Los despojados

Enrique José Decarli

Argentina

«… y el placer se mezclaba con la tristeza de sentirme ausente,

tal vez para siempre, del mundo de verdad…»

J.C. ONETTI

fig40

Ilustración: Valeria Uccelli

Nadie bajó conmigo y nadie subió. El subte cerró las puertas y arrancó en dirección a Lavalle. Tendría que haberme sentado. Sacarme el zapato ahí mismo y revisarme el pie derecho. Un tirón fuerte acababa de morderme la planta y ahora subía por los tendones. Los andenes vacíos, sin embargo, no sé por qué, me acobardaron. Los puestos de diarios cerrados. Las cajas contra incendio, deformadas por la penumbra.

El único sonido provenía (sinfín) desde más allá de una arcada. Salté sobre el pie izquierdo hasta la escalera mecánica y, simplemente, me dejé llevar.

En el pasillo me senté en el suelo. Descansé un rato contra la pared y quizás me adormecí. De pronto la estación había enmudecido y alguien a mi derecha tosió como a propósito. Abrí los ojos. Era un linyera más o menos de mi edad. Me levanté de un salto, y desde esta nueva perspectiva, entendí por qué, de repente, tanto silencio. La escalera mecánica no funcionaba. Pero no es que se hubiera detenido. Ya no estaba. No estaba más. En su lugar había un pozo.

El linyera levantó las cejas y sonrió. Abrió las manos y dijo:

—La escalera mecánica.

Me llamó la atención porque pareció presentarse. Había dicho «la escalera mecánica» como bien podría haber dicho «Juan». Con la mano derecha señaló mi pie derecho:

—Tenés una tachuela en el zapato.

Antes de que pudiera decir nada el pasillo se inundó de ruido a subte y el linyera me pidió que lo esperara.

—Un minuto.

Ni loco, pensé. Tipos como ése infectarían la estación. Me hubiera ido volando, lo juro, si no fuera por lo que entonces ocurrió. Parado frente a mí y de espaldas al pozo. Sin dejar nunca de mirarme, el linyera levantó los brazos como un clavadista.

—¡Oiga! —le grité—, qué hace… —Cerró los ojos y saltó al vacío.

La estación volvió a llenarse del sonido sinfín. El pozo (milagrosamente) otra vez fue una escalera. La chica apareció de a poco. Primero la cabeza. Después el torso. Después las piernas y al fin los tacos. Pasó adelante mío como si nada y entró en el andén de 9 de julio. El ruido de los tacos, ahora que ya no podía verla, curiosamente se oía más nítido. Otra vez se había detenido el sonido de la escalera, y a mi derecha el linyera estaba de vuelta. A espaldas del linyera, otra vez el pozo.

—Último tren… —dijo exhalando una especie de cansancio crónico. Yo me quedé mirándolo con la pregunta colgada en la cara.

—Cómo hacés —le pregunté.

—Cómo hago para qué.

—Para convertirte en la escalera.

—Ah —dijo él—. Soy la escalera.

Me reí. Una mezcla de fascinación e incredulidad. Iba a preguntarle entonces cómo hacía para convertirse en hombre cuando él me preguntó si yo quería convertirme en algo en particular.

—En millonario —dije.

—¿Y aparte…?

—Aparte, en nada.

Volví a sentarme en el piso y me saqué el zapato. Efectivamente: una tachuela había perforado la suela, la media y también la planta del pie.

—En una época (a los diez años, más o menos), quise ser jugador de la selección juvenil. De adolescente, gimnasta ruso. En la década de los veinte bajista de una banda de rock famosa. A los treinta, actor de cine. Pero más que nada en el mundo: alguna vez, y de alguna manera, siempre, quise ser Jedi. —El linyera rió a carcajadas—. En serio —le dije—, como Skywalker, con la espada láser. —Cuando paró de reírse—. Eso sí: jamás se me ocurrió ser escalera.

—Bueno —dijo él—. No hay muchas y la mayoría están rotas. Si te interesa… Si querés… Yo podría… Vos me entendés, ¿no?

