Befana
Enrique José Decarli
Argentina
La música es el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá
ROBERT SCHUMANN
Desde que murió Juan Cruz en el pueblo nos quedamos sin enterrador. Nadie quiso (creo yo, a modo de homenaje) ocupar su puesto. Cada familia se encargaría de sus muertos. Los hombres, la tierra. Las mujeres, la limpieza. Yo le hice otro homenaje a Juan Cruz. Yo fui la última en verlo vivo.
Era la primera vez que iba sola al mercado y la arcada del cementerio, con el tiempo lo comprobé, es idéntica a la del mercado. Así fue que entré en un pasillo de plafones ocres amurados a un techo altísimo. En las paredes había escaleras corredizas y eso terminó de perderme. Los nichos pasaban más rápido, pero algunos tenían la puerta abierta y la escalera chocaba. Entonces la cerraba de un golpe, y si adentro veía el cajón, pedía disculpas.
El pasillo, poco a poco se fue convirtiendo en una especie de caño, con nichos en el piso, a los costados y en el techo. Las escaleras seguían siendo corredizas aunque ahora, además, semicirculares, como los pasamanos que hay en la plaza. Después, los nichos desaparecieron y el pasillo fue sólo un caño. Aburrido. De cemento y sin luces. Un resplandor ámbar en lo que parecía el fondo y un resplandor ocre a mi espalda. Sobre el final, el agua infectada me cubría las rodillas. Desemboqué en un camino arbolado.
A izquierda y derecha, entre los pastos crecidos, aparecieron las primeras tumbas. Monumentos gastados y cubiertos de musgo. Crucifijos torcidos. Crucé una vía de trocha angosta y el viento trajo olor a música. Entonces me acordé de Juan Cruz. La gente decía que tenía el cementerio a la miseria. Justo él, un ejemplo de sepulturero, hasta que se le había dado por la música. Siguiendo el sonido del piano sabía que lo conocería. Doblé a la izquierda en una huella de barro. El panorama se abrió.
Juan Cruz tocaba el piano dándome la espalda, al lado de un farol encendido. En un costado del piano había una pala apoyada. Al otro costado, una fosa abierta y una montaña de tierra bajo un árbol. Cuando me pareció que la canción había terminado, aplaudí. Juan Cruz se dio vuelta. Aunque en realidad, no. No se dio vuelta. Hizo girar el asiento redondo del banquito.
—Befana —dijo.
—No. Gimena —dije yo.
Juan Cruz rió.
—Compás de dos cuartos.
—Yo voy a comprar pan —le dije—. Pero un cuarto. No dos.
Como evidentemente no entendía, Juan Cruz me explicó. Befana era el nombre de la canción. Compás de dos cuartos…, ya no me acuerdo. Se paró y se acercó. Se limpió el pantalón y me dio la mano. El pantalón de Juan Cruz y las teclas del piano estaban igual de embarradas. Después se disculpó.
—No toco muy bien. Aprendí de grande.
Estuve a punto de decir lo que enseguida dijo él:
—Pero acá… a quién le importa, ¿no?
Los pelos revueltos y la barba a medio crecer le daban aspecto de arlequín. O quizá la ropa: nada combinaba con nada. Era flaco Juan Cruz. Era viejo. Antes de matarse me diría. Cuarenta y seis años. La edad a la que murió el autor de Befana. Él quería morir a la misma edad. El mismo día. Ése día.
Levantó la tapa del piano que cubre las cuerdas y de adentro sacó una soga. La tiró al aire varias veces hasta engancharla de una rama gruesa. En una punta trenzó un nudo corredizo. Me apoyó una mano en un hombro.
—¿Sabe tocar?
Medio que se lamentó cuando le dije que no.
—Quería terminar escuchando Befana —dijo.
Le propuse que me enseñara. Me agarró del brazo y nos acercamos al piano.
—Es fácil —dijo. Y fue tocando, despacio, el pasaje principal. Tarareando sobre el sonido del piano. Me miró y levantó las cejas—. Aunque sea eso —dijo—. ¿Se anima?
Probamos varias veces. Al fin pude, en un tiempo que, según él, no estaba tan mal, articular los dedos en las teclas correctas.
—¡No pierda el tempo! —dijo mientras se anudaba la soga a la garganta.
Subió al árbol. Era alto Juan Cruz. Ajustó, fuerte, un nudo en la rama.
—¡El tempo es todo! —dijo—. La música sólo existe en el tiempo.
Cualquiera hubiera contado hasta tres. Juan Cruz, parado sobre la rama, contaría hasta dos. Bajé la vista a las teclas. Sentí, concentrada en el entrecejo, toda la fuerza de Befana. Preparé las manos. Después del dos empecé a tocar, Juan Cruz saltó. Cerré la tapa del piano y me puse a llorar. En el mercado compré dos cuartos de pan; que me dijeron, es lo mismo que medio kilo.