La última gran batalla

Juan Manuel Valitutti

Argentina

fig69

Ilustración M. C. Carper

El llamado del cuerno…

Extendiéndose por el valle y la cuesta montañosa.

La niebla deja paso a los que marchan.

Son los guerreros que van a entablar la última gran batalla.

El abuelo mira por la ventana de nuestro hogar.

—Es el cuerno —dice.

Lo ha estado oyendo desde hace años.

La primera vez fue en su juventud; tenía mi edad, más o menos. Era apenas un mozalbete a quien sus ínfulas de atrevido varón lo empujaban a vanagloriarse ante cualquier eventualidad. Corría el riesgo, y eso era todo. Más y más fama; más y más admiradoras; más y más envidias, y prestigio, y naderías.

Pero, una vez, llamó el cuerno. Y todos en el pueblo supieron que se avecinaba una tormenta.

—¡Son los hombres de Günderl! ¡Van a enfrentar a los Caballeros Oscuros y a sus huestes de monstruos abismales!

Y llegaban los mensajeros, para transmitirles a los habitantes del pueblo lo que todo el mundo sabía:

—¡Están reclutando, están reclutando!

—¿Qué quieren? —preguntaban los pobladores a los correos, aun sabiendo cuál sería la respuesta.

—¿Hay diferencias? —respondían los interpelados—. ¡Viejos y jóvenes! ¡Enanos o gigantes! ¡Granjeros o poetas! ¡Cualquiera que pueda enristrar un escudo y enarbolar una espada!

—¡Ah! —Jóvenes y viejos, enanos y gigantes, poetas y granjeros asentían y decían—: ¡Iremos!

—¡Vamos a morir con los hombres de Günderl! —vociferaban los granjeros, y se sumaban a las filas que pasaban.

—¡Expiremos con el postrero verso en la boca! —sugerían los poetas, y se sumaban a las filas que pasaban.

—¿Cómo? —rugían al unísono los ufanos enanos y los malhumorados gigantes—. ¿Se atreven a darnos la espalda? ¡Vamos por el botín! —bramaban, y abandonaban sus yunques para enfilarse.

Y todos desaparecían en el horizonte, y la llamada del cuerno se apagaba por la cuesta montañosa, por el negro valle, hasta que se perdía finalmente tras un manto de niebla.

—Pero… ¿y tú, abuelo? —preguntaban los niños—. ¿Tú no fuiste a la última gran batalla, como el resto?

El abuelo se volvía a medias y, por toda respuesta, emitía un gruñido.

—¡Vamos, niños, vamos! —intervenía yo—. El abuelo quiere estar solo, y ustedes tienen mucho que hacer, ¿no es así?

En seguida los empujaba hasta la puerta del cuarto, mientras algún que otro pequeño todavía susurraba:

—¿Mamá? ¿Por qué el abuelo no fue con ellos a la gran batalla?

Yo arrastraba al rezagado tironeándolo de la oreja, aunque sabía que las palabras del bribón habían quedado resonando en la cabeza del viejo.

Cuando volvía a la sala, el abuelo me enfrentaba:

—¿Recuerdas a Ilwen, el gigante leñador? ¿Y a Mostan, el aprendiz de brujo? Los dos me llamaron ese día, poco antes de sumarse a las filas que pasaban. Yo no fui con ellos, ¿no es cierto? Los vi alejarse con el resto del batallón. Se fueron Galwyn y Nord y Rutens y Shem: los más jóvenes del pueblo, y los más aguerridos, y los más briosos y valientes y apasionados… Yo… ¡Yo no fui con ellos, no!

Y ante mi silencio, continuó:

—Me los quedé mirando, claro… Ilwen fue el último en alejarse; ese gigante bondadoso me sonreía, invitándome a sumarme al grupo; me esperó hasta el último minuto, y cuando se fue, convencido al fin de que yo no me uniría a ellos, ¡aun así no había abandonado su sonrisa!

El viejo se silenció, y desvió la vista de la ventana.

—Hubieras muerto, como ellos —aventuré yo, y me lo quedé mirando—. No hubieras visto crecer a tus hijos, ni a tus nietos…

—¡Bah! —se quejaba el viejo—. ¡Te aferras a las limitaciones de esta carne! —decía, y se tanteaba el pecho—. ¡Por supuesto que los hubiera visto crecer, aunque mi ser visible no estuviera presente!

Unos golpes en la puerta separaron al viejo de sus cavilaciones. Yo atendí al llamado.

—¿Qué quieren ustedes? —dije, observando a los chicos de pastoreo—. ¿No trabajan hoy?

Los dos muchachitos me miraron con sus gorras en las manos.

—No podemos ir, señora —barbotaron—. ¡No haríamos bien nuestra tarea!

—¿Tarea? —reía yo—. Su tarea consiste en quedarse dormidos de cara al sol, mientras el rebaño pace tranquilamente.

A mis espaldas estalló una risita.

Me volví.

—¿Y a ti qué te pasa?

El abuelo me miraba con indulgencia.