La verdad, no lo entendía. Y mucho menos cuando bostezó y se desperezó y el saco se abrió a la mitad sobre un pecho curtido y engrasado. Rayado. Pisoteado tal cual los escalones de una escalera mecánica. Yo sabía que no soñaba porque la planta del pie derecho emitía constantes señales de dolor. La situación sería una locura, pero el linyera (la escalera o lo que fuere) era real.

—Cómo se hace para ser escalera —le pregunté.

—Escalera o lo que quieras —dijo él. La conversación parecía divertirlo.

—Ya te dije: entonces, millonario.

Rió y sacudió la cabeza. Me miró bien a los ojos y, esta vez sí, sonó serio:

—La idea es servir.

—¿Servir…? ¿Servir a cambio de qué?

Frunció los labios como si esto lo hubiera intentado explicar miles de veces siempre sin resultados.

—Vos, por ejemplo —me dijo—: qué hacés.

—Soy abogado —dije.

—Y a quién servís.

No era la primera vez que no podía responder a esa pregunta.

—Esto hago. —Abrí la carpeta y sentado en mi lugar fui mostrándole: cédulas, oficios, demandas, mandamientos. El trabajo para la mañana siguiente.

—Juicios —dijo él—. No recuerdo que hayas dicho que en alguna época quisiste…

—No quise —lo interrumpí.

Le pregunté si él había nacido escalera y dijo que no. Era escalera por opción. Le pregunté qué había sido antes de elegir ser escalera y dijo que no se acordaba:

—Cada tanto, un fogonazo. Una sola imagen que se repite. Nada más. Porque mi vida, en realidad, empieza esa noche que, de casualidad: porque estas cosas pasan de casualidad —puntualizó—, conocí a los Despojados.

Pensé en la tachuela que acababa de reunirnos.

—¿Los Despojados? —dije.

—Los Despojados —repitió. Hizo una reverencia y la mímica de sacarse un sombrero—. Vení —me dijo—. No tengas miedo.

Nos asomamos a la arcada por la que hacía un rato se había ido la chica. No había intuido mal. En los andenes ardían fogatas llenas de linyeras reunidos en una especie de olla popular.

—Qué hay de raro en los andenes —me preguntó.

—Los linyeras —dije. Él volvió a reír lleno de decepción.

Me disculpé, pero honestamente: no se me ocurría ni podía ver más rareza que el ejército ése de linyeras. Entonces me pidió que volviera a mirar. Que por favor mirara bien. Que por un segundo me olvidara del mundo de arriba. Que mirara (así dijo y me emocionó) con ojos de despojado. Juro que hice un esfuerzo para ver lo que él quería que viera, y una vez más, no pude ver nada que no fuera andenes. Dos andenes. Cuatro fogatas: una en cada punta de cada andén. Cuatro ollas gigantes. Muchos linyeras. Hombres y mujeres de cualquier edad que metían latas en las ollas y de ahí comían.

—No sé —le dije.

—Los bancos —dijo él.

—Cuáles —le pregunté.

—Precisamente… Los puestos de diarios —siguió—. Las cajas contra incendio…

Era verdad. No estaban. Lo miré maravillado.

—Bienvenido a los Despojados —dijo.

A medida que nos acercamos a la primera fogata los linyeras dejaron de hablar y de reír. Las manos se detuvieron adentro de las latas o adentro de la olla. Las miradas pesadas puestas en mí; sólo las sombras parecían moverse con los temblores del fuego. Sólo el crujido de las llamas se oía; el compás irregular de mi único zapato puesto.

—Respondo por él —dijo la Escalera.

—Algo es algo —dijo un linyera señalando mi pie descalzo—. ¿O no…? —Los demás rieron. Las miradas se relajaron y, poco a poco, la escena empezó a moverse. Uno a uno los linyeras fueron acercándose y presentándose. Los bancos. Los puestos de diarios. Las cajas contra incendio me dieron la mano en una larga fila ordenada.

La Escalera Mecánica me presentó en la fogata armada en la otra punta del andén. Después cruzamos las vías (cosa que siempre quise hacer y nunca, hasta entonces había hecho); me presentó en las dos fogatas del andén a Catedral.

—Respondo por él —decía.

