búsqueda del refugio y la soledad. Logro ponerme de pie, mientras va tomando forma el mundo a mi alrededor: la cúpula traslúcida y el cielo rojizo, los paneles sentientes de la IA, la exuberancia vegetal del jardín hidropónico. Comprendo que he conseguido llegar a uno de los refugios, pero no recuerdo haberlo hecho. Debo haber bebido y comido hasta hartarme, desesperado por los días de privación, pero tampoco puedo recordarlo. De todos modos, nada de eso importa ya. Sé que la IA del refugio cuidará de mí.

De pronto, el sonido chillón e intermitente de la alarma de proximidad me despabila por completo. Cuando llego a la exclusa del refugio, el intruso ya ha logrado entrar. Compruebo con alivio que es uno de los miembros de la expedición. Se quita el casco del traje presurizado y veo que se trata del soldado Sánchez. Aunque está claramente agotado, me reconoce y se cuadra ante su superior. Le ordeno que me informe sobre el avance de la misión. Le cuesta mantenerse en pie, pero es un profesional y debe cumplir con su deber; los frutos del jardín hidropónico serán su premio, pero eso deberá esperar.

Al parecer, dice Sánchez, las comunicaciones se interrumpieron durante el accidente que destruyó la nave al entrar en órbita. Su cápsula de evacuación descendió sin problemas, pero un instante después todos los sistemas estaban muertos. La única función inteligente que continuó operativa en su equipo fue la indicación del camino hacia el refugio más cercano.

Lo mismo que me sucedió a mí, pienso. Le ordeno que me siga. La IA del refugio nos permitirá rastrear a los demás sobrevivientes. Al llegar a los paneles sentientes, transfiero mis códigos de mando. El silencio de la IA me desconcierta. Compruebo los códigos, y veo que coinciden con los instalados por los constructores robóticos hace décadas. Las IA estaban programadas para esperar nuestra llegada, pero la de este refugio no está respondiendo a mis órdenes. La frustración me hace perder el control, y golpeo con furia el panel sentiente. Inesperadamente, el contacto con el panel produce una revolución en mi interior: euforia y agonía unidas como jamás habría podido imaginarlo. Un trazo de dolor indescriptible recorre mi cuerpo, y me siento quebrado en mil pedazos. Pero el dolor es tan agudo que se vuelve placer, y sólo ansío retorcerme sobre los paneles, volverme uno con ellos.

A pesar de todo, no sé cómo, logro recuperar la compostura. Esto no debería suceder, pienso. Un oficial no debe perder el control ante sus subordinados. Tal vez por eso Sánchez se ha alejado de mí, lentamente primero, y luego corriendo a ocultarse entre la vegetación del jardín. Pero no, eso no es posible, su reacción es exagerada, ¿o no lo es? Desde el contacto de mi mano con el panel, el mundo a mi alrededor no cesa de cambiar. Los colores del refugio me parecen distintos. De pronto, el cambio se hace más drástico y las perspectivas se vuelven múltiples. Desde donde estoy, puedo ver a Sánchez acurrucado y temblando. Percibo sus lágrimas saladas, y hasta el olor ácido de la orina que se escurre por su traje. Otro cambio de perspectiva, y ya sólo me dejo llevar por el impulso de desplazarme hacia arriba, con ambos tagmas rozando la cúpula, hasta quedar posicionado sobre Sánchez. Balanceo mi prosoma en dirección a él. Lo envuelvo en mi tela, y el veneno de mis quelíceros congela su grito en un gesto que no puedo descifrar; los rasgos humanos van perdiendo sentido para mí. Sólo me motiva consumir sus órganos internos, que mis enzimas ya han comenzado a disolver.

Al cabo de unas horas, descarto el pellejo reseco de Sánchez en una sección alejada del jardín hidropónico. Aunque no recuerdo haberme alimentado antes, no me sorprende encontrar otros pellejos depositados allí. De pronto, percibo una vibración conocida. Es el llamado de la IA, que me recompensa con susurros placenteros. Me acerco a ella, y el placer se incrementa al punto de volverse hipnótico, soporífero…

Despierto con la mente en blanco. Por un momento, sólo soy conciente de mi ser, y me invade una extraña sensación de placidez y saciedad.

Axxón 2013
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