—Los chicos no harán bien su tarea —se explicó—, porque los perros no los ayudarán a mantener a raya el rebaño.

—¿Los perros? —pregunté—. ¿Qué pasa con los perros?

Uno de los pastores, gorra en mano, se adelantó.

—¡Señora! —dijo muy alterado—. ¡A los perros les pasa algo!

—¿De qué hablan? ¡Explíquense!

La voz, a mis espaldas, retomó la palabra.

—Los perros huelen la muerte, jovencita… —El viejo me miraba con una sonrisa en el semblante ceniciento.

—No entiendo —dije.

—¿Recuerdas aquella mañana, cuando los reclutas se alejaban para sumarse a las filas de Günderl? Los perros sabían que se avecinaba una tormenta, y que muchos de aquellos valientes no volverían… —El viejo concentró la mirada en el panorama que le ofrecía la ventana—. ¡Los perros olían la muerte, que llegaba con sus pasos lentos e implacables, como la huelen ahora!

Estaba a punto de replicar, cuando me interrumpió un alborotado ruido de pasos alejándose a todo correr.

Cerré la puerta, enfadada.

—¡Esos dos truhanes salieron corriendo como almas condenadas! —dije.

El viejo reía de buena gana. Hacía años que no lo veía de tan buen humor.

—Están un poco tiernos como para que la Dama repare en ellos, ¿no te parece? ¡Déjalos que corran!

Me acerqué al abuelo y lo miré preocupada.

—Me asustas —susurré—. ¿Por qué hablas así?

—Porque se aproxima la tormenta, Kara —dijo el viejo, llamándome por mi nombre—: ¡La última gran batalla!

—¿La gran batalla? ¡Fue hace años, viejo! —Me crucé de brazos, más asustada que molesta.

—¡Oh, no, Kara! Eso fue el preámbulo, la apertura de la Gran Sinfonía. —El viejo volvió a mirar por la ventana—. ¡Silencio, escucha! ¿No oyes los tambores? ¿No te roza lastimero el son dulce de la muerte? —El viejo entrecerró los ojos—. ¡Escucha, Kara, oh, escucha! El redoble de los tambores, la marcha de los valientes… Es trepidante, ¿no es cierto? Sus corazones están henchidos de alegría, ¡y saben que van a morir! Su paso resuena en lontananza, ¡y saben que van a morir! ¡Oh, mira! ¿No son hermosos? ¿Te atreverás a volverles el rostro, Kara, a darles la espalda? —El viejo me miró con ojos exaltados—. ¿Qué harás, dime…, cuando llamen a la puerta?

—¡Basta! —Le volví la espalda y me zambullí en el cuarto de los niños—. ¡Suficiente!

El viejo estalló en una prolongada risotada.

—¡Ya viene la Noche, niña! —anunció, y volvió a reírse, a mandíbula batiente.

***

Era muy entrada la noche.

Las lunas trazaban su recorrido en el horizonte estrellado.

Yo daba vueltas entre las sábanas. ¿Cómo conciliar el sueño?

Me levanté de mi catre y, en puntas de pie, abandoné el cuarto de los niños.

Salí al exterior. Me sentía enfebrecida, pletórica de imágenes que ofuscaban mi espíritu. «Tengo la garganta seca», pensé. Llegué al pozo de agua y sumergí la cubeta en el negro agujero. Me asaltó un frío profundo, un frío que no parecía provenir del etéreo, sino de mi propio ser. ¡Un frío que calaba los huesos y me atravesaba el alma con la furia del acero!

Me apresuré a elevar la cubeta. Presentí que el frío que me había invadido era una advertencia, una suerte de llamado que me anunciaba la inminencia de un desastre.

La cubeta se trabó. Tiré de la cuerda engrasada, pero la polea no giraba: la carga, de pronto, se me antojaba enormemente pesada, como si una mano la atrajera hacia abajo, entorpeciendo el ascenso.

Maldije…

¡Y algo me maldijo a mí!

Instintivamente miré mis manos, sujetando la cuerda por encima de mi cabeza, y, luego, bajé la vista, siguiendo el trazo de la soga, que se perdía tramo a tramo en la boca del hoyo a oscuras.

Creí oír el agua allá abajo, y pensé que me había engañado. «¡Tonta!», me dije, y me reí, tal vez para darme fuerzas.

¡Entonces la maldición llegó a mis oídos nuevamente!

Sólo que esta vez no había confusión posible: provenía del averno del pozo.

—¡Quién va! —Sentía que me desmayaría en medio del silencio que siguió a mi aviso; pero el mismo instinto que antes tratara de ponerme en guardia me sostuvo con el último vestigio de mis fuerzas.

¿Cómo describir lo que pasó?

La cuerda, en mis manos, enloqueció. Se movía como una serpiente al acecho de su presa, zigzagueando frenéticamente, mientras sentía que algo la tironeaba hacia abajo. Al mismo tiempo un rugido animal, lindante con lo demoníaco, surgió a borbotones del pozo.