No sé de qué ni por qué, la Escalera tenía que responder por mí. Pero escucharlo me hacía bien, y al parecer era clave para ser aceptado. En las otras fogatas conocí durmientes, barandas, ventiladores. Y ahora que lo sabía. Lo sabía o lo creía o elegía creerlo, no sé. Ahora, digamos, que algo de eso se movía en mí, en la fisonomía de cada linyera podía descubrir uno o dos rasgos de esos objetos.

La noche corría y yo, invitado entre los Despojados, asistía a una suerte de interna, un espectáculo que montarían en mi honor. A la Escalera Mecánica, por ejemplo, le echaban en cara los beneficios de ser escalera. Entre otras cosas: conocer todas las bombachas del subte.

—Porque cosa muy distinta es ser uno —dijo una caja contra incendio—. Que para entrar en acción hay que esperar (y Dios no lo permita) a que se prenda fuego la estación.

—Miren… —decía la Escalera—. A esta altura, lo mío es un apostolado. Y ojo… Hay bombachas y bombachas, eh.

Sentados en semicírculo alrededor de la fogata me acordé de un juego de mis épocas de Jedi. Ocurría antes de dormirme. De repente, en algún departamento del edificio se encendía ruido a muebles y mi aliada incondicional, La Fuerza, me permitía ver dónde, exactamente en qué departamento se corrían los muebles. En qué ambiente del departamento. Qué muebles eran y quién o quiénes los movían. Yo podía ver el mundo de cañerías oculto tras las paredes. Un entramado que crecía y se hundía piso a piso y recibía de afluente las cañerías que salían de otros departamentos. El caño maestro enterrado en los cimientos recorría los patios en busca del desagüe. Se unía a los caños maestros de otros edificios y juntos, fundidos en un solo caño más grande, ganaban las veredas, las calles y las avenidas para alejarse del barrio en busca del río. En esa época yo creía en las canaletas y en las rajaduras. En el óxido que bajo tierra estaría avanzando sobre hierros hundidos y olvidados; cosas que entonces intuía vivas, más allá de mi conocimiento y mi control. Porque podrían ser planificadas y construidas, estudiadas y explicadas, pero puestas a vivir, se olvidaban y transformaban.

Enfrente mío, ahora: desdentados y zaparrastrosos. Con pelos como lanas y pieles como cueros. Oxidados pero vivos (mucho más vivos que yo). Serviciales y secretos. Y sobre todo, felices, reían los Despojados.

Mecánicamente busqué el reloj en los letreros luminosos. No estaban, claro. O sí: jugando a las cartas en otras fogatas. O a la escondida en los túneles. O haciendo percusión con las latas y las ollas. O alimentando el fuego.

Metí la mano en un bolsillo interno del saco y miré la hora en el celular. No tenía señal. Sentí que el tiempo se había detenido pero fue sólo eso: una sensación.

—Cinco menos cuarto —dije. Al día siguiente debía estar temprano en tribunales—. Tendría que ir yendo.

—Te acompaño —dijo la Escalera.

—¿Ustedes no van a dormir?

—¿Dormir…? —dijo un banco y todos rieron—. Dormir, duerme la gente importante.

—Claro…

La ecuación se resolvía simple. A punto de irme creía entenderla. De día nos daban una mano. Trataban de hacernos las cosas un poco más fáciles. A cambio de qué. A cambio de nada. A cambio de la noche. La noche era toda de ellos y la aprovechaban de punta a punta.

—Pero… —Algo no tan simple seguía sin cerrarme—. Si de día trabajan del primero al último subte. Si a la noche se quedan en la estación. Cuándo ven a la familia —les pregunté—. A los amigos…

Entonces no rieron. Me miraron serios y la imagen volvió a detenerse. Me di vuelta para comprobarlo porque lo presentí. Como si desde las otras fogatas hubieran escuchado mi pregunta y mi pregunta fuera una pregunta prohibida, la estación estaba llena de sombras cabizbajas. A algunos (aunque de esto no estoy muy seguro) se les llenaron los ojos de lágrimas.