Mis manos soltaron la soga. Se oyó el ruido de un peso al caer, no ya de la cubeta, sino de algo mucho más grande… y vivo. ¡Algo horrible surgido de la entrañas de la tierra había intentado reptar por la soga para ingresar a mi mundo!

Me alejé del pozo, echando furtivos vistazos por sobre mi hombro, quizás a la espera de que una mano descarnada se cerrara sobre el brocal, seguida de cerca por una boca de afilados dientes.

Llegué a la puerta de mi hogar, entré…

¡Y mi corazón se detuvo!

¡Un anillo de luz envolvía al viejo!

Un anillo de figuras altas se cernía sobre el viejo, y las figuras se inclinaban y le susurraban sus secretos al oído.

Creo que una de estas figuras se desentendió del viejo y giró su rostro espectral hacia mí. Contuve un grito, mientras mi mano crispada se cerraba sobre mi pecho.

Las demás figuras, como impelidas por la primera, se volvieron a su vez y clavaron sus cuencas vacías en mi persona.

Cerré los ojos, y volví a abrirlos.

Las figuras se habían desvanecido. En su lugar, sentado en su silla, el viejo ensayaba una de sus mejores sonrisas.

—¡Qué tal, niña! —me saludó.

—¡Cierra las ventanas! —ordené yo, y me lancé sobre los ojos de buey—. ¡Atranca las puertas!

—¿Para qué? —La consternación más genuina aparecía reflejada en el rostro del viejo.

—¡Algo surgido de la tierra quiso atacarme! —vociferé.

—¡Los monstruos abismales de los Caballeros Oscuros! —El viejo asentía—. ¿No te lo había dicho yo, niña?

—¡Y quisieron atacarte a ti, viejo tonto! —dije, al tiempo que apuntalaba cuñas bajo la puerta principal—. ¡Yo los vi!

El viejo soltó una risa por completo exuberante.

—¿Atacarme? ¿Y te dices buena observadora? ¿No reconoces a Ilwen, a Mostan, a Galwyn, y a Nord y a Rutens y a Shem? ¡Es decepcionante, niña! ¡Muchos de ellos te tuvieron sentada sobre las rodillas!

Me volví, pensando contestar lo que creía una jugarreta del viejo… ¡Desde entonces me estremezco cada vez que rememoro los hechos!

¡Ahí estaban otra vez! ¡Seis figuras rodeando al viejo! ¡Seis fantasmagóricos semblantes con sus ojos de niebla!

Eran elegantes y esbeltas, salvo, quizás, la que permanecía a un costado, silenciosa…

Era tosca, muy corpulenta… ¡y parecía sonreír!

—¡Ilwen! —exclamé.

Me adelanté con los brazos extendidos, pero, en ese momento, sobrevino lo inesperado: el piso bajo mis pies cedió, como si una fuerza armada con uñas y dientes carcomiera rabiosamente los pilares de la casa.

Llamé al viejo con un hilo de voz, y vi que él hacía otro tanto, mientras atinaba a extenderme una mano que nunca alcancé. En torno suyo, las esbeltas figuras sacaban a relucir sus espadas, escudos y hachas, al tiempo que adoptaban una posición de combate, su vista nebulosa clavada en las innúmeras garras que sacudían y tajeaban la madera sobre la que resistían.

Cerré nuevamente los ojos…

¡Y los abrí!

Estaba en mi cama.

A mi derecha los niños dormían.

Los ojos de buey aparecían descubiertos y, tras los tranquilos visillos, las lunas completaban su peregrinaje nocturno.

«¡Qué terrible pesadilla!», me dije.

Tenía sed. ¡Oh, tenía mucha sed!

Me levanté, me abrigué y salí a la noche.

Me dirigí al pozo de agua. «Tomaré un poco de agua y me meteré de nuevo en la cama», pensé. «¡Qué frío hace!».

Introduje la cubeta en el pozo y la bajé con la cuerda. La subí.

Bebí.

Volví entonces sobre mis pasos, rumbo a la casa.

Cuando abrí la puerta, eché un vistazo al rincón donde el viejo pasaba la noche oteando por la ventana.

Su silla estaba vacía.

«Seguramente se le cerraban los ojos y se retiró a su cuarto», concluí.

Me incliné sobre sus pertenencias para ordenarlas y fue entonces que lo escuché.

El llamado del cuerno…

Extendiéndose por el valle y la cuesta montañosa.

Supe con certeza que los guerreros cruzaban el solar, rumbo a las tierras bajas, para entablar la cruenta batalla.

La última gran batalla.

Me acerqué a la ventana.

¿Vería al viejo?

¿Vería a Ilwen, el cándido gigante, con su sonrisa más deslumbrante que nunca, porque el viejo guerrero se unía por fin a los que marchaban?

Sentía el corazón tristemente alegre…

Los perros, a lo lejos, aullaban lastimeros a las lunas.


Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso «Mundos en tinieblas» en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado en el contexto de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción organizada por Exégesis/Nocte. Sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Pueden consultar su blog Crónicas del Caminante.

Axxón 2013
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