—Bueno… —dijo la Escalera, buscando las palabras. Era la primera vez que lo veía dudar—. Digamos que, cada tanto, tenemos un día de suerte.

Ver pasar a un familiar. Ver pasar a algún amigo por la estación; quizá servirle, por dos minutos: la miserable suerte de esos tipos. La Escalera había llevado a su mamá, años después de no verla, del andén de Diagonal Norte al pasillo de 9 de julio: el mismo tramo que me había llevado a mí.

—Diez metros de suerte —le dije.

—Derrotada —dijo él. Así la había percibido. Pero lo que más le dolió—: …fue descubrirle la bombacha y los zapatos rotos.

Me quedé mirándolos uno a uno, ahora parados a mi alrededor.

—Están locos —les dije. Y juro que hubiera querido saber la identidad de cada uno de ellos para ir casa por casa y dar la buena noticia de que vivían. Estaban locos (locos de remate) pero vivos, y la verdad, vivían mucho mejor que nosotros. Me imaginé golpeando las manos en la puerta de calle de esa mujer derrotada de bombacha y zapatos rotos diciéndole que su hijo el desaparecido era una escalera mecánica en la estación Diagonal Norte del subte C. Me hubieran sacado a las piñas y ahora sí resolvía la ecuación. Era imposible traicionar el secreto.

—Están locos —repetí.

Entonces debajo de una arcada apareció una chica. La chica del principio, la de los tacos.

—En diez, salimos —gritó.

Los Despojados, uno a uno, fueron dándome la mano.

—Cuando quieras —decían. Y en los ojos de cada uno de ellos. En las miradas abismales que se abrían yo veía el entramado secreto de las cañerías de mis sueños. Sentí que les debía algo invaluable y tuve el impulso reprimido de pedirles disculpas no sé muy bien de qué. Si siempre me había sentido vacío, ellos, de alguna manera, eran la explicación inentendible. Ahí estaban, apagando las fogatas. Barriendo el piso. Escondiendo las ollas y las latas en el hueco bajo las plataformas. Después, en silencio, se distribuyeron por la estación. Los andenes, poco a poco, fueron transformándose en los andenes que me llevan y traen, a diario, del trabajo a casa.

—¿Vamos…? —me dijo la Escalera.

Caminamos hasta el pozo y en el camino le pregunté por la chica de los tacos.

—La última incorporación —dijo—. Un cesto de basura en Diagonal.

—¿Andén?

—Trenes a Retiro.

Ahí había bajado. Ahí había empezado todo.

—Nunca la vi —le dije—. Bah… La debo haber visto, pero… Es muy linda. —La Escalera rió y me preguntó si había pensado algo. Le contesté que sí—. Que ya me olvidaba el zapato y la carpeta.

Seguían en el mismo lugar. En el pasillo, a metros de la arcada.

—Si querés sumarte, digo. A los Despojados.

—¿Por qué a mí?

Se encogió de hombros y levantó las cejas.

—Bueno… Porque estas cosas pasan de casualidad.

—Gracias pero no… No puedo. No podría. Hay cosas… Recuerdos…

—Cuántos.

—Muchos, supongo.

—Cuántos que valgan la pena.

—No sé.

—Porque yo tengo uno —dijo—. Sólo uno. Vacaciones de invierno. Mi mamá junta el dinero para dos boletos ida y vuelta a Constitución. Llegamos a la terminal. Ella se sienta en un banco del hall. Seis años tendré. Corro toda la tarde entre la gente. Grito, subo, bajo… Soy feliz. Feliz, jugando en las escaleras mecánicas.

—Yo también tengo un recuerdo de esa edad —le dije—. También en vacaciones de invierno. Por primera vez entro a un cine con mi mamá. La butaca es comodísima. Por primera vez no me duermo viendo una película. Por primera vez, el bien y el mal se enfrentan en mi vida, ahí empieza mi vida. Luke Skywalker vence a Darth Vader. Un nuevo Jedi llega a la galaxia.

Me abrazó y dijo que entendía. Y algo más:

—Que la fuerza te acompañe —dijo. Y se zambulló en el pozo.


Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010 el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

Así, con este cuento, se presenta en Axxón.

Axxón 2013
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